Teresa Moure: Lingüística se escribe con A. La perspectiva de género en las ideas sobre el lenguaje. Madrid: Los Libros de la Catarata, 2021, 352 pp. (Colección Mayor, 815).
ISBN: 978-84-1352-166-4
"Una hipótesis construida sobre la sospecha" es el título de la primera parte del libro aquí reseñado. La "sospecha" que desencadena la redacción de este ensayo tiene su origen en la toma de conciencia por parte de la autora, Teresa Moure, de que "la historiografía [la lingüística entre ellas], en tanto que historia de los campos de conocimiento, tiende a ser parcial y elitista" (p. 14). Sin duda, esa visión sesgada de quienes interpretan el pasado puede reconocerse también en la estructura patriarcal de cualquier disciplina científica o técnica (Londa Schiebinger
dixit, 1991), no solo en las de carácter historiográfico; de ahí el nacimiento y desarrollo en las últimas décadas de los estudios que, conocidos bajo la etiqueta común de Ciencia, tecnología y género, tratan de corregir esas tendencias limitadoras. Dadas las circunstancias, y para el caso que aquí nos interesa, es decir, para aquellas áreas que se ocupan del pasado, recomienda con buen juicio la profesora de la Universidad de Santiago adoptar "la cautela como principio metodológico" (p. 44) y, en consecuencia, propone en su nuevo libro vías alternativas para abordar la historia de la disciplina, prestando atención "a las ideas marginales, a las cultivadas en el anonimato, a las líneas de fuga" (p. 318).
A esta declaración de principios, que los especialistas deberíamos tener muy en cuenta, Teresa Moure añade una información no menos oportuna que ayuda a calibrar la novedad que en el terreno de la historiografía lingüística implican sus propuestas; así, al precisar el objetivo del libro afirma que "no es tanto hacer una crónica de lingüistas olvidadas como reflexionar sobre las causas de la discriminación en un campo con muchas cultivadoras" (p. 20). Es decir, no se trata aquí de "asumir un canon intocable", escrito en masculino, al que simplemente se le añadiría un "apéndice de mujeres" rescatadas del olvido, sino de ir más allá, en busca de las causas de la exclusión o de la minusvaloración del trabajo de las mujeres. Es esta la idea vertebradora del libro, que aparece reiterada a lo largo de sus páginas, a veces con imágenes tan conseguidas como esta: "no se trata solo de adicionar mujeres al cóctel, sino de agitarlo" (p. 290). Con los resultados de este nuevo procedimiento, la autora tratará de "demostrar que al haberlas difuminado [a las mujeres], se estaba prescindiendo de determinadas hipótesis, procedimientos o temáticas y, en consecuencia, la perspectiva era más limitada" (pp. 284-285).
La hipótesis de la que parte Teresa Moure viene planteada por ella misma como una muestra de "género y posicionamientos subalternos en las ideas lingüísticas" (p. 21), un planteamiento que
exige revisar la historia de la disciplina ordenando las nociones, las mentalidades, las influencias, los factores humanos y sociales que debieron de entrelazarse para explicar la consideración marginal de ciertos sujetos y de determinadas temáticas (p. 21).
Esta "lingüística con perspectiva de género", que da título al capítulo 1, trata de distanciarse del modo de hacer lingüística que hasta ahora ha prevalecido y que —observa la autora— ha derivado en una lingüística masculinizada, eurocéntrica y propensa a privilegiar las abstracciones antes que la humildad de los datos. Es, en efecto, la lingüística que, durante generaciones y sin que saltasen las alarmas, se nos ha transmitido y —también hay que reconocerlo— hemos transmitido en las aulas universitarias. La otra forma que aquí se propone de hacer y enseñar lingüística (y, de paso, historiografía lingüística) persigue, entre otras cosas, averiguar "si las mujeres, sujetos poco focales, y los temas periféricos guardan alguna relación" (p. 21). La respuesta, la esperable, no tarda en llegar y, puesto que los trabajos de las mujeres fueron relegados "a asuntos no nucleares, sus logros no serían 'verdadera' lingüística; sus procedimientos no completamente 'científicos'" (p. 65):
A veces ellas no estaban en el lugar oportuno porque habían sido desplazadas, pero otras veces sí estaban y, sin embargo, sus contribuciones fueron igualmente desconsideradas, juzgadas como irrelevantes (p. 324-325).
Con el fin de remediar esas ausencias, tal como se explica en el capítulo 2 ("¿Una ausencia absoluta?"), esta lingüística alternativa propugna sustituir el "enfoque cronológico tradicional por otro fundamentado en las ideas sobre el lenguaje"
(p. 44), perspectiva que permitiría aflorar una serie de oficios lingüísticos (o subdisciplinas lingüísticas) en los que las mujeres han desempeñado tradicionalmente un destacado papel y que, en última instancia, constituiría la "lingüística con a" a la que se refiere la profesora Moure en el título del libro. Pero, ante todo, la lingüística con perspectiva de género tratará de
determinar qué estilo de ideas o qué procedimientos metodológicos se primaron, de manera que la crítica se vuelva sobre el objeto de estudio y sirva para revisarlo, para reformularlo y, llegado el caso, para desestabilizarlo (p. 22).
La apuesta de la autora es atrevida porque afecta —o podría afectar— a los mismos cimientos de la historiografía lingüística, tal como hoy la concebimos. Pero el reto merece la pena, si lo que se pretende es llegar a un relato lo más ajustado posible a los hechos descritos. Por otra parte, como nueva instrucción en la hoja de ruta, sugiere Moure que "una correcta panorámica de cualquier disciplina podría asomarse, aunque fuera de manera complementaria, a la historia cotidiana" (p. 14), cuyo conocimiento nos desvelaría los entresijos y los condicionantes de la historia oficial: "Los factores históricos y biográficos explican muchos vericuetos del progreso de las ideas y, en este sentido, exigen una atención minuciosa" (p. 308).
Un procedimiento similar había sido sugerido ya por Pierre Swiggers al plantear la que denominó "vía negativa" como uno de los posibles métodos de la historiografía lingüística:
[...] el historiógrafo de la lingüística no solamente tiene que investigar y estudiar, a través de textos descriptivos y teóricos, "ideas" lingüísticas en su contexto social, cultural y político-económico, sino que el historiógrafo tiene que reflexionar también sobre el (posible) condicionamiento de estas ideas, y tiene que rastrear problemas que se desbordan del cuadro de investigación directo [...] (Swiggers 2004: 115).
