Manuel Rivas Zancarrón
Actitudes ante la lengua en el pensamiento gramatical del siglo XVIII. Algunas consideraciones metodológicas en el acceso al objeto de estudio*
1. Introducción
En un anuncio de la televisión chilena, emitido en estos años que corren, y en el que se invita a la compra de una marca de carne envasada, que queda siempre deliciosa en sus más variopintas formas de cocinarla, se pone de manifiesto una curiosa situación lingüística que, naturalmente, no es el objetivo del anunciante. La trama publicitaria muestra una madre de familia que busca cada día una excusa para preparar tan gustoso manjar, celebrado con gran fiesta por su marido y sus dos hijos, los cuales alaban siempre la idea de una cocinera que imagina ocasiones especiales —y, a veces, absurdas— para justificar la presencia del plato: una fiesta de cumpleaños; el amor, en general; la mascota de su casa, etcétera. El repertorio de ocasiones se agota y, en la última escena, vestida en traje de época —que no es la actual, ni se sabe muy bien cuál—, la señora saca un lustroso plato del horno, justificando su presencia ese día en nombre de la poesía. Desde el punto de vista comercial, el mensaje llega sin obstáculos al receptor: la calidad de la carne que se promociona es tan buena, que uno la comería todos los días, y da igual cómo esté preparada o celebrando qué cosa. Lingüísticamente, sin embargo, existe un aspecto que no debería desatenderse: el anuncio va dirigido a chilenos y en la variedad de ese país; y así discurre todo el tiempo, salvo en la última escena, en la que la madre, ataviada, presumiblemente, con un traje de la España de los Siglos de Oro, lanza al aire el motivo por el que cocina el plato ese día: «¡Por la poecía! ([poeθía]», exclama. Sí, así lo dice, con un ceceo inusitado para el chileno —aunque tal fenómeno pueda encontrarse también en este país— refiriéndose a una variante, la de España, cuya manifestación de prestigio descarta rotundamente la fricativa interdental sorda (/θ/) en ese contexto. Muy probablemente, el interlocutor chileno ha entendido el guiño del anunciante con la pronunciación ceceante de la palabra, pero también es posible que si el receptor hubiera sido de España, este no se hubiera dado por aludido. Y un dato más: la imitación no conseguida de un código ajeno a la variante autóctona tiene lugar en un contexto pretendidamente culto o poético, en donde parece relacionarse el español de España con el discurso literario o, más claramente, de la poesía. Siendo así, parece darse la paradoja de que el hablante de Chile percibe la variante peninsular por un rasgo fonético no manifiesto de manera general en su entorno (ceceo), que se relaciona, además, con un registro elevado del código lingüístico común, y que, sin embargo, no se corresponde con la variante a la que se alude, pues esta descarta tal pronunciación en esas voces ¾dentro de su norma prestigiada, claro está¾. De esta manera, si sentáramos a un chileno y a un español ante un televisor para que vieran el anuncio, el mensaje sería entendido por igual en ambas partes, pero el conjunto de actitudes que tiene el primero ante su sistema de comunicación es tan distinto al del segundo, que difícilmente podría entender este último los detalles completos de la construcción del mensaje: mientras el español solo entiende, el chileno comprende, además, con un colorido de actitudes que da sentido e idiosincrasia a su variante.
Con este ejemplo queremos dar entrada a la compleja problemática de las actitudes lingüísticas en el siglo XVIII, pues si hoy en día es el oído el que puede hacer intuir al investigador qué piensa el hablante respecto de su medio de comunicación —ya sea consciente o inconscientemente—, en aquellos periodos de nuestra historia donde la audición no se configura como instrumento para el análisis, tendrá que ser la vista la que fragüe el corolario de intuiciones, y no solo viendo e interpretando lo que se dijo, sino cómo se dijo. De cuantos más datos dispongamos sobre la situación comunicativa (conocimiento sobre el emisor y receptor, situación política, social, económica…), más cerca estaremos de poder opinar como lingüistas, los cuales, a fin de cuentas, dejan entrever igualmente una actitud hacia su medio de comunicación, del que valoran su uso en la sociedad y sus posibilidades de cambio en función de una serie de variables.
El ejemplo anterior nos servirá para poner los límites metodológicos al presente trabajo, que estará dedicado, precisamente, a la actitud ante su lengua de hablantes especiales: aquellos que se dedicaron al estudio del sistema de comunicación sobre el que opinan. Ofreceremos un panorama muy general sobre este conjunto de valoraciones en el siglo XVIII español, lo que nos llevará a trazar el universo de variables que contribuyeron a forjar su estado de opinión, así como sus posibles contradicciones, tanto conscientes como inconscientes. Bien es verdad que, como sostiene el constructivismo —disciplina epistemológica nacida de la neurobiología— aquellas representaciones mentales que puedan tener los seres humanos de la realidad no deben ser concebidas como un fiel reflejo de ella (cf. Maturana 1980, Varela 1981 o Roth 1996, 2003). La relación que los hablantes tienen con su lengua, lo que opinan sobre ella, no es en términos constructivistas real, sino fruto de conexiones con un universo mayor, en donde se entrecruzan diferencias entre lo hablado y escrito, o la configuración de un proceso político de identificación nacional. En este sentido, la construcción de la lengua castellana en la Edad Media es diferente al proceso constructivista que ha experimentado el español en los siglos XVIII y XIX; en él, la labor del gramático en estas transformaciones es igualmente distinta (cf. Zimmermann 2008).
2. Aproximaciones metodológicas hacia el estudio de las actitudes lingüísticas
Así como existen prejuicios sobre nuestro hablar, en donde el componente valorativo nos obliga —querámoslo o no— a modificar nuestra actitud afectiva y comportamental sobre nuestro instrumento de comunicación, también el lingüista, como persona de a pie, vive inmerso en un universo de prejuicios metodológicos que actúan sobre su modo de acceder al objeto de estudio. De esta manera, dependiendo de la escuela en la que fue educado, la necesidad de adaptarse a las exigencias de método de una determinada revista científica o, incluso, su propia concepción sobre el funcionamiento de las lenguas o la valoración de la suya propia, dan pie a la creación de una serie de estudios que, igualmente, vienen confeccionados bajo el yugo del prestigio metodológico de la corriente del momento. Los trabajos sobre actitudes lingüísticas no escapan tampoco a esta presión del entorno ideológico, por lo que sufren metaconceptualmente el mismo proceso de adoctrinamiento —tanto consciente o inconsciente—, como aquel que se observa en el objeto de estudio puesto en foco. En muchas ocasiones, a la manera de racionalizar determinadas hipótesis se le exige un modelo de justificación empírico que no tiene sentido por la propia naturaleza del objeto y que pretende calzarse como cama de Procusto en aras de una cientificidad, creemos, mal concebida[1]. En los últimos años, el objeto cultural ha venido siendo tratado con una infinidad de métodos procedentes de las ciencias de la naturaleza y cuya inclusión no se explica de otra manera sino por el halo de prestigio que gira en torno a estas últimas; es, por así decirlo, un ajuste inconsciente del método exigido por la presión del entorno, que acaba en un descalabro descriptivo. Estas paradojas actitudinales, en donde al investigador le engaña el subconsciente y le obliga a no hacer lo que predica están presentes en todas las posibles variables que pueden incluirse en un estudio sobre actitudes, desde las que presentan el menor grado de conciencia, hasta las que se podrían contemplar como las más objetivas. Los botones de muestra son numerosos, pero sírvanos el siguiente, extraído como actitud inconsciente en un nivel de abstracción alto, o sea, el de un gramático. En 1936, Félix Restrepo (1936, vii) publica una ortografía, en cuyo prólogo se revela una actitud ante el sistema gráfico del español, que esconde, posiblemente, algunos prejuicios:
La ortografía de la Academia Española no ha sido hecha para los americanos, sino para los españoles. En ella no se tiene en cuenta la confusión de la s por un lado y la c y z por otro. Ni tampoco la de la y con la ll, a pesar de que en gran parte de España, como en casi toda América, la ll tiene el sonido de la y.
Sin embargo, a pesar de esta actitud, ni las recomendaciones didácticas que incluye para la enseñanza de la ortografía, ni la edición del libro están acorde a su pensamiento, pues en ambos casos se revelan como presentes las recomendaciones de la Academia española. Es decir, no existe una actitud conativa ante esa lengua que habla y analiza.
Y cumpliendo con el precepto de aquel dominico medieval de que «quien no distingue, confunde», haremos una breve incursión en los antecedentes metodológicos de la disciplina a la que se adscribe el fenómeno que tratamos, con objeto de aclarar el entorno de variables que giran alrededor del investigador de este trabajo, así como el encuadre del objeto de estudio en el universo de accesos posibles.
2.1 Actitudes lingüísticas en sincronía
Desde que Rona, en 1974, presagiara con buenos augurios la introducción de la disciplina sociolingüística, después de estimar que los instrumentos que la convertían en ciencia podrían ni más ni menos que contribuir a desvelar los procesos de cambio en las lenguas, mucha tinta ha corrido en nombre de las bondades de un modo de acceso que permite la inclusión del yo, el tú, la situación comunicativa y el componente afectivo en el análisis, elementos que habían sido desterrados en la tradición de corte inmanentista anterior (cf. Carranza 1982). Ahora no solo interesa el funcionamiento interno de los sistemas, sino también la especial Weltanschauung que hace que se hable como se habla en un acto verbal concreto, o que se escriba como se escribe en un tipo de discurso particular, hechos estos que podrían contribuir a completar nuestro conocimiento sobre la competencia comunicativa general (cf. López Morales 1989).
A muchas ciencias, incluida la lingüística, con la que forman disciplinas guion, les ha interesado el acercamiento al concepto de «actitud», y, de estas, la psicología ha sido la más fructífera en el contacto. Así, para Appel y Muysken (1987) el componente actitudinal conformaría todas aquellas opiniones o valoraciones que los hablantes hacen sobre aspectos concretos de dialectos, lenguas o diasistemas. Y aquí valdría cualquier manifestación sobre la belleza o riqueza del sistema comunicativo, el futuro que este tiene como lengua de comunicación o la defensa que se haga —ya en favor de una norma, ya en contra de la estandarización— sobre una concreta variedad dialectal (cf. Fasold 1984). Esta flexibilidad conceptual que ha permitido poner foco sobre distintos puntos del análisis ha convertido la disciplina en una herramienta que vacila entre su uso conductista, es decir, cómo los hablantes reaccionan ante el uso lingüístico (Blanco de Margo 1991) —que sería el acercamiento más acertado en diacronía– y el mentalista, o el detenimiento de los hablantes en estados mentales internos (cf. Agheyisi/Fishman 1970), el cual, por su carácter predictivo, se prefiere como enfoque en los estudios sincrónicos. Posiblemente, la introducción de la psicología social como motor metodológico haya abierto las puertas a una lingüística más preocupada por el acto de habla y a todo aquello que pueda contribuir a una explicación más pormenorizada de lo que está implícito y no se explicita, o de lo que se explicita y no está implícito en el hablante. En palabras de Castillo Hernández (2006, 284):
Es un hecho que la psicología social, más que otras disciplinas, ha puesto mayor énfasis en el estudio de las actitudes con la finalidad de explicar el comportamiento de los individuos dentro de la sociedad. Los psicólogos sociales han tratado de entender cómo, en ciertos casos, lo que la gente sabe de manera «implícita» no coincide con lo que dice o expresa de manera «explícita». No siempre hay una relación entre lo que dice y lo que realmente hace y, por supuesto, esto puede entenderse como una clara contradicción. Si bien se trata de acciones que por lo común percibimos en distintas situaciones sociales, para el caso de las actitudes lingüísticas me parece pertinente considerar no solamente lo que la gente «sabe» o dice que «sabe», sino también es necesario identificar «quién» dice qué cosa, «cuándo» lo dice y «cómo» lo dice. Qué dice acerca de la lengua y cuál es su opinión acerca de sus funciones y usos sociales.
Las definiciones más habituales de actitud han conducido a un etiquetado de variables según se revele el componente cognitivo (percepción, creencias o estereotipos), afectivo (emociones y sentimientos hacia la lengua) o conativo (el nivel de actuación sobre el elemento en análisis). Y aunque para un estudio del sistema lingüístico el más interesante es el último de ellos, todos son necesarios para llegar a una descripción sociolingüística precisa (cf. Almeida/Vidal 1995), pues podría existir una manipulación del código debido a la entrada en escena de determinados sentimientos de los hablantes hacia él, como ya demostraron recientemente Darío Rojas y Tania Avilés (2014a y 2014b).
En el concepto de actitud lingüística, la distinción social desempeña un papel importante en tanto configurador de distancias entre diferentes grupos que se decantan por corregir su registro o variedad en función de cómo se valore lingüísticamente la forma de hablar del interlocutor (si es de prestigio o no), lo que conllevará la distinción de Giles/Clair (1979) sobre «valor inherente» y «valor impuesto». Téngase en cuenta que para este trabajo —dado que extraeremos opiniones de gramáticos españoles— la última distinción nos resultará especialmente productiva. Recordemos, además, que analizamos la actitud de hablantes especiales, de aquellos que conocen y escriben sobre gramática, que opinan según la ideología política y lingüística del momento y que, igualmente, son el foco de opiniones no solo de colegas de profesión sino de gente común que habla sobre su trabajo y cuya valoración experimenta cambios según las épocas. El común de los mortales solía opinar sobre el trabajo de la Academia, a la que valoraban positiva o negativamente, pero también podrían desarrollarse fobias y filias en torno a gramáticos independientes, contra cuya actitud lingüística reaccionaban, o incluso actitudes sobre el quehacer del gramático, como esta bien conocida de Juan Pablo Forner (1782, cap. IV) en su sátira dieciochesca contra tal profesión:
A estos tales gramáticos se les puede perdonar de buena gana qualquier migajilla de vanidad, si llegan por casualidad a tener alguna. Pero, ¡aquí está el busilis!: ¡Quántos gramáticos se encuentran que no llegan ni con cien leguas a la dignidad de éstos y que les sobrepujan en muchos millares en lo que toca a arrogancia y amor propio! Ello es cierto y muy cierto que todos debieran ser doctos lo más que pudiesen y poco o nada vanos, a imitación de aquéllos; porque, en realidad, de verdad, andarse todo un hombre fatigando perenemente en aberiguar si Pacubio se ha de escribir con v o con b, quando no importa maldita la cosa que el tal Pacubio haya o no vivido, claro es, que esto es querer los hombres ser niños toda su vida y hacer poquísimo caso del entendimiento que Dios nos dio, despreciándole en vagatelas ridículas bien poco dignas de que inspiren vanidad como no sea un mocoso mayorista.
Entiéndase aquí, pues, que esta variable, la de la actitud de un tipo de hablante como el que realiza estudios sobre la lengua, podría incluso ser más decisiva en el cambio lingüístico, con reacciones en contra o a favor, según cómo se les considerara en una época concreta, cómo reaccionaran ante otros trabajos gramaticales (ya de instituciones como la Academia, o de particulares), o cómo expusieran sus actitudes ante la lengua (de manera descriptiva, prescriptiva, purista, reformista…)[2].
2.2 Las actitudes en diacronía
2.2.1 Contexto metodológico
Desde que Labov (1972) en la década de los setenta iniciara una nueva tendencia metodológica destinada a explicar la interacción entre lengua y sociedad, en donde lo cuantitativo se conformó como el nuevo gurú descriptivo y en donde se desconsideraba cualquier estudio que no incluyera números, gráficas y desvíos, muchas letras —o muchos números— se han escrito, en los que parecía ensalzarse más la necesidad y efectividad del método que la esencia del objeto. Afortunadamente, el tratamiento diacrónico en la combinación lengua y sociedad —por la propia naturaleza del elemento que se analiza— se resiste más a la numerología, aunque actitudes hay para todo y siempre habrá gente, porque hay mucha, que crea que es el tratamiento más oportuno —o casi único—. En el tema que nos ocupa, no podremos, por razones obvias, partir de herramientas metodológicas como el matched-guise, o sea, la reacción de los oyentes ante grabaciones de voz (cf. W. Lambert 1960), ni es viable el uso de cuestionarios y técnicas directas (cf. Agheyisi/Fishman 1970), aunque sí son aprovechables muchos de los conceptos y conclusiones planteados por los grandes de la sociolingüística sincrónica, como las actitudes ante la variedad regional (cf. Ortega 1981 o Alvar 1986); las actitudes marcadas por la edad (cf. Silva-Corvalán 1984; Berk-Seligson 1984, o Dorta 1986), o el sexo (cf. Labov 1972; Calero 1990, o E. Biondi 1992). E, igualmente, un concepto de la sociolingüística actual que podría quizá explotarse en la histórica es el de «conciencia e inseguridad lingüística», es decir, un ente abstracto basado en aquellas diferencias que se plantean entre lo que el hablante cree correcto y lo que luego realmente emite en su discurso espontáneo (cf. Labov 1972 o López Morales 1979)[3] .
Lo cierto es que en el rastreo de las diferentes variables disponemos de textos escritos, por lo que la extracción de conclusiones deberá tener en cuenta la lengua de la distancia como única fuente[4]. Y por esta razón, ni siquiera aquí puede entrar la estadística, pues la escritura, el elemento más descontextualizado de la práctica oral, podría acabar anulando cualquier coeficiente, ya que este tipo de objetos ni son predictibles, ni se hacen sensibles a las reglas causales. Sí es necesario poner en contexto el periodo de estudio en el que se inscriben los autores tratados, con objeto de evaluar sus reacciones, así que ofreceremos en lo que sigue un panorama general de qué elementos pudieron influir en el siglo XVIII en torno a las actitudes lingüísticas de los gramáticos.
2.2.2 Contexto histórico
Con la creación de la Real Academia Española en 1713 se abre la posibilidad de institucionalizar el pensamiento gramatical e, incluso, de servirse de él políticamente. La autoridad de la lengua empezará a recaer sobre el que escribe bien, quien, a su vez, servirá de modelo para el buen hablar, por lo que la letra de molde pasará a ser principio y fin de la reflexión, en donde solo tendrá valor lingüístico lo que aparezca dignamente representado sobre el papel.
Se da como hecho que la imagen de la lengua española en América comenzó a entrar en crisis en el siglo XVIII, aunque con muestras de recuperación y fortalecimiento a lo largo del XIX. Muchos factores contribuyeron a este debilitamiento: la distancia de la metrópoli, la bicefalia de poder, la religión, el mercado, el nacimiento de nuevas capas sociales, etc., los cuales contribuyeron a la inestabilidad del español como instrumento de comunicación general (cf. Rivas Zancarrón 2011). Quizá fue el reinado de Carlos III el punto de inflexión en este proceso de cambios, pues fue este un rey que trabó su propia trama con objeto de salvar las contradicciones en las que podría caer su política, si no se le prestaba atención a la situación americana; entre otras cosas, porque en su mismo suelo estaba sufriendo el martirio —o la bendición, según se mire— de la poliglosia de su reino, hecho este que podría poner en peligro su estabilidad política (cf. García Martín 2011). Sin duda alguna, la religión se conformó como un arma de doble filo: por un lado, apaciguó los ánimos contra el español hablado en América, en tanto que los evangelizadores resaltaban las virtudes de servirse de las lenguas indígenas para transmitir las ideas cristianas. La situación de la península —con diferentes lenguas habladas en su territorio— constituía, asimismo, un espejo de la situación americana y un peligro político, pues las de este lado del Atlántico (en la perspectiva del que escribe este trabajo) veían aquí una excusa para defender su autonomía. No se hizo esperar la maniobra política que daría garra al español como lengua y fortalecería el poder del reino, la cual fue llevada a escena en el nombre de la religión y contra los religiosos: la Real Cédula de 1770 obligaba al uso exclusivo del español.
De otro lado, el afán ilustrado de este periodo puesto en análisis contagió a los criollos y se prolongó en el tiempo hasta conectar con las ideas del Romanticismo. El criollo se vio en la necesidad de reclamar posteriormente su independencia en lo lingüístico y avaló el uso de palabras autóctonas que olían a distancia y reafirmación, en donde se contemplaba el español tanto como vehículo de unión para luchar contra el mal que venía del otro lado del Atlántico, así como lengua que debía cargarse con las palabras que daban sentimiento a una nueva tierra. Esa mezcla, que disolvía elementos tan antagónicos como la lucha por la independencia y el mantenimiento de lo tradicional, fue brebaje de muchos intelectuales americanos, entre los que destaca, naturalmente, Andrés Bello (cf. Sánchez Méndez 2011). Y fue Argentina (o la Argentina) el territorio en donde la batalla contra el español de la metrópoli fue más beligerante y duradera, quizá porque, curiosamente, siempre estuvo más ligada a una Europa no española.
3. Actitudes ante la lengua en los gramáticos del siglo XVIII
Para comprender el lugar que ocupaba el español en la Ilustración, debemos partir del contexto histórico. Tras la Guerra de Sucesión (1701-1713), siguiendo el modelo de los países europeos, la lengua se convierte en un vehículo de cohesión nacional. Por ello, se multiplican las medidas oficiales que persiguen el fomento del castellano. La expulsión de la Compañía de Jesús en 1767 supone un hecho favorable para modificar los planes de estudio, pues tenían un dominio casi exclusivo del nivel educativo. La propuesta de reforma llevada a cabo por los escolapios entendía la enseñanza de la gramática latina escrita en lengua vulgar.