Como se acaba de decir, y por las razones metodológicas ya referidas, este libro da prioridad a la ordenación de los diferentes temas lingüísticos ("ideas sobre el lenguaje") antes que al enfoque estrictamente cronológico. De ahí que sus contenidos se presenten divididos en partes y capítulos con aparente distancia temática. La propia autora justifica razonablemente tal estructura:
[…] la lingüística escrita con a está tan fragmentada como lo estaría cualquier aproximación a las ideas lingüísticas que no pretendiese ser puramente cronológica, pero revela, una y otra vez, la existencia de ambientes, círculos o figuras particularmente atractivas que construyeron críticas potentes, de las que con frecuencia sabemos poco (p. 325).
Entre esos "oficios lingüísticos con protagonismo femenino" se encuentra la criptografía (capítulo 3), el campo de estudio que trata de la comunicación cifrada y al que se aplicaron miles de mujeres (las llamadas code girls) durante la Segunda Guerra Mundial, contratadas por los ejércitos aliados gracias a sus conocimientos lingüísticos y matemáticos, un capítulo que raramente es recogido en los manuales de historia de la lingüística al uso.
En la Segunda parte, titulada "Tradiciones de género en los márgenes: la lingüística feminista", se tratan otros desempeños lingüísticos en los que las mujeres han ocupado un lugar destacado. Así, la traducción, "el más invisible de los oficios lingüísticos" (capítulo 4), en un doble sentido: por la invisibilidad de quien traduce —una invisibilidad a la que ha contribuido gramaticalmente el masculino genérico, como denuncia Teresa Moure, p. 82— y por su consideración marginal como disciplina en la historiografía lingüística. Hay en estas páginas una firme reivindicación de la traducción (de la teoría de la traducción) como estudio con un
dominio propio en el campo de la lingüística, concretamente en su perspectiva aplicada. Y hay también una justa reivindicación de un espacio en los manuales especializados para la traducción feminista, aquella que concibe el ejercicio de traducir como una actividad política (p. 94) y, en consecuencia, trata de intervenir ideológicamente en los textos que traduce, cambiando, por ejemplo, las expresiones sexistas por otras más igualitarias (como practicaron las traductoras quebequesas de principios de los ochenta, p. 93). La denuncia de Moure apunta, una vez más, a la raíz del problema: "[…] ni las traductoras feministas ni las teóricas de la traducción feminista se han hecho un hueco en los manuales que revisan la historia de las ideas lingüísticas: su exclusión también es ideología" (p. 110).
La primatología (abordada en el capítulo 5) es otro de los campos científicos que han sido tradicionalmente cultivados por mujeres. Defiende la profesora Moure que las primeras primatólogas, las que ejercieron a partir de los años sesenta del pasado siglo, al introducir "comportamientos empáticos en su convivencia con los primates […] van a modificar el campo de la primatología y a hacer historia" (p. 114). Jane Goodall, Dian Fossey y Biruté Galdikas son rememoradas aquí como reconocidas especialistas en el estudio de la comunicación humana con los primates y, por tanto, como figuras referentes en la ciencia zoosemiótica. También por la misma época, los intentos de enseñar a chimpancés en cautividad el lenguaje humano (en su forma oral o a través de signos gestuales) contaron con la intervención de psicólogas como Catherine Hayes o Beatrice Gardner y, más recientemente, Sue Savage-Rumbaugh con sus investigaciones sobre la comunicación con los bonobos. Los objetivos y las conclusiones de sus respectivos estudios apuntan a una proximidad entre los humanos y ciertas especies animales mucho mayor de la hasta entonces admitida. Que estos temas considerados periféricos por la lingüística canónica hayan llamado la atención de las investigadoras es una circunstancia calificada por Teresa Moure de "singularmente reveladora" (p. 134).
Entre las disciplinas de carácter híbrido, es la antropología una de las que cuentan con un más nutrido plantel de estudiosas desde su fundación, y a este ámbito se reserva el capítulo 6 del volumen. Se detallan aquí las nuevas técnicas de investigación que las antropólogas norteamericanas de las primeras décadas del siglo XX aportaron a la disciplina, especialmente herramientas de tipo cualitativo, como las historias de vida de los informantes o la implicación personal en los temas de trabajo, recursos que parecían contravenir las normas académicas establecidas pero que finalmente ensancharon el ángulo de visión en la especialidad. Sin embargo, no pocas de esas antropólogas quedaron a la sombra de sus mentores, entre ellos Franz Boas (llamado significativamente papá Franz por sus discípulas) y, en consecuencia, quedaron excluidas de los manuales de lingüística, como señala Teresa Moure:
[…] aunque todas estaban documentando la evidencia de que cada lengua es un sistema completo para ordenar el mundo, aunque muchas fueron las únicas especialistas en algunas lenguas exóticas y poco conocidas (p. 164).
Y, por supuesto, también ellas quedaron en los márgenes de la historia de la lingüística, como es el caso de Margaret Mead, quien abordó temas de innegable interés lingüístico, o el de Gladys Reichard, cuyos numerosos ensayos gramaticales acerca de algunas lenguas y culturas amerindias son claro ejemplo de una
"antropología específicamente lingüística" (p. 165). "Entretanto, en lingüística continúa hablándose de Boas, Sapir y Whorf como los únicos exponentes del relativismo cultural" (p. 175). Ambas autoras —nos recuerda Teresa Moure, siguiendo a Julia Falk (1999)— chocaron con los criterios metodológicos manejados por Edward Sapir, un conflicto que podría ser la razón de que los trabajos de Gladys Reichard no hayan sido suficientemente citados: "Las grandes mujeres suelen encontrar una piedra en su zapato a partir de relaciones personales, aspecto que no parece darse entre ellos" (p. 174). Pero Mead y Reichard no son las únicas: aquí aparecen citadas media centena de antropólogas y, pese a ello, "ninguna aparece en un manual sobre la historia de la lingüística" (p. 191). En definitiva, Moure ve reducida la función de todas estas antropólogas a ejercer como "recolectoras de datos", lo que "indica que todavía eran vistas como auxiliares, como secretarias, como personal secundario. Y, en una sociedad jerárquica, el personal secundario no pasa a la historia" (p. 190).