El concepto de actitud cobra una dimensión más enrevesada, si cabe, con las teorías constructivistas de la neurobiología (cf. Zimmermann 2008), pues las opiniones particulares de las que se nutre serían no tanto manifestaciones salidas de la boca de un individuo, sino productos de un complejo ente manipulador, del que no escapa tampoco el protagonista de este trabajo, el gramático. Una poderosa fuerza de índole esencialmente política podría estar construyendo el pensamiento lingüístico de un pueblo, que cree tener el control de sus opiniones y de cómo las expresa. Sin duda alguna, algo de razón hay, pero tampoco puede exagerarse al extremo, ya que un poco de culpa podrá achacársele al sistema lingüístico en la construcción de sus unidades y en el fomento de su cambio. Sobre todo, porque muchos de los trasiegos sustanciales de las lenguas son productos de la ignorancia de sus hablantes, que se mantienen al margen, también sin quererlo, de lo que le insufla el mundo exterior. Al lingüista le atrae la idea de creer que la variación se produce por factores externos, pero incluso estos no dejan de ser una construcción. De hecho, la lingüística moderna, en ese afán cientifista por representar los datos lo más fielmente posible, desaprovecha su gran oportunidad a la hora de observar cuánto de externo hay en una manifestación lingüística. Insiste, por ejemplo, continuamente, en evitar que las grabaciones de la oralidad se hagan espontáneamente, sin que el informante sepa que lo están registrando, para, de esa manera, sacar conclusiones certeras sobre el idiolecto, sociolecto o dialecto. Si esto es así, solo en determinadas situaciones comunicativas sale a la luz la fiera sociolingüística que uno lleva dentro: interacción con personas de otro registro, sarcasmo, lectura de un texto, imitación de variantes, etcétera. Y cada una de estas evidencias se manifiestan de manera distinta según el grado educacional de los interlocutores, de ahí que lo que en unos es respeto o consideración de una norma (los más cultivados), en otros es mofa y burla: por ejemplo, andaluces de bajo nivel de educación y procedentes de ámbitos ceceantes, se sirven del seseo no como forma de uso de un registro de prestigio, sino como imitación de personas pedantes (con una percepción y reproducción, además, errónea)[5]. En este sentido, es cierto que será en el gramático donde mayores posibilidades haya de que la ideología se manifieste de manera consciente, cuyo nivel de consciencia será directamente proporcional al grado de educación.[6] Con esto queremos decir que, también sobre los gramáticos y su forma de hablar, el común de los mortales tiene una opinión, por lo que sus consideraciones pueden verse afectadas por reacción en contra en el uso del código lingüístico, y, por supuesto, estas valoraciones varían de época en época. En el siglo XVIII, eran vistos como personas de naturaleza tendente a la complicación y no aptas para enseñar a hablar y escribir, como esta imagen que nos transmite Juan Pablo Forner (1782, cap. V) en su Historia chinesca:
Fallamos, según todo lo expuesto hasta aquí, que debemos declarar a los puros gramáticos por inútiles para la enseñanza de los nobles chinos con acuerdo del mandarín del capítulo III, dexándoles su derecho a salvo para que, si alguno quisiese valerse de ellos, llenen de frioleras y arrogancia el cerbelo de sus discipulos.
Por estos motivos, las actitudes de los gramáticos ante la lengua habrá que considerarlas en el contexto histórico, en el lugar y en el momento en que escriben, en la recepción que sus trabajos han experimentado y en su consideración de hablantes de un grado educacional elevado.
Y como la espontaneidad del investigador está constreñida también por normas, que obligan a poner etiquetas a un continuum acotado según los límites de la perspectiva considerada, trataremos de poner orden a los temas de este trabajo desde el prisma espacial, aunque bien cabría —e incluso sería necesario— el ordenamiento según otras guías de contenido. Ofreceremos una visión de conjunto de los gramáticos implicados, tras la consideración de aquellos escritos anteriores a los procesos independentistas, que se diferenciarán, naturalmente, de los que se difundieron con las segregaciones ya consumadas o los que se publicaron en aquella época más sosegada en lo ideológico, donde el torrente caudaloso del Romanticismo había derivado en manantial sereno (finales del siglo XIX), aunque esta comparación es harina de otro costal y tema de futuros trabajos.
3.1 Actitudes lingüísticas de los gramáticos en el siglo XVIII
La necesidad de conocimientos procedentes de diferentes ciencias y artes que arrastraba consigo el Siglo de las Luces originó múltiples debates sobre los neonatos léxicos, lo cual promovió el desarrollo de actitudes más o menos puristas ante la lengua. La creación de la Real Academia Española (1713) y la elaboración posterior del Diccionario de Autoridades (1726-1739), bajo los auspicios de esta institución, fue fuente de opiniones diversas —a favor o en contra— sobre los presupuestos gramaticales academicistas. La proliferación de la prensa escrita motivó la apertura de debates públicos, entablados por ciudadanos anónimos, en los que los gramáticos particulares parecían perder el pulso de las consideraciones populares, salvo que estas se hicieran bajo un anonimato experto, como las llevadas a cabo, por ejemplo, por Bartolomé José Gallardo o Gómez Hermosilla. En ese siglo, podía darse la paradoja de arremeter contra la lengua rebuscada del Barroco, a la vez que defender a capa y espada un lenguaje puro y castizo basado en autores de prestigio, o que la Institución académica barajara, por un lado, criterios emanados del uso común y, por otro, leyes fundamentadas en la costumbre más antigua. No es de extrañar, pues, que la ironía y el sarcasmo fueran los ingredientes de la crítica, tanto experta como popular, y que los gramáticos fueran, a veces, objeto de burla, como en el siguiente pasaje de Juan Pablo Forner (1769, cap. IV): «Es, pues, de saber, señor lector mío de mi alma, que ha producido nuestra España en nuestro siglo un gramático tan engramaticado que pudiera apostárselas al mismo Aristarco a rayar versos y estrujar autores». Esta fama que tenían los tratadistas gramaticales se la habían ganado a pulso, pues de tanto criticar el rebuscamiento que se llevaba a la lengua, ellos mismos caían en un lenguaje enrevesado y obtuso: «La Academia española hará bien en valerse del idioma turco para comprobar el que se habla en Carabanchel» (op. cit., cap. IV).
Y los propios gramáticos eran conscientes de su escasa popularidad, pues elaboraban sus escritos con la misma altisonancia y pedantería con las que atizaba el uso corriente y poético. Esta idea rondaba, por ejemplo, en autores como Gómez Gayoso (1769, viii), que, en el prólogo de su obra, se quejaba de lo siguiente:
Mas aunque hay muchos, que por ignorancia, ò falta de reflexîon, menosprecian à los Gramáticos, teniéndolos por indignos de todo honór, reputando su trabájo por fútil, y su ocupacion en menudencias de letras, sylabas, y dicciones por cosa mas propia de muchachos, que de hombres; acaso por no habér leído las repetidas alabanzas, que en todos tiempos tributaron à estos Professores los hombres mas eminentes en Artes, y Ciencias...
La reflexión lingüística en el siglo XVIII se dejó contagiar por el virus intelectual de una época, en la que las nuevas cosas arrastraban consigo nuevos nombres; en la que la voz nación se pronunciaba con chovinismo vehemente; en la que la Ilustración dio paso a una literatura más preocupada por el aprender que por el deleite, o en la que lo escrito, gracias al surgimiento de la prensa, extendía sus tentáculos a un paisaje mayor y con una celeridad hasta entonces inusitada.
Los gramáticos de este periodo bendecirán el matrimonio de lengua y nación, igual que en periodos posteriores, aunque por distintas razones. Gómez Gayoso (1769, 2) habla de esta relación en el siguiente pasaje:
Lengua es el conjunto de palabras con que cada Nacion explica sus conceptos. La nuestra se llama Española, porque es general à todas las Provincias de España. Tambien se llama Castellana, por hablarse con mas propiedad en Castilla, que en las demás Provincias.
Este parangón entre el pueblo y el instrumento de hablar se hace más evidente en la gramática de Benito de San Pedro (1769, vii), en cuyo prólogo se lee:
Las lenguas an seguido la condicion de los Pueblos, que las an hablado. Una lengua es tanto mas excelente en riqueza de palabras, variedad i artificio de colocarlas, i en ingeniosas i agradables phrases o maneras de hablar, cuanto a sido la Nacion que la a cultivado mayor en grandeza de animo, fuerza de ingenio, elegancia de costumbres, i extension de imperio. I aunque nuestros Padres se gloriaron mas de ilustrar la Patria con hazañas que con escritos, estimando mejor obrar como Heroes, que hablar como Elocuentes, sin embargo puede con razon decirse, que no fueron aun en este genero inferiores a los Pueblos mas esclarecidos de Europa.
El mismo tono encontramos también en otros pasajes del mismo autor (op. cit., vii-viii):
No a avido jamàs Imperio mas grande i dilatado que el Español en el Siglo decimosexto, i este mismo es el de la grandeza i perfeccion de nuestra lengua. De aqui nace la dificultad de sugetarla a reglas, i de manejarla con la luz que corresponde, para instruir en ella a los que estudian.
[…] Sus maneras propias, i aquel aire de hermosura i gravedad que forman como su caracter, porque nace del genio original de la Nacion: todo aumenta la dificultad de conocer el valor de las voces i la variedad de su construccion o encadenamiento para formar la Oracion. I aun cuando despues de muchas observaciones se quisiessen formar reglas, seria su muchedumbre embarazosa. El Arte consiste en enderzar el hombre acia el fin haciendole el camino mas breve i mas llano.
Este mismo criterio que identifica las grandezas de un pueblo con las excelencias de su lengua será usado muchas veces como un arma de doble filo en los gramáticos de las colonias independizadas, pues achacarán la corrupción del idioma a la decadencia de una nación —como en Bello o Sarmiento—, en donde el sentimiento purista no será ahora el filtro de lo ajeno, sino el cuidado por un instrumento deteriorado que provenía de una metrópoli decadente. De resultas, la lengua se convierte en el reflejo de la patria, de manera que la salud de una y otra vendrá tan unida como las dos caras de una moneda, por lo que contribuir a su enseñanza supondría formar en patriotismo:
Pero no solo a èstos que frecuentan las Escuelas de Latinidad se dirige esta Gramatica, pues deseo con ansia que todo buen Español sepa su lengua por principios i por razon en tiempo, en que cada Nacion de la Europa dicta la suya propria por ellos; i se sabe lo mucho que importa al Estado formar sus Ciudadanos en el Patriotismo, i que este es uno de los medios poderosos. [...] Quièn ai que no se vea en la precision de escrivir una Carta? De presentar un discurso un razonamiento ajustado? Toda persona bien nacida de uno i otro sexo, que desea ser util, i tener alguna reputacion de buena crianza, deve saber el Arte de su lengua. (Benito de San Pedro, op. cit., xviii, xix)
Una lengua concebida como desaliñada es, pues, víctima del desaliño de un pueblo, como el que observa Benito de San Pedro (op. cit., 7) en el descuido de los godos —pueblo bárbaro— en torno a la lengua latina:
Con esto [razones políticas por la entrada de los godos] los vencidos lisongeados a los vencedores descuidaron mucho el asseo del Latin, i se acomodaron en gran parte a las maneras desaliñadas de sus Soberanos, i empezò a viciarse prodigiosamente entre Italianos, Franceses, i Españoles.
[…] Se conoce llanamente de todo lo dicho, que el habla vulgar de España en tiempo de los Godos era un Romano-barbaro, o Latino-Godo tanto mas desfigurado, cuanto mas se arraigò el Imperio de los Godos, i se fueron acomodando los Españoles a sus maneras i costumbres.
El mal hacer de estos pueblos bárbaros acabó por transformar el latín en una lengua distinta: «Ya avemos dicho como los Godos contribuyeron por el genio de su lengua, i su barbarie a la fabrica de esta nuestra nueva Gramatica» (Benito de San Pedro op. cit., 31). El contacto lingüístico parecía transformar la lengua madre en otra diferente, pues, según opinaba este mismo autor (op. cit., 33), el genio del sistema comunicativo invasor contribuyó al desarrollo de nuevos elementos ajenos al de aquel hablado en tierras conquistadas:
Aumentòse otro si el numero de estas maneras de hablar por el continuo trato con los Moros i Moros doctos, pues por estos tiempos acia los años 1000. florecieron ellos en todas letras i cultura de su lengua. De aì vino la multiplicacion no necessaria de h, x, z, de que abunda mucho el Arabe: de aì la pronunciacion fuerte de la c, g, j, z en l que se violenta mucho la garganta.
Y en este descuido, la política lingüística de los gobernantes podría verse como detonante para el declive o auge de la lengua:
La conquista de Toledo hecha el año de 1085. por Alonso VI. la estension de dominios en los Reinos de Aragon por Don Sancho, i Don Pedro en el mismo tiempo diò como un nuevo i levantado tono i alma a la afligida España, que tantos años avia estado como cadaverica. I en consecuencia a la lengua se le infundió aun desde la cuna tal espiritu, cual convenia a la que un dia avia de dejarse ver con toda la magnificencia, decoro, i magestad de Reina entre las demàs lenguas sus hermanas. (Benito de San Pedro op. cit, 36)
Por ello, el quehacer del rey se configura en Benito de San Pedro (op. cit., 51-83) como el termómetro que medía el estado en el que una lengua se encontraba. La intervención política se convierte aquí en factor determinante para regular la pureza y bienestar del sistema lingüístico, que, en el caso del español —según él (1769, 93)—, ha pasado por diferentes etapas: 1) Edad Media (un diamante en bruto, sin limar); 2) siglo XV (época de «mocedad»); 3) siglo XVI («edad varonil» o época de perfección); siglo XVII (decadencia), y 4) siglo XVIII (época de «establecimiento»), después de sufrir su gran caída en el reinado de Felipe V:
En el Reinado de Phelipe V. se conociò la grande caida de nuestro idioma, pero como era tan profunda, no fue facil el levantarlo. Se necesitavan fuerzas mui superiores, que le empezaron a aplicar, i desde los fines de su gloriosissimo Imperio se puede contar la Epoca del restablecimiento de las buenas letras, i de la lengua patria, que crece con toda felicidad acia su entera renovacion i lustre bajo el amparo de nuestro grande Monarca, verdadero Padre de sus Pueblos, i gran Restaurador de la antigua grandeza i honor de su Nacion. En primer lugar el establecimiento de una Academia en el Reinado de Phelipe V. que bajo la autoridad, i proteccion real tiene por objeto la restauracion de la lengua a su antigua pureza, i perfeccion mediante la aplicacion i zelo de sus sabios Individuos: Uno de los mas preciosos frutos de esta Assamblea es el Diccionario de la lengua en seis tomos impresso en Madrid año 1726. obra cuyo acierto, junto con el de una Gramatica correspondiente, es capaz de fijar la grandeza i propriedad i elegancia del idioma para siempre.
Se toma como modelo normativo el discurso escrito, pero no toda letra es válida, pues hay autores y épocas más florecientes, que no se distinguen precisamente por el buen decoro en tinta: se rechaza el Barroco y el rebuscamiento que este propone, y se establece como principio la claridad y la capacidad de transmitir conocimientos útiles. En Gómez Gayoso (op. cit., ix-xv) se da a entender esta dicotomía entre lo puro y la época que ha de imitarse:
De aqui era necessario el dar noticia de aquellos escritos, en que devemos egercitarnos para el verdadero conocimiento de la habla, i que devemos mirar como grandes modelos para perfeccionarnos en ella: observando al mismo tiempo la Epoca, a que pertenecen, para notar por ella las diferencias que corresponden.
[…] El hombre ilustrado por las reglas del Arte cogerà a manos llenas los frutos de la elegancia Castellana, tratando noche i dia las preciosisimas Obras de estos Escritores.
El ataque a la floritura acabará por desprestigiar no solo el estilo gongorino, sino también el quevediano, y en esta desafección por lo rebuscado se mueve el concepto de purismo del siglo XVIII, en donde el deseo de devolver a la lengua el estado en el que se encontraba en su etapa de florecimiento (s. XVI) obligaba a establecer una lucha entre el juego artificioso del Barroco y la perfección renacentista, en donde lo extraño, el neologismo, era más la falta de genio cristalizada en el rebuscamiento, que la introducción de nuevas palabras exigidas por las nuevas cosas y justificadas en nombre de la luz que arrojaban las nuevas ciencias:
En Don Luis de Gongora renaciò un Marcial, pero su extremada agudeza le hizo demasiado obscuro, i su excesiva graciosidad le diò ocasion de jugar de la lengua Castellana con tantos equivocos i donaires, que parece la ultrajò en su gravedad i decoro, de que ella tanto se precia: i con esto diò ocasion a otros de ingenio mui inferior al uso desmedido de juegos i graciosidades, de arte que finalmente nos la dejaron vana, i aun ridicula. Pecò tambien Quevedo, i aun acaso con mas excesso que Gongora, de igual ingenio, de vastissima erudicion, profundo estudio de lenguas, i gran conocedor del precio i excelencias de nuestro Romance, i de los vicios con que ya lo avian entonces inficionado aun aquellos que se gloriavan de mas cultos. (Benito de San Pedro 1769, 88-89)
No obstante, la actitud que los gramáticos tenían hacia lo nuevo en los siglos XVIII y XIX parece fundamentarse tan solo en lo que procedía del lenguaje escrito, que, a fin de cuentas, constituía un círculo vicioso: lo nuevo era lo que debía o no introducirse en el diccionario, y este último habría de nutrirse solo de lo que había sido escrito previamente, convertido por el uso en costumbre. Téngase en cuenta, que el neologismo es un fenómeno de apreciación lingüística y que, por tanto, solo cuando la lengua presenta un grado de desarrollo concreto (entendido aquí como evolución hacia un sistema escritural más perfeccionado), es cuando se tiene mayor conciencia de lo nuevo y de lo ajeno y, esencialmente, porque está guardado en papel. Este círculo vicioso que se movía entre lo más antiguo y lo reciente, obligó a autores como Feijoo a justificar la presencia de nuevas palabras no desde las lenguas romances en contacto, sino desde el latín, o como nos comenta José Jesús de Bustos Tovar (Fol. FL. F. 1928, 4):
Cuando la cuestión del neologismo culto se plantea de nuevo en el siglo XVIII se produce el entrecruzamiento de dos perspectivas diferentes: su uso como forma de oscurecimiento del lenguaje, prolongando «ad nauseam» la técnica barroca, y la necesidad de seguir utilizando el latín como fuente de enriquecimiento léxico. La realidad cultural y científica del XVIII imponía la creación de un nuevo vocabulario; por eso, cuando Feijoo desvía sus dardos de la sátira del estilo barroco, se convierte en un encendido defensor del neologismo, llegando a lanzar una velada acusación contra el Diccionario académico, que si ha depurado el léxico español, no ha logrado proveerlo de los nuevos términos necesarios.
Con esta situación, no es de extrañar que la evolución de las actitudes ante la lengua en los gramáticos del siglo XVIII estuviera en consonancia con la introducción progresiva de las ideas ilustradas y, por tanto, viniera causada por el cambio de orientación metodológica en el estudio de la lengua, la cual se movería desde el abandono del latín como modelo y sistema de partida y la mayor consideración de las lenguas nacionales. La degradación del romance castellano en el hablar y escribir comenzó a contemplarse a principios del siglo XVIII como un virus indeseable que podría contaminar la belleza de la lengua latina. No en vano, autores como Caro y Cejudo (1705, 3) reprochan el uso de locuciones empleadas fuera del decoro latino, por lo que se insta a los gramáticos a enseñar bien esta lengua y a mantenerla lejos del romance bárbaro hablado:
[…] he procurado con singular estudio corroborar con las mas autoridades que he podido: porque si faltàra el apoyo destas locuciones, pudiera qualquiera no admitirlas, dizeindo [sic], que no se avian sacado en los Autores Latinos, sino que yo los avia inventado, cosa que està prohibida à los Gramaticos; pues ninguno, aunque sea muy docto, y cursado en la Lengua Latina, tiene autoridad para introducir en ella nuevos modos de hablar, sino solamente para vsar de los que contienen los Autores Clasicos, imitandolos siempre en sus locuciones.
En definitiva, el uso corrompe la lengua madre, pues este se aleja del buen quehacer de los autores clásicos (Caro y Cejudo 1705, 3):
Con las quales locuciones barbaras, y otra muchas de que vsan, que no refiero por no ser muy molesto al Lector, tenidas por ellos [los confesores] y sus discipulos por muy elegantes, corrompen y destruyen la propiedad, y elegancia de la lengua Latina, por no aver Autor Clasico que aya usado de ellas, como ello usan para qualquiera Romance.
En esta primera fase, poco importa el cuidado del romance castellano, que ya lo dan por perdido respecto de su pureza, pues es el latín el que trata de salvarse de la villanía de su mal uso, que ha de estar regulado por el criterio de los buenos escritores (Virgilio, Terencio, Cicerón…), con el objeto de seguir manteniendo que esta lengua «es vna de las mas elegantes del mundo» (Caro y Cejudo 1705, 3). Posteriormente, la necesidad de transmitir conocimientos abre la veda a la introducción de términos de otros idiomas, pues estos expresan conceptos entonces inusitados, que, a su vez, eran vistos como esenciales para el acceso a las diferentes materias del saber. Es el momento de defender el español contra el abuso de extranjerismos, mejor recibidos si proceden del latín que del francés o el inglés. Estos hechos permiten crear una actitud de defensa casi bélica en torno al castellano, considerado ahora modelo de decoro frente a sus lenguas vecinas. Esta postura defensiva se deja traslucir en los prólogos de las gramáticas inglesas, francesas o árabes, pues justificaban su enseñanza en el hecho de que también eran lenguas dignas de ser ensalzadas por su belleza. Así, en el manual de Chantreau (1797, iii), se insta a aprender francés, porque no solo es universal en las Cortes, sino porque también «es parte de la buena educación de la juventud, del estudio de los literatos, y de la curiosidad de las demas gentes; siendo muy util para qualquiera carrera que se emprenda, y adorno y gala en los que no se dedicaron á ninguna». Eso sí —y este hecho habrá de ser tenido en cuenta en la proliferación de gramáticas sobre el español—, el cuidado de la lengua materna se privilegia al de las extranjeras, pues para conocer estas últimas es determinante saber muy bien cómo funciona la que se aprendió de pequeño que, en este caso, es el español, el cual debe estudiarse según los principios de la Gramática académica:
En efecto los que aprendan el francés por mi Gramática, conocerán bien presto la utilidad de este sistema de estudio, y notarán la falta que hace el no haber estudiado primeramente los principios de su lengua, quando vean que para suplir este defecto, he sacado todas las definiciones de los principios comunes á todas las lenguas, de la misma Gramática de la Real Academia Española; trabajo que fuera escusado si se practicase el sistema arriba citado; porque la unica tarea de una Gramática, escrita para la enseñanza de una segunda lengua, deberia ser el mero Analisis de las diferencias que se encontrasen en el idioma materno, y el que se tratáre de aprender; y no la enfadosa explicacion de los elementos comunes á todas las lenguas, muy molesta para las personas de cierta edad. (Chantreau 1797, iii-iv)
En un intento de introducir el francés en el ámbito de estudios, Chantreau (1797, iv-v) alaba el cuidado académico del español sobre su fijación gráfica, a la que considera atinada y simple, frente al caos de la ortografía francesa más anclada en la tradición y más desviada del habla real:
Estas dificultades [la grafía distinta a la pronunciación] provienen de que los franceses en el modo de escribir, han conservado siempre el uso primitivo de escribir las voces con atencion á su etimología, sin hacerse cargo de las innovaciones que introducia en el hablar una pronunciacion mas perfecta; la que, sin atender á la etimología, solo miraba á producir sonidos mas suaves. […] Muchos franceses han clamado en vano contra dicha irregularidad, (casi comun á todos los idiomas modernos, excepto el castellano) y han dado medios para remediarla; pero siempre ha prevalecido el uso ya introducido.