No podía faltar en esta obra un espacio dedicado a la sociolingüística practicada con perspectiva de género (capítulo 7). Como nos recuerda la autora, citando a E. F. K. Koerner (1986), el origen de la sociolingüística es deudor de movimientos sociales como el feminismo o el antirracismo, que crearon el caldo de cultivo necesario para la fundación de tal disciplina. Si a la iniciativa feminista debemos la lucha contra la aparente neutralidad de las lenguas, cuyo uso en ocasiones discrimina a las mujeres, hechos como este deben quedar recogidos en la historiografía: "Revisar la historia de las ideas lingüísticas implica tratar el asunto, siempre relegado en los manuales, de cómo el feminismo ha auspiciado una reforma de las lenguas" (Moure, p. 203). Lo mismo que debe quedar recogido en esa historia el planteamiento del llamado "feminismo radical", surgido en los años ochenta del siglo XX, como un nuevo capítulo del relativismo lingüístico por su concepción de la lengua como elemento responsable de la particular cosmovisión de sus hablantes (p. 213); una hipótesis que quedó plasmada en la literatura de ficción por aquellas autoras que, en ese marco, inventaron lenguas con perspectiva de género (así, el láadan, creado por Suzette Haden Elguin en su novela Native Tongue, 1984). En definitiva, la propuesta se concreta en que los manuales de historia de la lingüística incluyan con toda normalidad entre sus páginas la denominada "sociolingüística de género" —donde brillan nombres como los de Robin Lakoff, Jennifer Coates o Deborah Tannen—, que ha sido hasta ahora considerada "una moda, una concesión a la actualidad o una excentricidad semejante a un tratado sobre lingüística y jardinería orgánica" (p. 225).
El capítulo se complementa con la revisión aclaratoria de conceptos como los de "feminismo clásico" / "posfeminismo" y sus respectivos aportes al debate del discurso inclusivo. Estas páginas, a mi parecer, constituyen una fuente impagable de ideas y comentarios personales de la autora acerca del candente debate sobre "sexismo y lenguaje", una polémica que se originó en la "plaza pública" y que, tras sufrir la ridiculización por parte de sectores más conservadores, ha pasado finalmente al ámbito académico, un reducto que se resistía a aceptarlo como suyo. Moure manifiesta, por otra parte, su extrañeza ante el hecho de que "las sociolingüistas feministas no hayan convencido a más mujeres especialistas" (p. 232), lo que explica por diferentes motivos, entre ellos la resistencia de la propia lingüística a realizar cambios en sus propios programas o la minusvaloración que sufren las académicas que se aventuran a defender teóricamente o practicar la feminización del lenguaje (lo que ha podido llevar a algunas a desterrar sus investigaciones de género a una especie de "currículum oculto"). Y exige la autora, además, una dignificación necesaria de la labor de las sociolingüistas feministas, de aquellas que han trabajado en la disciplina adoptando la perspectiva de género: "[Ellas] no defienden la honra de las lenguas —eso de que están libres de toda sospecha de discriminación— sino que destapan fuentes de discriminación" (p. 238).
Por último, asistimos a la queja —más que justificada— de Teresa Moure por la exclusión de algunas cuestiones filosóficas de la historia de las ideas lingüísticas, con la consiguiente marginación de la labor de las mujeres que se ocuparon de aquellas. En este sentido, se recuerda (en el capítulo 8) el movimiento de
higiene verbal —la expresión es de Deborah Cameron 1995— surgido a finales del siglo XX con el fin de depurar el lenguaje y despojarlo de expresiones violentas o portadoras de cualquier carga ideológica denigrante para las personas; un movimiento que, por otra parte, "cuestiona la autoridad del código y de quien cree administrarlo" (p. 251), dado que desde la base social propone cambios en las lenguas y en su uso, en favor de la interculturalidad y del respeto al otro. Las teorías de Judith Butler (por ejemplo, 1993, 1997, 2004) son también traídas aquí como un ejemplo de las que han quedado fuera de los manuales de historia de la lingüística a pesar de la sugerente revisión que, en este caso, suponen de la teoría de los actos de habla, una teoría que la autora norteamericana complementa con la dimensión corporal como componente activo (no hay que olvidar, nos dice Butler, la "escandalosa relación entre lenguaje y cuerpo"), o con la apropiación y resignificación de las palabras como herramienta de defensa ante expresiones ofensivas (es el caso del propio término queer). Constitutivas de la Filosofía del lenguaje son también, según Moure, algunas cuestiones —como la defensa de las lenguas minorizadas o la denuncia del genocidio lingüístico— que se derivan de la práctica de la lingüística intercultural aparecida en las últimas décadas y a la que la perspectiva de género no solo no ha permanecido ajena sino que, en determinados casos, ha servido de punto de partida:
[…] en los últimos años la lingüística ha puesto en práctica el modelo filosófico intercultural en una intersección productiva con el género, de manera que la multiplicidad de las otredades ha venido a desestabilizar el antiguo sujeto centrado y fuerte y también ha dinamitado su autoridad (p. 276).
Si hasta aquí la profesora Moure se ha centrado en examinar el papel de las mujeres lingüistas en dominios considerados marginales respecto de la disciplina, en la Tercera parte ("Posibilidades de reescribir la historia") ofrece al especialista algunas pautas de comportamiento para una nueva forma de hacer historiografía lingüística, acorde con los requisitos básicos que demanda la perspectiva de género. Así, denuncia "algunos parámetros sexistas que se han aplicado en la lingüística reciente" (p. 288) como son "los comentarios que se encuentran sobre la vida personal de algunas mujeres", que suelen responder "a un trato diferente [al del lingüista varón]" (p. 291). En realidad, la autora no aboga por eliminar de raíz en las biografías la información acerca de la vida privada u otras circunstancias personales sino de presentar este tipo de datos de manera pertinente, para ayudar a trazar un perfil más acabado de la investigadora en cuestión: "recuperar esta información permite contextualizar mejor cómo se construyen los paradigmas o qué fuerzas externas deciden las modas […]" (p. 302). De modo que, "en previsión de que estemos perdiendo información, lo privado debe ser revisitado a través
de algunos casos singularmente representativos" (p. 296), como los de María Goyri (la "compañera-colaboradora" de R. Menéndez Pidal), Carol Schatz (la "compañera-rival" de N. Chomsky), Shirley Orlinoff (la "compañera-influencia" de Ch. Hockett), cuya obra no ha sido valorada en su justa medida por su condición de "señoras de"; o el caso de María Moliner, la eminente lexicógrafa que, en su tiempo, se vio perjudicada por no haber tenido "mentores ni tutelas" en este oficio (p. 311).