Y si la imagen del francés respecto del castellano era la de una lengua elegante y refinada[7], otra será la consideración de un sistema como el árabe, visto por la gente de a pie como rudo y bárbaro y, por tanto, más difícil de defender en su enseñanza y aprendizaje. Será necesario acudir a la impronta arábiga del español de otros tiempos para justificar la necesidad de su cultivo y el estudio de un sistema este al que hay que quitar el sambenito de su rudeza y barbarie, como se deja sentir en el prólogo de la gramática árabe de Francisco Cañes (1775, 3):
Presento pues al público esta gramática arabe, deseoso de contribuír por mi parte, á que se pueda aprender con facilidad una lengua no ruda, bárbara, é inutil, y que algunos por ignorancia desprecian; sino elegante, erudita, y utilisima, como los hombres doctos reconocen: á vista de lo mucho que se escribe en ella, y de las numerosas naciones, que la hablan en Asia, Africa, y parte de Europa. […] Es pues necesaria la lengua arabe, no solo para la inteligencia de tantos códices y escrituras; sino tambien para pronunciar con perfeccion la lengua ebréa, y entender la Sagrada Biblia en sus frases.
Sin embargo, esta suerte de captatio benevolentiae usada por gramáticos respondía esencialmente a los deseos económicos de vender ejemplares de sus obras, en las que se comparaba la lengua en venta con la materna, a la que colmaban de elogios[8]. De otro lado, el destino de la transmisión gramatical al pueblo dependía del tipo de tratados que se publicaban: los teóricos e individuales, conformados por gramáticos bien conocidos, y los más prácticos, que venían a aclarar las reglas de funcionamiento gramatical con una terminología más dulce. Estos últimos, como el de Balbuena y Pérez (1791) ablandaban los duros conceptos teóricos con la excusa del público al que iba destinado su lectura: maestros y, consecuentemente, niños. Aquí, la enseñanza de la ortografía, que debía inculcarse con castigos de repetición, escondía el principio de la pronunciación como promotor de actitudes ante el castellano, pues la escritura debía reflejar una modalidad lingüística que atendiese al buen hablar. El concepto de norma que se traslucía en estas gramáticas escolares presuponía un dardo envenenado contra aquellas variantes que no pronunciaban como debía escribirse. Y este «deber escribir» fomentaba un círculo vicioso, en donde la norma no era otra que la de Castilla, que debía regir el principio ortográfico de pronunciación, por lo que variantes como el andaluz quedaban estigmatizadas, como leemos en Rodríguez de Aumente (1770, 6-7), quien, además de insinuar constantemente que la autoridad política debería actuar con castigos a quienes no escribiesen con buena ortografía, se permitía calificar la modalidad andaluza como «tierna» (en sentido peyorativo)
Y asimismo como a de mover los labios con modestia, y conpostura esterior, no permitiendoles que tuerzan la boca, ò la cabeza: que arqueen las cejas: que encojan los onbros: que saquen la lengua: ni que se frunzan los labios &c. porque si se les deja ir con estos vicios, tarde, ò nunca los dejan. Este cuydado es muy importante, y mucho mas en lo mas de las Andalucìas (que por lo general) son tiernos de lengua, pues oìmos en las voces, la mala pronunciacion: lo qual nace de un descuydado principio, el qual llegò à echar raìces, yzose abito, y no es facil el remedio; porque la enfermedad tiene mas facil curacion á los principios. Porque si al que pronuncia blandamente Sielo, le corrigieran la S, y en su lugar le ycieran, que pusiera la C. una, y muchas veces, pronunciaria con aspereza Cielo. Y al que pronunciàra con aspereza: Cevilla, le corrigieran la C. y le ycieran poner la S, pronunciaria con suavidad bien Sevilla. Y al que pronunciàra con suavidad Saragosa, le corrigieran aciendole poner en lugar de la S, la Z, pronunciaria con aspereza Zaragoza. Esto se consigue con el egercicio de la santa paciencia, y el cuydado de los Maestros.
Y este hablar y escribir con corrección no solo afectaba a lo fonético, sino que tocaba el léxico, cuyo caudal debía alejarse de «superfluídades, padrastos, y bastardos escusados», pues estos latinajos nadie los entendía (solo los latinistas) y no hacían más que «oscurecer la noble, y clarisima Lengua Castellana» (op. cit., 13), pues de tanto servirse de letras que no se corresponden con el alma del castellano y, por tanto, inservibles, echaban a perder la hermosura de la lengua madre[9]. La crítica escondida en estas palabras se dirige implícitamente hacia el andaluz, del que luego advierte explícitamente: «Ay muchos, que esta letra [la s] (como son en muchas partes de Andalucìa) no la usan en el lugar que la corresponde, y en su lugar usan la C, diciendo: Ceñor, Cevilla, y en lugar de la C, usan de la S, como es decìr: Sentinela, Saragosa, Sarsuèla, Siruèla, y otros disparates à este tenor, por falta de la correccion de los Maestros, quando los enseñan á los principios» (op. cit, 108). El desprestigio, pues, de aquellas variantes que no escribían como pronunciaban (es decir, de acuerdo a la norma castellana, claro está) fue configurando las pautas para el perfilamiento ortográfico del español, que, a su vez, constituía la envidia de otras lenguas como el francés o el inglés:
La razon dicta, que pues blasonamos, y no sin bastante justicia, de la ventaja que hacemos á todas ó casi todas las naciones en escribir como pronunciamos, debemos observar esta regla en cuanto podamos, sin desfigurar la escritura el sonido de nuestra voz, como lo hacen los Ingleses, Alemanes, Franceses, y otros que nos la envidian. La Ortografia no es otra cosa que una ciencia que enseña con que letras se debe escribir la voz conforme á la pronunciacion que se la dá; de donde se sigue, que todas aquellas letras que no tienen lugar en la pronunciacion de la voz, tampoco le deben tener en su escritura. (Torío de la Riva y Herrero 1802, 375)
Así pues, la confección de las gramáticas a lo largo del siglo XVIII se vio influida por la época de la historia cultural que les tocó vivir a aquellos que las hacían —y que permite valorar las actitudes ante el castellano en contraste con el latín o el francés—, por el perfil del estudioso —si teórico e individualista, o utilitarista (ambos con posiciones distintas ante los principios que emanaban de la Real Academia)—, por la opinión de la gente de a pie sobre los diferentes tipos de estudios gramaticales, por las necesidades de la imprenta y por los condicionantes políticos y económicos del periodo. El impacto de los influjos y las incidencias sobre el cambio lingüístico precisa ser estudiado, pues, desde la consideración de estas variables.
4. Conclusiones
Cuando el gramático se enfrenta con la descripción de la lengua, es inevitable muchas veces que se deje llevar por la impronta de sus sentimientos hacia ella, la cual condiciona el planteamiento de sus hipótesis y reconduce los principios metodológicos que regulan los resultados. El tan ansiado deseo de objetividad que se le exige al gramático se verá ahora obstaculizado por un halo de irracionalidad que nace de la mezcla de múltiples factores: la época que vive, la inclinación política, las necesidades económicas, el nivel de educación o las opiniones generadas por la sociedad en torno a estos creadores de gramáticas. El siglo XVIII fue un periodo de transmisión y recepción de conocimientos varios, y en nombre del saber se justificó que la lengua experimentara aquellos cambios necesarios que la adaptaran a los nuevos acontecimientos. A lo largo de esta centuria, los que se atrevían a describir ese sistema que les permite hablar y escribir experimentaron cambios de parecer sobre él en función de las circunstancias: desde la defensa de las lenguas clásicas en los primeros años de últimos coletazos del rebuscado Barroco, hasta los que abogaban por ensuciar la pureza de la lengua madre a condición de que esta se dotase de nuevos instrumentos para comprender nuevas razones. Y en este intento no ha de menospreciarse el poder de la opinión del pueblo, que parecía preferir los aires prescriptivos que soplaban de instituciones con cuerpo, pero anónimas, a los planteamientos individuales de gramáticos particulares, a los que consideraba soberbios en su saber, enrevesados en sus explicaciones y poco útiles en la aplicación democrática de sus ideas. Quizá las consignas de una institución anónima y autorizada pesaban más sobre la norma, que las disquisiciones poco prácticas de los gramáticos. Así pues, en el acercamiento metodológico al estudio de las gramáticas en el siglo XVIII habrá de considerarse el peso de las opiniones que circulaban en torno a la lengua y al asentamiento de esta en la sociedad y, desde luego, aquellas que rondaban en torno al gramático en general —como ente individual—, y en torno a la gramática en sentido institucional. Muchos de los cambios lingüísticos habría que calibrarlos en función de fobias y filias hacia la consideración de los distintos niveles discursivos: prensa, literatura, política y gramática.
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* Este trabajo se inscribe dentro del proyecto Corpus diacrónico para el estudio de las actitudes lingüísticas en América y España en los siglos XVIII y XIX (FFI2016-76874-P), concedido por el Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España.
[1] En el mismo sentido, se pronunció Moreno Fernández (1990, 23), que no duda en calificar esta actitud como «metodolotría», la cual, a veces, no se sabe muy bien adónde conduce: «Meter los datos a empellones entre las frías rejas de un análisis factorial o poner los aspectos metodológicos muy por encima de los teóricos o del propio objeto de estudio va en el sentido contrario de lo que debe ser el método, esa cartesiana «marcha racional del espíritu para llegar al conocimiento de la verdad». Porque el culto al método o incluso a la simple técnica de análisis convierte la investigación en un puro ritual inflexible e incapaz de adaptarse a las necesidades concretas de cada uno de los elementos que conforman el objeto. Un cálculo de regresión múltiple o un test de Pearson no dan cuenta por sí mismos de la bondad y la calidad de un trabajo».