Por otra parte, Moure sugiere sustituir algunas etiquetas descriptivas que los historiógrafos utilizamos habitualmente por otras más justas y, sobre todo, más acordes con la realidad; así, por ejemplo, advierte que "una lingüística con perspectiva de género preferirá sustituir la hipótesis de Sapir-Whorf por la hipótesis del relativismo lingüístico o la hipótesis de la escuela boasiana" (p. 292). Un cambio que se justifica porque la citada teoría no fue debida solo a la labor de dos intelectuales —por muy clarividentes que fueran— sino que su construcción fue también posible por la confluencia productiva de diversos factores; entre ellos: el magisterio de Franz Boas, la existencia de un equipo de investigadores de ambos sexos que documentaron y analizaron numerosas lenguas y culturas aborígenes de Norteamérica, o el auxilio prestado en ese momento histórico por una vigorosa ciencia antropológica. Teresa Moure anima, pues, con buen criterio a poner el foco narrativo en la comunidad que está siempre detrás de cualquier logro científico, más que en las grandes figuras del canon historiográfico, ya que estas nunca realizan sus progresos de manera aislada:
Avanzamos lenta y penosamente, pero en colectivo. Por eso es tan importante que las biografías se humanicen, que apaguen los egos excesivos, que se vuelquen sobre el grupo. Por eso es tan importante no construir divinidades que después nos defrauden (p. 294).
La obra concluye con algunas propuestas de líneas de investigación que, a juicio de la autora, merecerían un enfoque de género: el tema de las lenguas internacionales o los lenguajes formales. Este cierre desvela el fondo didáctico que hay en el libro. De hecho, una constante en sus páginas es la promoción del espíritu crítico, el estímulo a la reflexión, a cuestionar el relato de los hechos que se nos transmite. Es por lo que considero esta obra especialmente recomendable para las nuevas generaciones que están formándose en nuestras aulas universitarias, una recomendación que puede incluso hacerse extensiva a investigadores y docentes de otras ramas del conocimiento, dado el discurso sencillo y la amenidad con que el texto se presenta: "A medio camino entre la investigación y la divulgación, no exige para su lectura estar al tanto de la lingüística actual", apostilla la propia autora.
Lingüistas e historiógrafos de la lingüística son, sin embargo, quienes más provecho pueden sacar de la lectura de Lingüística se escribe con A. La práctica de las propuestas contenidas en este ensayo supondría dar espacio en nuestras investigaciones al pensamiento lateral, a esa intuición que se supone predomina en los procesos mentales de las mujeres. Es por lo que este libro llega como un soplo de aire fresco para influir en la concepción actual de la lingüística y su historiografía; y llega con propuestas no exentas de alcances epistemológicos, como la propia autora sospecha: "La hipótesis está abierta a que los sujetos marginales ocupados de ideas menores tengan sus propios procedimientos, sus propios idearios e incluso que vengan a desbaratar lo que entendemos por investigación y por lingüística" (p. 69). Es un libro que podríamos calificar de "performativo", por su discurso sumamente motivador, puesto que al ampliar el ángulo de visión, induce a permanecer alertas en nuestra labor historiográfica ante la transmisión rutinaria de lo canónico. Y ante posibles críticas al nuevo sistema, conviene aclarar, como hace la autora en varias partes del libro, que "la lingüística escrita con a […] no cuestiona la importancia de las figuras masculinas" (pp. 325-326) de la lingüística tradicional ni pone en cuestión a quienes se han centrado en otros temas o métodos, antes bien: "La perspectiva feminista en lingüística que presentamos está atenta […] a asuntos considerados no nucleares y los incorpora a la agenda de la investigación" (p. 326).
"En el siglo XXI no parece factible cultivar ninguna de las ciencias humanas sin atender a la cuestión del género" (p. 232). La frase es de Teresa Moure pero actualmente pocas personas dedicadas a la investigación se atreverían a contrariar esa idea. Este libro de lingüística ha sido escrito desde la perspectiva de género, y me aventuro a apuntar que la han guiado, al menos, dos poderosas razones: por una parte, el deseo de beneficiar el progreso de la ciencia: "Saber por qué las mujeres han estado excluidas del conocimiento forma parte del conocimiento", ha sentenciado la socióloga Ana de Miguel; por otra, una simple cuestión de ética y de justicia:
Escribir las disciplinas con a, también la lingüística, es un proceso de justicia restaurativa, y, sobre todo, alimenta la sensibilidad hacia lo que se ha quedado fuera de foco; implica una traslación hacia la periferia, abandonando centros que tal vez solo hayan sido colocados en esa posición privilegiada por quien hacía la fotografía (p. 338).
Libros como el aquí reseñado pueden llegar a dar la vuelta al paradigma de visión reducida en el que la interpretación de la historia lleva instalada desde hace siglos, un paradigma donde "el binomio historiografía versus mujeres guarda pésimas relaciones" (p. 316).
Referencias bibliográficas
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Butler, Judith. 1997. Excitable Speech. A politics of the Performative. New York: Routledge. En español: Lenguaje, poder e identidad. Trad. de Javier Sáez y Beatriz Preciado. Madrid: Síntesis, 2004.
Butler, Judith. 2004. Undoing Gender. London/New York: Routledge.
Calero Vaquera, María Luisa & Subirats Rüggeberg, Carlos. 2015. "La 'vía negativa' de la historiografía lingüística: censuras, exclusiones y silencios en la tradición hispánica". En: Estudios de Lingüística del Español (ELiEs) 36, 3-24.
Cameron, Deborah. 1995. Verbal Hygiene. London: Routledge.
Falk, Julia. 1999. Women, Languages amd Linguistics: Three American Stories from the First Half of the Twentieth Century. London: Routledge.
Galán Rodríguez, Carmen. 2014. "Lenguas, mujeres y otras cosas peligrosas. La Lingua Ignota de Hildegard von Bingen". En: Calero, M.ª Luisa et al. (eds.), Métodos y resultados actuales en historiografía de la lingüística, vol. 1. Münster: Nodus, 214-234.
Galán Rodríguez, Carmen. 2018. Glosolalias femeninas e invención de lenguas. Córdoba: UCO Press.
Koerner, E. F. K. 1986. "Aux sources de la sociolinguistique". En: Linguisticae Investigationes 10.12, 381-401.
Schiebinger, Londa. 2004. ¿Tiene sexo la mente? Trad. de María Cóndor. Madrid: Cátedra. [Ed. original: Mind Has No Sex? Harvard University Press, 1991].
Swiggers, Pierre. 2004. "Modelos, métodos y problemas en la historiografía de la lingüística". En: Corrales, Cristóbal et al. (eds.), Nuevas aportaciones a la historiografía lingüística, vol. I. Madrid: Arco/Libros, 113-146.
María Luisa Calero Vaquera
Departamento de Ciencias del Lenguaje
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Córdoba
Plaza del Cardenal Salazar, s/n
14071 Córdoba
Correo electrónico: [email protected]
ISBN: 978-84-1352-166-4
"Una hipótesis construida sobre la sospecha" es el título de la primera parte del libro aquí reseñado. La "sospecha" que desencadena la redacción de este ensayo tiene su origen en la toma de conciencia por parte de la autora, Teresa Moure, de que "la historiografía [la lingüística entre ellas], en tanto que historia de los campos de conocimiento, tiende a ser parcial y elitista" (p. 14). Sin duda, esa visión sesgada de quienes interpretan el pasado puede reconocerse también en la estructura patriarcal de cualquier disciplina científica o técnica (Londa Schiebinger
dixit, 1991), no solo en las de carácter historiográfico; de ahí el nacimiento y desarrollo en las últimas décadas de los estudios que, conocidos bajo la etiqueta común de Ciencia, tecnología y género, tratan de corregir esas tendencias limitadoras. Dadas las circunstancias, y para el caso que aquí nos interesa, es decir, para aquellas áreas que se ocupan del pasado, recomienda con buen juicio la profesora de la Universidad de Santiago adoptar "la cautela como principio metodológico" (p. 44) y, en consecuencia, propone en su nuevo libro vías alternativas para abordar la historia de la disciplina, prestando atención "a las ideas marginales, a las cultivadas en el anonimato, a las líneas de fuga" (p. 318).
A esta declaración de principios, que los especialistas deberíamos tener muy en cuenta, Teresa Moure añade una información no menos oportuna que ayuda a calibrar la novedad que en el terreno de la historiografía lingüística implican sus propuestas; así, al precisar el objetivo del libro afirma que "no es tanto hacer una crónica de lingüistas olvidadas como reflexionar sobre las causas de la discriminación en un campo con muchas cultivadoras" (p. 20). Es decir, no se trata aquí de "asumir un canon intocable", escrito en masculino, al que simplemente se le añadiría un "apéndice de mujeres" rescatadas del olvido, sino de ir más allá, en busca de las causas de la exclusión o de la minusvaloración del trabajo de las mujeres. Es esta la idea vertebradora del libro, que aparece reiterada a lo largo de sus páginas, a veces con imágenes tan conseguidas como esta: "no se trata solo de adicionar mujeres al cóctel, sino de agitarlo" (p. 290). Con los resultados de este nuevo procedimiento, la autora tratará de "demostrar que al haberlas difuminado [a las mujeres], se estaba prescindiendo de determinadas hipótesis, procedimientos o temáticas y, en consecuencia, la perspectiva era más limitada" (pp. 284-285).
La hipótesis de la que parte Teresa Moure viene planteada por ella misma como una muestra de "género y posicionamientos subalternos en las ideas lingüísticas" (p. 21), un planteamiento que
exige revisar la historia de la disciplina ordenando las nociones, las mentalidades, las influencias, los factores humanos y sociales que debieron de entrelazarse para explicar la consideración marginal de ciertos sujetos y de determinadas temáticas (p. 21).
Esta "lingüística con perspectiva de género", que da título al capítulo 1, trata de distanciarse del modo de hacer lingüística que hasta ahora ha prevalecido y que —observa la autora— ha derivado en una lingüística masculinizada, eurocéntrica y propensa a privilegiar las abstracciones antes que la humildad de los datos. Es, en efecto, la lingüística que, durante generaciones y sin que saltasen las alarmas, se nos ha transmitido y —también hay que reconocerlo— hemos transmitido en las aulas universitarias. La otra forma que aquí se propone de hacer y enseñar lingüística (y, de paso, historiografía lingüística) persigue, entre otras cosas, averiguar "si las mujeres, sujetos poco focales, y los temas periféricos guardan alguna relación" (p. 21). La respuesta, la esperable, no tarda en llegar y, puesto que los trabajos de las mujeres fueron relegados "a asuntos no nucleares, sus logros no serían 'verdadera' lingüística; sus procedimientos no completamente 'científicos'" (p. 65):
A veces ellas no estaban en el lugar oportuno porque habían sido desplazadas, pero otras veces sí estaban y, sin embargo, sus contribuciones fueron igualmente desconsideradas, juzgadas como irrelevantes (p. 324-325).
Con el fin de remediar esas ausencias, tal como se explica en el capítulo 2 ("¿Una ausencia absoluta?"), esta lingüística alternativa propugna sustituir el "enfoque cronológico tradicional por otro fundamentado en las ideas sobre el lenguaje"
(p. 44), perspectiva que permitiría aflorar una serie de oficios lingüísticos (o subdisciplinas lingüísticas) en los que las mujeres han desempeñado tradicionalmente un destacado papel y que, en última instancia, constituiría la "lingüística con a" a la que se refiere la profesora Moure en el título del libro. Pero, ante todo, la lingüística con perspectiva de género tratará de
determinar qué estilo de ideas o qué procedimientos metodológicos se primaron, de manera que la crítica se vuelva sobre el objeto de estudio y sirva para revisarlo, para reformularlo y, llegado el caso, para desestabilizarlo (p. 22).