[2] Hemos de ser precavidos igualmente en ensalzar los métodos de la Sociolingüística en la descripción del cambio lingüístico. Si bien es cierto que muchos de ellos pueden explicarse desde esta perspectiva, no todos se producen por condicionantes sociales: «It would of course be wrong to claim that all linguistic change is of this kind –organized and politically motivated efforts to alter existing norms and conventions. But some linguistic changes are of this kind, and sociolinguistics should not espouse a concept of language which makes them impossible to account for». (Cameron 1990, 91)
[3] Cameron (1990, 81) trata de desmitificar la importancia de la Sociolingüística en la interrelación de la lengua con la sociedad. En realidad, sus ataques se centran en la productividad del método cuantitativo: «Sociolinguistics does not provide us with anything like a satisfactory explanation. The account which is usually given —or, worse, presupposed— in the quantitative paradigm is some version of the proposition that 'language reflects society'. Thus there exist social categories, structures, divisions, attitudes and identities which are marked or encoded or expressed in language use. By correlating patterns of linguistic variation with these social or demographic features, we have given a sufficient account of them». Es necesario, pues, introducir el concepto de «actitud» en los análisis sociolingüísticos, y siempre siendo precavidos respecto de la descripción cuantitativa. Y la crítica continúa (op. cit., 82): «Two things about this kind of account are particulary problematic. The first problem is its dependence on a naive and simplistic social theory. Concepts like 'norm', 'identity' and so on, and sociological models of structures/divisions like class, ethnicity and gender, are used as a 'bottom line' though they stand in need of explication themselves. Secondly, there is the problem of how to relate the social to the linguistic (however we conceive the social). The 'language reflects society' account implies that social structures somehow exist before language, which simply 'reflects' or 'expresses' the more fundamental categories of the social. Arguably however we need a far more complex that treats language as part of the social, interacting with other modes of behaviour and just as important as any of them». La priorización en el ámbito sociolingüístico del paradigma laboviano constriñe, en cierto modo, algunos objetivos de la Sociolingüística, delimitándolo a lo variacional. El abordamiento de las actitudes debería considerar el estudio de la lengua en la sociedad, una especie de etnografía lingüística. En realidad, este lugar en la investigación había estado reservado tradicionalmente a la Sociología del lenguaje, que Fishman (1968, 6) trata de separar desde un punto de vista metodológico de la Sociolingüística, en tanto que la Sociología del lenguaje la ve como la disciplina puramente científica que tomará los problemas de la sociedad y la teoría social como punto de partida: «Sociology of language concerns itself with macro-social language questions (language choice and planning, for instance) while sociolinguistics deals with the microanalysis of variation». De otro lado, autores como Hudson (1980) o Trudgill (1978) aluden a un matiz menos científico —quizá por el escaso uso de lo cuantitativo— de la Sociología del lenguaje: «All work in this category […] is aimed ultimately at improving linguistic theory and at developing our understanding of the nature of language […] very definitely not «linguistic as a social science» (Trudgill 1978, 3).
[4] Ya Alvar (1986, 20) insistía en la diferencia entre un tratamiento oral y escrito: «Claro que hablamos de hablas vivas, las que —desde la geografía lingüística— facilitan información a la sociolingüística, porque la lengua escrita tiene otros alcances muy distintos».
[5] Por esta razón, Moreno Fernández (1998, 186) advierte que aunque el modelo conductista (reacción ante un estímulo) es el más usado entre los sociolingüistas (cf. López Morales 1989, que identifica la actitud con lo conativo), muchas veces hay que separarlo del de «creencia», pues aquí confluyen componentes cognoscitivos y afectivos que, se den o no en la realidad, puede generar actitudes. Así, en la investigación de estos hechos es necesario también observar la conducta de las personas para ratificar las conclusiones del análisis. El concepto mentalista de Rona (1966), en donde se correlaciona la creencia con los hechos, es el preferido por la mayor parte de los investigadores, pues aquí se interpreta la actitud como «el estado mental del individuo», o sea, «una categoría intermedia entre un estímulo y el comportamiento o la acción individual» (Moreno Fernández 1998, 152). Como un estado de mental no puede observarse directamente, lo único que nos queda es recurrir al examen de la conducta.
[6] Téngase en cuenta, como señala Lenka Zajícová (2009, 236), que es precisamente en las situaciones de diglosia donde las diferencias entre lo afectivo y lo conativo salen más a la luz. La evolución de contacto entre el español y las lenguas indígenas son un ejemplo para la consideración de estos matices: «Por eso suele haber, sobre todo en situaciones de diglosia, tantas discrepancias entre la valoración declarada sobre una lengua (es decir, la opinión apoyada solo o mayoritariamente en el componente afectivo de la actitud) y el uso real de ella (el comportamiento)».
[7] Sin olvidar a este respecto, las polémicas que causó la obra de Antonio de Capmany (1776, 22), pues su tratado sobre traducción —ampliamente reseñado en las publicaciones periódicas de la época— implicaba una teorización en torno a la lengua como unión entre lo gramatical y lo moral, pues esta reflejaba la idiosincrasia de un pueblo. Desde este pensar, el francés se representa como el abanderado de la Ilustración, como el sistema capaz de dar cuenta conceptualmente de todos los avances técnicos y científicos manifestados a lo largo del siglo XVIII: «Sin embargo desde que el idioma frances se ha hecho en este siglo intérprete de los conocimientos humanos, esto es, de las verdades y errores antiguos y modernos, debemos confesar que la Francia ha hecho sabia su lengua, consagrándola al idioma de las ciencias. El geómetra, el astrónomo, el físico, el crítico, el filósofo no hablan ya el lenguaje del vulgo, con el cual se esplicaba todo cien años atrás». El «genio de la lengua» se despierta por su capacidad de expresar conceptos superiores, los cuales vienen a ser corroborados por el ejercicio de la traducción (op. cit., 16): «Una traduccion será imperfecta, siempre que con ella no podamos conocer, y examinar el carácter de la nacion por el del autor. Cada nacion tiene el suyo, y de resultas de él usa de ciertas comparaciones, imágenes, figuras y locucion, que por su singularidad y novedad chocan con nuestra delicadeza».
[8] Las actitudes ante el inglés, y en contraste con el castellano, se resumen en las cualidades de esta lengua preparada para el intercambio comercial y fundamentada en su elegancia y claridad (cf. Thomas Connelly 1784, 1: «Los doctos y admirables escritos dados á luz en este idioma son y serán siempre testimonio y la prueba mas clara y decisiva de su energía, variedad, riqueza y elegancia. Quien los lea con cuidado es necesario que confiese, que á ninguno de los idiomas modernos de Europa cede el ingles en fuerza, copia y armonía»). De otro lado, para el italiano, gramáticos como Pietro Tomasi (1779, 2), recurrían a la semejanza entre ambas lenguas para inclinarse por su aprendizaje: «Pero si alguna Lengua debe ser menos estrangera para la Nacion Española, lo es sin duda la Italiana, por la grande analogía, y conformidad que tiene con la Castellana».
[9] Esta idea la resume posteriormente Rodríguez de Aumente (1770, 81-82) en un poemita que reproducimos a continuación: «No escribas con presuncion/de Ortografico Latino,/Porque es un gran desatino/Como áblas (en conclusion)/Castellano, as de escribir;/Porque el querer discernir,/Que assi se escribe en Latin,/Te vendrè á decir, al fin,/Que no sabes costruir».
Actitudes ante la lengua en el pensamiento gramatical del siglo XVIII. Algunas consideraciones metodológicas en el acceso al objeto de estudio*
1. Introducción
En un anuncio de la televisión chilena, emitido en estos años que corren, y en el que se invita a la compra de una marca de carne envasada, que queda siempre deliciosa en sus más variopintas formas de cocinarla, se pone de manifiesto una curiosa situación lingüística que, naturalmente, no es el objetivo del anunciante. La trama publicitaria muestra una madre de familia que busca cada día una excusa para preparar tan gustoso manjar, celebrado con gran fiesta por su marido y sus dos hijos, los cuales alaban siempre la idea de una cocinera que imagina ocasiones especiales —y, a veces, absurdas— para justificar la presencia del plato: una fiesta de cumpleaños; el amor, en general; la mascota de su casa, etcétera. El repertorio de ocasiones se agota y, en la última escena, vestida en traje de época —que no es la actual, ni se sabe muy bien cuál—, la señora saca un lustroso plato del horno, justificando su presencia ese día en nombre de la poesía. Desde el punto de vista comercial, el mensaje llega sin obstáculos al receptor: la calidad de la carne que se promociona es tan buena, que uno la comería todos los días, y da igual cómo esté preparada o celebrando qué cosa. Lingüísticamente, sin embargo, existe un aspecto que no debería desatenderse: el anuncio va dirigido a chilenos y en la variedad de ese país; y así discurre todo el tiempo, salvo en la última escena, en la que la madre, ataviada, presumiblemente, con un traje de la España de los Siglos de Oro, lanza al aire el motivo por el que cocina el plato ese día: «¡Por la poecía! ([poeθía]», exclama. Sí, así lo dice, con un ceceo inusitado para el chileno —aunque tal fenómeno pueda encontrarse también en este país— refiriéndose a una variante, la de España, cuya manifestación de prestigio descarta rotundamente la fricativa interdental sorda (/θ/) en ese contexto. Muy probablemente, el interlocutor chileno ha entendido el guiño del anunciante con la pronunciación ceceante de la palabra, pero también es posible que si el receptor hubiera sido de España, este no se hubiera dado por aludido. Y un dato más: la imitación no conseguida de un código ajeno a la variante autóctona tiene lugar en un contexto pretendidamente culto o poético, en donde parece relacionarse el español de España con el discurso literario o, más claramente, de la poesía. Siendo así, parece darse la paradoja de que el hablante de Chile percibe la variante peninsular por un rasgo fonético no manifiesto de manera general en su entorno (ceceo), que se relaciona, además, con un registro elevado del código lingüístico común, y que, sin embargo, no se corresponde con la variante a la que se alude, pues esta descarta tal pronunciación en esas voces ¾dentro de su norma prestigiada, claro está¾. De esta manera, si sentáramos a un chileno y a un español ante un televisor para que vieran el anuncio, el mensaje sería entendido por igual en ambas partes, pero el conjunto de actitudes que tiene el primero ante su sistema de comunicación es tan distinto al del segundo, que difícilmente podría entender este último los detalles completos de la construcción del mensaje: mientras el español solo entiende, el chileno comprende, además, con un colorido de actitudes que da sentido e idiosincrasia a su variante.
Con este ejemplo queremos dar entrada a la compleja problemática de las actitudes lingüísticas en el siglo XVIII, pues si hoy en día es el oído el que puede hacer intuir al investigador qué piensa el hablante respecto de su medio de comunicación —ya sea consciente o inconscientemente—, en aquellos periodos de nuestra historia donde la audición no se configura como instrumento para el análisis, tendrá que ser la vista la que fragüe el corolario de intuiciones, y no solo viendo e interpretando lo que se dijo, sino cómo se dijo. De cuantos más datos dispongamos sobre la situación comunicativa (conocimiento sobre el emisor y receptor, situación política, social, económica…), más cerca estaremos de poder opinar como lingüistas, los cuales, a fin de cuentas, dejan entrever igualmente una actitud hacia su medio de comunicación, del que valoran su uso en la sociedad y sus posibilidades de cambio en función de una serie de variables.