La apuesta de la autora es atrevida porque afecta —o podría afectar— a los mismos cimientos de la historiografía lingüística, tal como hoy la concebimos. Pero el reto merece la pena, si lo que se pretende es llegar a un relato lo más ajustado posible a los hechos descritos. Por otra parte, como nueva instrucción en la hoja de ruta, sugiere Moure que "una correcta panorámica de cualquier disciplina podría asomarse, aunque fuera de manera complementaria, a la historia cotidiana" (p. 14), cuyo conocimiento nos desvelaría los entresijos y los condicionantes de la historia oficial: "Los factores históricos y biográficos explican muchos vericuetos del progreso de las ideas y, en este sentido, exigen una atención minuciosa" (p. 308).
Un procedimiento similar había sido sugerido ya por Pierre Swiggers al plantear la que denominó "vía negativa" como uno de los posibles métodos de la historiografía lingüística:
[...] el historiógrafo de la lingüística no solamente tiene que investigar y estudiar, a través de textos descriptivos y teóricos, "ideas" lingüísticas en su contexto social, cultural y político-económico, sino que el historiógrafo tiene que reflexionar también sobre el (posible) condicionamiento de estas ideas, y tiene que rastrear problemas que se desbordan del cuadro de investigación directo [...] (Swiggers 2004: 115).
Como se acaba de decir, y por las razones metodológicas ya referidas, este libro da prioridad a la ordenación de los diferentes temas lingüísticos ("ideas sobre el lenguaje") antes que al enfoque estrictamente cronológico. De ahí que sus contenidos se presenten divididos en partes y capítulos con aparente distancia temática. La propia autora justifica razonablemente tal estructura:
[…] la lingüística escrita con a está tan fragmentada como lo estaría cualquier aproximación a las ideas lingüísticas que no pretendiese ser puramente cronológica, pero revela, una y otra vez, la existencia de ambientes, círculos o figuras particularmente atractivas que construyeron críticas potentes, de las que con frecuencia sabemos poco (p. 325).
Entre esos "oficios lingüísticos con protagonismo femenino" se encuentra la criptografía (capítulo 3), el campo de estudio que trata de la comunicación cifrada y al que se aplicaron miles de mujeres (las llamadas code girls) durante la Segunda Guerra Mundial, contratadas por los ejércitos aliados gracias a sus conocimientos lingüísticos y matemáticos, un capítulo que raramente es recogido en los manuales de historia de la lingüística al uso.
En la Segunda parte, titulada "Tradiciones de género en los márgenes: la lingüística feminista", se tratan otros desempeños lingüísticos en los que las mujeres han ocupado un lugar destacado. Así, la traducción, "el más invisible de los oficios lingüísticos" (capítulo 4), en un doble sentido: por la invisibilidad de quien traduce —una invisibilidad a la que ha contribuido gramaticalmente el masculino genérico, como denuncia Teresa Moure, p. 82— y por su consideración marginal como disciplina en la historiografía lingüística. Hay en estas páginas una firme reivindicación de la traducción (de la teoría de la traducción) como estudio con un
dominio propio en el campo de la lingüística, concretamente en su perspectiva aplicada. Y hay también una justa reivindicación de un espacio en los manuales especializados para la traducción feminista, aquella que concibe el ejercicio de traducir como una actividad política (p. 94) y, en consecuencia, trata de intervenir ideológicamente en los textos que traduce, cambiando, por ejemplo, las expresiones sexistas por otras más igualitarias (como practicaron las traductoras quebequesas de principios de los ochenta, p. 93). La denuncia de Moure apunta, una vez más, a la raíz del problema: "[…] ni las traductoras feministas ni las teóricas de la traducción feminista se han hecho un hueco en los manuales que revisan la historia de las ideas lingüísticas: su exclusión también es ideología" (p. 110).
La primatología (abordada en el capítulo 5) es otro de los campos científicos que han sido tradicionalmente cultivados por mujeres. Defiende la profesora Moure que las primeras primatólogas, las que ejercieron a partir de los años sesenta del pasado siglo, al introducir "comportamientos empáticos en su convivencia con los primates […] van a modificar el campo de la primatología y a hacer historia" (p. 114). Jane Goodall, Dian Fossey y Biruté Galdikas son rememoradas aquí como reconocidas especialistas en el estudio de la comunicación humana con los primates y, por tanto, como figuras referentes en la ciencia zoosemiótica. También por la misma época, los intentos de enseñar a chimpancés en cautividad el lenguaje humano (en su forma oral o a través de signos gestuales) contaron con la intervención de psicólogas como Catherine Hayes o Beatrice Gardner y, más recientemente, Sue Savage-Rumbaugh con sus investigaciones sobre la comunicación con los bonobos. Los objetivos y las conclusiones de sus respectivos estudios apuntan a una proximidad entre los humanos y ciertas especies animales mucho mayor de la hasta entonces admitida. Que estos temas considerados periféricos por la lingüística canónica hayan llamado la atención de las investigadoras es una circunstancia calificada por Teresa Moure de "singularmente reveladora" (p. 134).
Entre las disciplinas de carácter híbrido, es la antropología una de las que cuentan con un más nutrido plantel de estudiosas desde su fundación, y a este ámbito se reserva el capítulo 6 del volumen. Se detallan aquí las nuevas técnicas de investigación que las antropólogas norteamericanas de las primeras décadas del siglo XX aportaron a la disciplina, especialmente herramientas de tipo cualitativo, como las historias de vida de los informantes o la implicación personal en los temas de trabajo, recursos que parecían contravenir las normas académicas establecidas pero que finalmente ensancharon el ángulo de visión en la especialidad. Sin embargo, no pocas de esas antropólogas quedaron a la sombra de sus mentores, entre ellos Franz Boas (llamado significativamente papá Franz por sus discípulas) y, en consecuencia, quedaron excluidas de los manuales de lingüística, como señala Teresa Moure:
[…] aunque todas estaban documentando la evidencia de que cada lengua es un sistema completo para ordenar el mundo, aunque muchas fueron las únicas especialistas en algunas lenguas exóticas y poco conocidas (p. 164).
Y, por supuesto, también ellas quedaron en los márgenes de la historia de la lingüística, como es el caso de Margaret Mead, quien abordó temas de innegable interés lingüístico, o el de Gladys Reichard, cuyos numerosos ensayos gramaticales acerca de algunas lenguas y culturas amerindias son claro ejemplo de una
"antropología específicamente lingüística" (p. 165). "Entretanto, en lingüística continúa hablándose de Boas, Sapir y Whorf como los únicos exponentes del relativismo cultural" (p. 175). Ambas autoras —nos recuerda Teresa Moure, siguiendo a Julia Falk (1999)— chocaron con los criterios metodológicos manejados por Edward Sapir, un conflicto que podría ser la razón de que los trabajos de Gladys Reichard no hayan sido suficientemente citados: "Las grandes mujeres suelen encontrar una piedra en su zapato a partir de relaciones personales, aspecto que no parece darse entre ellos" (p. 174). Pero Mead y Reichard no son las únicas: aquí aparecen citadas media centena de antropólogas y, pese a ello, "ninguna aparece en un manual sobre la historia de la lingüística" (p. 191). En definitiva, Moure ve reducida la función de todas estas antropólogas a ejercer como "recolectoras de datos", lo que "indica que todavía eran vistas como auxiliares, como secretarias, como personal secundario. Y, en una sociedad jerárquica, el personal secundario no pasa a la historia" (p. 190).
No podía faltar en esta obra un espacio dedicado a la sociolingüística practicada con perspectiva de género (capítulo 7). Como nos recuerda la autora, citando a E. F. K. Koerner (1986), el origen de la sociolingüística es deudor de movimientos sociales como el feminismo o el antirracismo, que crearon el caldo de cultivo necesario para la fundación de tal disciplina. Si a la iniciativa feminista debemos la lucha contra la aparente neutralidad de las lenguas, cuyo uso en ocasiones discrimina a las mujeres, hechos como este deben quedar recogidos en la historiografía: "Revisar la historia de las ideas lingüísticas implica tratar el asunto, siempre relegado en los manuales, de cómo el feminismo ha auspiciado una reforma de las lenguas" (Moure, p. 203). Lo mismo que debe quedar recogido en esa historia el planteamiento del llamado "feminismo radical", surgido en los años ochenta del siglo XX, como un nuevo capítulo del relativismo lingüístico por su concepción de la lengua como elemento responsable de la particular cosmovisión de sus hablantes (p. 213); una hipótesis que quedó plasmada en la literatura de ficción por aquellas autoras que, en ese marco, inventaron lenguas con perspectiva de género (así, el láadan, creado por Suzette Haden Elguin en su novela Native Tongue, 1984). En definitiva, la propuesta se concreta en que los manuales de historia de la lingüística incluyan con toda normalidad entre sus páginas la denominada "sociolingüística de género" —donde brillan nombres como los de Robin Lakoff, Jennifer Coates o Deborah Tannen—, que ha sido hasta ahora considerada "una moda, una concesión a la actualidad o una excentricidad semejante a un tratado sobre lingüística y jardinería orgánica" (p. 225).
El capítulo se complementa con la revisión aclaratoria de conceptos como los de "feminismo clásico" / "posfeminismo" y sus respectivos aportes al debate del discurso inclusivo. Estas páginas, a mi parecer, constituyen una fuente impagable de ideas y comentarios personales de la autora acerca del candente debate sobre "sexismo y lenguaje", una polémica que se originó en la "plaza pública" y que, tras sufrir la ridiculización por parte de sectores más conservadores, ha pasado finalmente al ámbito académico, un reducto que se resistía a aceptarlo como suyo. Moure manifiesta, por otra parte, su extrañeza ante el hecho de que "las sociolingüistas feministas no hayan convencido a más mujeres especialistas" (p. 232), lo que explica por diferentes motivos, entre ellos la resistencia de la propia lingüística a realizar cambios en sus propios programas o la minusvaloración que sufren las académicas que se aventuran a defender teóricamente o practicar la feminización del lenguaje (lo que ha podido llevar a algunas a desterrar sus investigaciones de género a una especie de "currículum oculto"). Y exige la autora, además, una dignificación necesaria de la labor de las sociolingüistas feministas, de aquellas que han trabajado en la disciplina adoptando la perspectiva de género: "[Ellas] no defienden la honra de las lenguas —eso de que están libres de toda sospecha de discriminación— sino que destapan fuentes de discriminación" (p. 238).
Por último, asistimos a la queja —más que justificada— de Teresa Moure por la exclusión de algunas cuestiones filosóficas de la historia de las ideas lingüísticas, con la consiguiente marginación de la labor de las mujeres que se ocuparon de aquellas. En este sentido, se recuerda (en el capítulo 8) el movimiento de
higiene verbal —la expresión es de Deborah Cameron 1995— surgido a finales del siglo XX con el fin de depurar el lenguaje y despojarlo de expresiones violentas o portadoras de cualquier carga ideológica denigrante para las personas; un movimiento que, por otra parte, "cuestiona la autoridad del código y de quien cree administrarlo" (p. 251), dado que desde la base social propone cambios en las lenguas y en su uso, en favor de la interculturalidad y del respeto al otro. Las teorías de Judith Butler (por ejemplo, 1993, 1997, 2004) son también traídas aquí como un ejemplo de las que han quedado fuera de los manuales de historia de la lingüística a pesar de la sugerente revisión que, en este caso, suponen de la teoría de los actos de habla, una teoría que la autora norteamericana complementa con la dimensión corporal como componente activo (no hay que olvidar, nos dice Butler, la "escandalosa relación entre lenguaje y cuerpo"), o con la apropiación y resignificación de las palabras como herramienta de defensa ante expresiones ofensivas (es el caso del propio término queer). Constitutivas de la Filosofía del lenguaje son también, según Moure, algunas cuestiones —como la defensa de las lenguas minorizadas o la denuncia del genocidio lingüístico— que se derivan de la práctica de la lingüística intercultural aparecida en las últimas décadas y a la que la perspectiva de género no solo no ha permanecido ajena sino que, en determinados casos, ha servido de punto de partida:
[…] en los últimos años la lingüística ha puesto en práctica el modelo filosófico intercultural en una intersección productiva con el género, de manera que la multiplicidad de las otredades ha venido a desestabilizar el antiguo sujeto centrado y fuerte y también ha dinamitado su autoridad (p. 276).