El ejemplo anterior nos servirá para poner los límites metodológicos al presente trabajo, que estará dedicado, precisamente, a la actitud ante su lengua de hablantes especiales: aquellos que se dedicaron al estudio del sistema de comunicación sobre el que opinan. Ofreceremos un panorama muy general sobre este conjunto de valoraciones en el siglo XVIII español, lo que nos llevará a trazar el universo de variables que contribuyeron a forjar su estado de opinión, así como sus posibles contradicciones, tanto conscientes como inconscientes. Bien es verdad que, como sostiene el constructivismo —disciplina epistemológica nacida de la neurobiología— aquellas representaciones mentales que puedan tener los seres humanos de la realidad no deben ser concebidas como un fiel reflejo de ella (cf. Maturana 1980, Varela 1981 o Roth 1996, 2003). La relación que los hablantes tienen con su lengua, lo que opinan sobre ella, no es en términos constructivistas real, sino fruto de conexiones con un universo mayor, en donde se entrecruzan diferencias entre lo hablado y escrito, o la configuración de un proceso político de identificación nacional. En este sentido, la construcción de la lengua castellana en la Edad Media es diferente al proceso constructivista que ha experimentado el español en los siglos XVIII y XIX; en él, la labor del gramático en estas transformaciones es igualmente distinta (cf. Zimmermann 2008).
2. Aproximaciones metodológicas hacia el estudio de las actitudes lingüísticas
Así como existen prejuicios sobre nuestro hablar, en donde el componente valorativo nos obliga —querámoslo o no— a modificar nuestra actitud afectiva y comportamental sobre nuestro instrumento de comunicación, también el lingüista, como persona de a pie, vive inmerso en un universo de prejuicios metodológicos que actúan sobre su modo de acceder al objeto de estudio. De esta manera, dependiendo de la escuela en la que fue educado, la necesidad de adaptarse a las exigencias de método de una determinada revista científica o, incluso, su propia concepción sobre el funcionamiento de las lenguas o la valoración de la suya propia, dan pie a la creación de una serie de estudios que, igualmente, vienen confeccionados bajo el yugo del prestigio metodológico de la corriente del momento. Los trabajos sobre actitudes lingüísticas no escapan tampoco a esta presión del entorno ideológico, por lo que sufren metaconceptualmente el mismo proceso de adoctrinamiento —tanto consciente o inconsciente—, como aquel que se observa en el objeto de estudio puesto en foco. En muchas ocasiones, a la manera de racionalizar determinadas hipótesis se le exige un modelo de justificación empírico que no tiene sentido por la propia naturaleza del objeto y que pretende calzarse como cama de Procusto en aras de una cientificidad, creemos, mal concebida[1]. En los últimos años, el objeto cultural ha venido siendo tratado con una infinidad de métodos procedentes de las ciencias de la naturaleza y cuya inclusión no se explica de otra manera sino por el halo de prestigio que gira en torno a estas últimas; es, por así decirlo, un ajuste inconsciente del método exigido por la presión del entorno, que acaba en un descalabro descriptivo. Estas paradojas actitudinales, en donde al investigador le engaña el subconsciente y le obliga a no hacer lo que predica están presentes en todas las posibles variables que pueden incluirse en un estudio sobre actitudes, desde las que presentan el menor grado de conciencia, hasta las que se podrían contemplar como las más objetivas. Los botones de muestra son numerosos, pero sírvanos el siguiente, extraído como actitud inconsciente en un nivel de abstracción alto, o sea, el de un gramático. En 1936, Félix Restrepo (1936, vii) publica una ortografía, en cuyo prólogo se revela una actitud ante el sistema gráfico del español, que esconde, posiblemente, algunos prejuicios:
La ortografía de la Academia Española no ha sido hecha para los americanos, sino para los españoles. En ella no se tiene en cuenta la confusión de la s por un lado y la c y z por otro. Ni tampoco la de la y con la ll, a pesar de que en gran parte de España, como en casi toda América, la ll tiene el sonido de la y.
Sin embargo, a pesar de esta actitud, ni las recomendaciones didácticas que incluye para la enseñanza de la ortografía, ni la edición del libro están acorde a su pensamiento, pues en ambos casos se revelan como presentes las recomendaciones de la Academia española. Es decir, no existe una actitud conativa ante esa lengua que habla y analiza.
Y cumpliendo con el precepto de aquel dominico medieval de que «quien no distingue, confunde», haremos una breve incursión en los antecedentes metodológicos de la disciplina a la que se adscribe el fenómeno que tratamos, con objeto de aclarar el entorno de variables que giran alrededor del investigador de este trabajo, así como el encuadre del objeto de estudio en el universo de accesos posibles.
2.1 Actitudes lingüísticas en sincronía
Desde que Rona, en 1974, presagiara con buenos augurios la introducción de la disciplina sociolingüística, después de estimar que los instrumentos que la convertían en ciencia podrían ni más ni menos que contribuir a desvelar los procesos de cambio en las lenguas, mucha tinta ha corrido en nombre de las bondades de un modo de acceso que permite la inclusión del yo, el tú, la situación comunicativa y el componente afectivo en el análisis, elementos que habían sido desterrados en la tradición de corte inmanentista anterior (cf. Carranza 1982). Ahora no solo interesa el funcionamiento interno de los sistemas, sino también la especial Weltanschauung que hace que se hable como se habla en un acto verbal concreto, o que se escriba como se escribe en un tipo de discurso particular, hechos estos que podrían contribuir a completar nuestro conocimiento sobre la competencia comunicativa general (cf. López Morales 1989).
A muchas ciencias, incluida la lingüística, con la que forman disciplinas guion, les ha interesado el acercamiento al concepto de «actitud», y, de estas, la psicología ha sido la más fructífera en el contacto. Así, para Appel y Muysken (1987) el componente actitudinal conformaría todas aquellas opiniones o valoraciones que los hablantes hacen sobre aspectos concretos de dialectos, lenguas o diasistemas. Y aquí valdría cualquier manifestación sobre la belleza o riqueza del sistema comunicativo, el futuro que este tiene como lengua de comunicación o la defensa que se haga —ya en favor de una norma, ya en contra de la estandarización— sobre una concreta variedad dialectal (cf. Fasold 1984). Esta flexibilidad conceptual que ha permitido poner foco sobre distintos puntos del análisis ha convertido la disciplina en una herramienta que vacila entre su uso conductista, es decir, cómo los hablantes reaccionan ante el uso lingüístico (Blanco de Margo 1991) —que sería el acercamiento más acertado en diacronía– y el mentalista, o el detenimiento de los hablantes en estados mentales internos (cf. Agheyisi/Fishman 1970), el cual, por su carácter predictivo, se prefiere como enfoque en los estudios sincrónicos. Posiblemente, la introducción de la psicología social como motor metodológico haya abierto las puertas a una lingüística más preocupada por el acto de habla y a todo aquello que pueda contribuir a una explicación más pormenorizada de lo que está implícito y no se explicita, o de lo que se explicita y no está implícito en el hablante. En palabras de Castillo Hernández (2006, 284):
Es un hecho que la psicología social, más que otras disciplinas, ha puesto mayor énfasis en el estudio de las actitudes con la finalidad de explicar el comportamiento de los individuos dentro de la sociedad. Los psicólogos sociales han tratado de entender cómo, en ciertos casos, lo que la gente sabe de manera «implícita» no coincide con lo que dice o expresa de manera «explícita». No siempre hay una relación entre lo que dice y lo que realmente hace y, por supuesto, esto puede entenderse como una clara contradicción. Si bien se trata de acciones que por lo común percibimos en distintas situaciones sociales, para el caso de las actitudes lingüísticas me parece pertinente considerar no solamente lo que la gente «sabe» o dice que «sabe», sino también es necesario identificar «quién» dice qué cosa, «cuándo» lo dice y «cómo» lo dice. Qué dice acerca de la lengua y cuál es su opinión acerca de sus funciones y usos sociales.
Las definiciones más habituales de actitud han conducido a un etiquetado de variables según se revele el componente cognitivo (percepción, creencias o estereotipos), afectivo (emociones y sentimientos hacia la lengua) o conativo (el nivel de actuación sobre el elemento en análisis). Y aunque para un estudio del sistema lingüístico el más interesante es el último de ellos, todos son necesarios para llegar a una descripción sociolingüística precisa (cf. Almeida/Vidal 1995), pues podría existir una manipulación del código debido a la entrada en escena de determinados sentimientos de los hablantes hacia él, como ya demostraron recientemente Darío Rojas y Tania Avilés (2014a y 2014b).
En el concepto de actitud lingüística, la distinción social desempeña un papel importante en tanto configurador de distancias entre diferentes grupos que se decantan por corregir su registro o variedad en función de cómo se valore lingüísticamente la forma de hablar del interlocutor (si es de prestigio o no), lo que conllevará la distinción de Giles/Clair (1979) sobre «valor inherente» y «valor impuesto». Téngase en cuenta que para este trabajo —dado que extraeremos opiniones de gramáticos españoles— la última distinción nos resultará especialmente productiva. Recordemos, además, que analizamos la actitud de hablantes especiales, de aquellos que conocen y escriben sobre gramática, que opinan según la ideología política y lingüística del momento y que, igualmente, son el foco de opiniones no solo de colegas de profesión sino de gente común que habla sobre su trabajo y cuya valoración experimenta cambios según las épocas. El común de los mortales solía opinar sobre el trabajo de la Academia, a la que valoraban positiva o negativamente, pero también podrían desarrollarse fobias y filias en torno a gramáticos independientes, contra cuya actitud lingüística reaccionaban, o incluso actitudes sobre el quehacer del gramático, como esta bien conocida de Juan Pablo Forner (1782, cap. IV) en su sátira dieciochesca contra tal profesión:
A estos tales gramáticos se les puede perdonar de buena gana qualquier migajilla de vanidad, si llegan por casualidad a tener alguna. Pero, ¡aquí está el busilis!: ¡Quántos gramáticos se encuentran que no llegan ni con cien leguas a la dignidad de éstos y que les sobrepujan en muchos millares en lo que toca a arrogancia y amor propio! Ello es cierto y muy cierto que todos debieran ser doctos lo más que pudiesen y poco o nada vanos, a imitación de aquéllos; porque, en realidad, de verdad, andarse todo un hombre fatigando perenemente en aberiguar si Pacubio se ha de escribir con v o con b, quando no importa maldita la cosa que el tal Pacubio haya o no vivido, claro es, que esto es querer los hombres ser niños toda su vida y hacer poquísimo caso del entendimiento que Dios nos dio, despreciándole en vagatelas ridículas bien poco dignas de que inspiren vanidad como no sea un mocoso mayorista.
Entiéndase aquí, pues, que esta variable, la de la actitud de un tipo de hablante como el que realiza estudios sobre la lengua, podría incluso ser más decisiva en el cambio lingüístico, con reacciones en contra o a favor, según cómo se les considerara en una época concreta, cómo reaccionaran ante otros trabajos gramaticales (ya de instituciones como la Academia, o de particulares), o cómo expusieran sus actitudes ante la lengua (de manera descriptiva, prescriptiva, purista, reformista…)[2].