Si hasta aquí la profesora Moure se ha centrado en examinar el papel de las mujeres lingüistas en dominios considerados marginales respecto de la disciplina, en la Tercera parte ("Posibilidades de reescribir la historia") ofrece al especialista algunas pautas de comportamiento para una nueva forma de hacer historiografía lingüística, acorde con los requisitos básicos que demanda la perspectiva de género. Así, denuncia "algunos parámetros sexistas que se han aplicado en la lingüística reciente" (p. 288) como son "los comentarios que se encuentran sobre la vida personal de algunas mujeres", que suelen responder "a un trato diferente [al del lingüista varón]" (p. 291). En realidad, la autora no aboga por eliminar de raíz en las biografías la información acerca de la vida privada u otras circunstancias personales sino de presentar este tipo de datos de manera pertinente, para ayudar a trazar un perfil más acabado de la investigadora en cuestión: "recuperar esta información permite contextualizar mejor cómo se construyen los paradigmas o qué fuerzas externas deciden las modas […]" (p. 302). De modo que, "en previsión de que estemos perdiendo información, lo privado debe ser revisitado a través
de algunos casos singularmente representativos" (p. 296), como los de María Goyri (la "compañera-colaboradora" de R. Menéndez Pidal), Carol Schatz (la "compañera-rival" de N. Chomsky), Shirley Orlinoff (la "compañera-influencia" de Ch. Hockett), cuya obra no ha sido valorada en su justa medida por su condición de "señoras de"; o el caso de María Moliner, la eminente lexicógrafa que, en su tiempo, se vio perjudicada por no haber tenido "mentores ni tutelas" en este oficio (p. 311).
Por otra parte, Moure sugiere sustituir algunas etiquetas descriptivas que los historiógrafos utilizamos habitualmente por otras más justas y, sobre todo, más acordes con la realidad; así, por ejemplo, advierte que "una lingüística con perspectiva de género preferirá sustituir la hipótesis de Sapir-Whorf por la hipótesis del relativismo lingüístico o la hipótesis de la escuela boasiana" (p. 292). Un cambio que se justifica porque la citada teoría no fue debida solo a la labor de dos intelectuales —por muy clarividentes que fueran— sino que su construcción fue también posible por la confluencia productiva de diversos factores; entre ellos: el magisterio de Franz Boas, la existencia de un equipo de investigadores de ambos sexos que documentaron y analizaron numerosas lenguas y culturas aborígenes de Norteamérica, o el auxilio prestado en ese momento histórico por una vigorosa ciencia antropológica. Teresa Moure anima, pues, con buen criterio a poner el foco narrativo en la comunidad que está siempre detrás de cualquier logro científico, más que en las grandes figuras del canon historiográfico, ya que estas nunca realizan sus progresos de manera aislada:
Avanzamos lenta y penosamente, pero en colectivo. Por eso es tan importante que las biografías se humanicen, que apaguen los egos excesivos, que se vuelquen sobre el grupo. Por eso es tan importante no construir divinidades que después nos defrauden (p. 294).
La obra concluye con algunas propuestas de líneas de investigación que, a juicio de la autora, merecerían un enfoque de género: el tema de las lenguas internacionales o los lenguajes formales. Este cierre desvela el fondo didáctico que hay en el libro. De hecho, una constante en sus páginas es la promoción del espíritu crítico, el estímulo a la reflexión, a cuestionar el relato de los hechos que se nos transmite. Es por lo que considero esta obra especialmente recomendable para las nuevas generaciones que están formándose en nuestras aulas universitarias, una recomendación que puede incluso hacerse extensiva a investigadores y docentes de otras ramas del conocimiento, dado el discurso sencillo y la amenidad con que el texto se presenta: "A medio camino entre la investigación y la divulgación, no exige para su lectura estar al tanto de la lingüística actual", apostilla la propia autora.
Lingüistas e historiógrafos de la lingüística son, sin embargo, quienes más provecho pueden sacar de la lectura de Lingüística se escribe con A. La práctica de las propuestas contenidas en este ensayo supondría dar espacio en nuestras investigaciones al pensamiento lateral, a esa intuición que se supone predomina en los procesos mentales de las mujeres. Es por lo que este libro llega como un soplo de aire fresco para influir en la concepción actual de la lingüística y su historiografía; y llega con propuestas no exentas de alcances epistemológicos, como la propia autora sospecha: "La hipótesis está abierta a que los sujetos marginales ocupados de ideas menores tengan sus propios procedimientos, sus propios idearios e incluso que vengan a desbaratar lo que entendemos por investigación y por lingüística" (p. 69). Es un libro que podríamos calificar de "performativo", por su discurso sumamente motivador, puesto que al ampliar el ángulo de visión, induce a permanecer alertas en nuestra labor historiográfica ante la transmisión rutinaria de lo canónico. Y ante posibles críticas al nuevo sistema, conviene aclarar, como hace la autora en varias partes del libro, que "la lingüística escrita con a […] no cuestiona la importancia de las figuras masculinas" (pp. 325-326) de la lingüística tradicional ni pone en cuestión a quienes se han centrado en otros temas o métodos, antes bien: "La perspectiva feminista en lingüística que presentamos está atenta […] a asuntos considerados no nucleares y los incorpora a la agenda de la investigación" (p. 326).
"En el siglo XXI no parece factible cultivar ninguna de las ciencias humanas sin atender a la cuestión del género" (p. 232). La frase es de Teresa Moure pero actualmente pocas personas dedicadas a la investigación se atreverían a contrariar esa idea. Este libro de lingüística ha sido escrito desde la perspectiva de género, y me aventuro a apuntar que la han guiado, al menos, dos poderosas razones: por una parte, el deseo de beneficiar el progreso de la ciencia: "Saber por qué las mujeres han estado excluidas del conocimiento forma parte del conocimiento", ha sentenciado la socióloga Ana de Miguel; por otra, una simple cuestión de ética y de justicia:
Escribir las disciplinas con a, también la lingüística, es un proceso de justicia restaurativa, y, sobre todo, alimenta la sensibilidad hacia lo que se ha quedado fuera de foco; implica una traslación hacia la periferia, abandonando centros que tal vez solo hayan sido colocados en esa posición privilegiada por quien hacía la fotografía (p. 338).
Libros como el aquí reseñado pueden llegar a dar la vuelta al paradigma de visión reducida en el que la interpretación de la historia lleva instalada desde hace siglos, un paradigma donde "el binomio historiografía versus mujeres guarda pésimas relaciones" (p. 316).
Referencias bibliográficas
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María Luisa Calero Vaquera
Departamento de Ciencias del Lenguaje
Facultad de Filosofía y Letras
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