2.2 Las actitudes en diacronía
2.2.1 Contexto metodológico
Desde que Labov (1972) en la década de los setenta iniciara una nueva tendencia metodológica destinada a explicar la interacción entre lengua y sociedad, en donde lo cuantitativo se conformó como el nuevo gurú descriptivo y en donde se desconsideraba cualquier estudio que no incluyera números, gráficas y desvíos, muchas letras —o muchos números— se han escrito, en los que parecía ensalzarse más la necesidad y efectividad del método que la esencia del objeto. Afortunadamente, el tratamiento diacrónico en la combinación lengua y sociedad —por la propia naturaleza del elemento que se analiza— se resiste más a la numerología, aunque actitudes hay para todo y siempre habrá gente, porque hay mucha, que crea que es el tratamiento más oportuno —o casi único—. En el tema que nos ocupa, no podremos, por razones obvias, partir de herramientas metodológicas como el matched-guise, o sea, la reacción de los oyentes ante grabaciones de voz (cf. W. Lambert 1960), ni es viable el uso de cuestionarios y técnicas directas (cf. Agheyisi/Fishman 1970), aunque sí son aprovechables muchos de los conceptos y conclusiones planteados por los grandes de la sociolingüística sincrónica, como las actitudes ante la variedad regional (cf. Ortega 1981 o Alvar 1986); las actitudes marcadas por la edad (cf. Silva-Corvalán 1984; Berk-Seligson 1984, o Dorta 1986), o el sexo (cf. Labov 1972; Calero 1990, o E. Biondi 1992). E, igualmente, un concepto de la sociolingüística actual que podría quizá explotarse en la histórica es el de «conciencia e inseguridad lingüística», es decir, un ente abstracto basado en aquellas diferencias que se plantean entre lo que el hablante cree correcto y lo que luego realmente emite en su discurso espontáneo (cf. Labov 1972 o López Morales 1979)[3] .
Lo cierto es que en el rastreo de las diferentes variables disponemos de textos escritos, por lo que la extracción de conclusiones deberá tener en cuenta la lengua de la distancia como única fuente[4]. Y por esta razón, ni siquiera aquí puede entrar la estadística, pues la escritura, el elemento más descontextualizado de la práctica oral, podría acabar anulando cualquier coeficiente, ya que este tipo de objetos ni son predictibles, ni se hacen sensibles a las reglas causales. Sí es necesario poner en contexto el periodo de estudio en el que se inscriben los autores tratados, con objeto de evaluar sus reacciones, así que ofreceremos en lo que sigue un panorama general de qué elementos pudieron influir en el siglo XVIII en torno a las actitudes lingüísticas de los gramáticos.
2.2.2 Contexto histórico
Con la creación de la Real Academia Española en 1713 se abre la posibilidad de institucionalizar el pensamiento gramatical e, incluso, de servirse de él políticamente. La autoridad de la lengua empezará a recaer sobre el que escribe bien, quien, a su vez, servirá de modelo para el buen hablar, por lo que la letra de molde pasará a ser principio y fin de la reflexión, en donde solo tendrá valor lingüístico lo que aparezca dignamente representado sobre el papel.
Se da como hecho que la imagen de la lengua española en América comenzó a entrar en crisis en el siglo XVIII, aunque con muestras de recuperación y fortalecimiento a lo largo del XIX. Muchos factores contribuyeron a este debilitamiento: la distancia de la metrópoli, la bicefalia de poder, la religión, el mercado, el nacimiento de nuevas capas sociales, etc., los cuales contribuyeron a la inestabilidad del español como instrumento de comunicación general (cf. Rivas Zancarrón 2011). Quizá fue el reinado de Carlos III el punto de inflexión en este proceso de cambios, pues fue este un rey que trabó su propia trama con objeto de salvar las contradicciones en las que podría caer su política, si no se le prestaba atención a la situación americana; entre otras cosas, porque en su mismo suelo estaba sufriendo el martirio —o la bendición, según se mire— de la poliglosia de su reino, hecho este que podría poner en peligro su estabilidad política (cf. García Martín 2011). Sin duda alguna, la religión se conformó como un arma de doble filo: por un lado, apaciguó los ánimos contra el español hablado en América, en tanto que los evangelizadores resaltaban las virtudes de servirse de las lenguas indígenas para transmitir las ideas cristianas. La situación de la península —con diferentes lenguas habladas en su territorio— constituía, asimismo, un espejo de la situación americana y un peligro político, pues las de este lado del Atlántico (en la perspectiva del que escribe este trabajo) veían aquí una excusa para defender su autonomía. No se hizo esperar la maniobra política que daría garra al español como lengua y fortalecería el poder del reino, la cual fue llevada a escena en el nombre de la religión y contra los religiosos: la Real Cédula de 1770 obligaba al uso exclusivo del español.
De otro lado, el afán ilustrado de este periodo puesto en análisis contagió a los criollos y se prolongó en el tiempo hasta conectar con las ideas del Romanticismo. El criollo se vio en la necesidad de reclamar posteriormente su independencia en lo lingüístico y avaló el uso de palabras autóctonas que olían a distancia y reafirmación, en donde se contemplaba el español tanto como vehículo de unión para luchar contra el mal que venía del otro lado del Atlántico, así como lengua que debía cargarse con las palabras que daban sentimiento a una nueva tierra. Esa mezcla, que disolvía elementos tan antagónicos como la lucha por la independencia y el mantenimiento de lo tradicional, fue brebaje de muchos intelectuales americanos, entre los que destaca, naturalmente, Andrés Bello (cf. Sánchez Méndez 2011). Y fue Argentina (o la Argentina) el territorio en donde la batalla contra el español de la metrópoli fue más beligerante y duradera, quizá porque, curiosamente, siempre estuvo más ligada a una Europa no española.
3. Actitudes ante la lengua en los gramáticos del siglo XVIII
Para comprender el lugar que ocupaba el español en la Ilustración, debemos partir del contexto histórico. Tras la Guerra de Sucesión (1701-1713), siguiendo el modelo de los países europeos, la lengua se convierte en un vehículo de cohesión nacional. Por ello, se multiplican las medidas oficiales que persiguen el fomento del castellano. La expulsión de la Compañía de Jesús en 1767 supone un hecho favorable para modificar los planes de estudio, pues tenían un dominio casi exclusivo del nivel educativo. La propuesta de reforma llevada a cabo por los escolapios entendía la enseñanza de la gramática latina escrita en lengua vulgar.
El concepto de actitud cobra una dimensión más enrevesada, si cabe, con las teorías constructivistas de la neurobiología (cf. Zimmermann 2008), pues las opiniones particulares de las que se nutre serían no tanto manifestaciones salidas de la boca de un individuo, sino productos de un complejo ente manipulador, del que no escapa tampoco el protagonista de este trabajo, el gramático. Una poderosa fuerza de índole esencialmente política podría estar construyendo el pensamiento lingüístico de un pueblo, que cree tener el control de sus opiniones y de cómo las expresa. Sin duda alguna, algo de razón hay, pero tampoco puede exagerarse al extremo, ya que un poco de culpa podrá achacársele al sistema lingüístico en la construcción de sus unidades y en el fomento de su cambio. Sobre todo, porque muchos de los trasiegos sustanciales de las lenguas son productos de la ignorancia de sus hablantes, que se mantienen al margen, también sin quererlo, de lo que le insufla el mundo exterior. Al lingüista le atrae la idea de creer que la variación se produce por factores externos, pero incluso estos no dejan de ser una construcción. De hecho, la lingüística moderna, en ese afán cientifista por representar los datos lo más fielmente posible, desaprovecha su gran oportunidad a la hora de observar cuánto de externo hay en una manifestación lingüística. Insiste, por ejemplo, continuamente, en evitar que las grabaciones de la oralidad se hagan espontáneamente, sin que el informante sepa que lo están registrando, para, de esa manera, sacar conclusiones certeras sobre el idiolecto, sociolecto o dialecto. Si esto es así, solo en determinadas situaciones comunicativas sale a la luz la fiera sociolingüística que uno lleva dentro: interacción con personas de otro registro, sarcasmo, lectura de un texto, imitación de variantes, etcétera. Y cada una de estas evidencias se manifiestan de manera distinta según el grado educacional de los interlocutores, de ahí que lo que en unos es respeto o consideración de una norma (los más cultivados), en otros es mofa y burla: por ejemplo, andaluces de bajo nivel de educación y procedentes de ámbitos ceceantes, se sirven del seseo no como forma de uso de un registro de prestigio, sino como imitación de personas pedantes (con una percepción y reproducción, además, errónea)[5]. En este sentido, es cierto que será en el gramático donde mayores posibilidades haya de que la ideología se manifieste de manera consciente, cuyo nivel de consciencia será directamente proporcional al grado de educación.[6] Con esto queremos decir que, también sobre los gramáticos y su forma de hablar, el común de los mortales tiene una opinión, por lo que sus consideraciones pueden verse afectadas por reacción en contra en el uso del código lingüístico, y, por supuesto, estas valoraciones varían de época en época. En el siglo XVIII, eran vistos como personas de naturaleza tendente a la complicación y no aptas para enseñar a hablar y escribir, como esta imagen que nos transmite Juan Pablo Forner (1782, cap. V) en su Historia chinesca:
Fallamos, según todo lo expuesto hasta aquí, que debemos declarar a los puros gramáticos por inútiles para la enseñanza de los nobles chinos con acuerdo del mandarín del capítulo III, dexándoles su derecho a salvo para que, si alguno quisiese valerse de ellos, llenen de frioleras y arrogancia el cerbelo de sus discipulos.
Por estos motivos, las actitudes de los gramáticos ante la lengua habrá que considerarlas en el contexto histórico, en el lugar y en el momento en que escriben, en la recepción que sus trabajos han experimentado y en su consideración de hablantes de un grado educacional elevado.
Y como la espontaneidad del investigador está constreñida también por normas, que obligan a poner etiquetas a un continuum acotado según los límites de la perspectiva considerada, trataremos de poner orden a los temas de este trabajo desde el prisma espacial, aunque bien cabría —e incluso sería necesario— el ordenamiento según otras guías de contenido. Ofreceremos una visión de conjunto de los gramáticos implicados, tras la consideración de aquellos escritos anteriores a los procesos independentistas, que se diferenciarán, naturalmente, de los que se difundieron con las segregaciones ya consumadas o los que se publicaron en aquella época más sosegada en lo ideológico, donde el torrente caudaloso del Romanticismo había derivado en manantial sereno (finales del siglo XIX), aunque esta comparación es harina de otro costal y tema de futuros trabajos.
3.1 Actitudes lingüísticas de los gramáticos en el siglo XVIII
La necesidad de conocimientos procedentes de diferentes ciencias y artes que arrastraba consigo el Siglo de las Luces originó múltiples debates sobre los neonatos léxicos, lo cual promovió el desarrollo de actitudes más o menos puristas ante la lengua. La creación de la Real Academia Española (1713) y la elaboración posterior del Diccionario de Autoridades (1726-1739), bajo los auspicios de esta institución, fue fuente de opiniones diversas —a favor o en contra— sobre los presupuestos gramaticales academicistas. La proliferación de la prensa escrita motivó la apertura de debates públicos, entablados por ciudadanos anónimos, en los que los gramáticos particulares parecían perder el pulso de las consideraciones populares, salvo que estas se hicieran bajo un anonimato experto, como las llevadas a cabo, por ejemplo, por Bartolomé José Gallardo o Gómez Hermosilla. En ese siglo, podía darse la paradoja de arremeter contra la lengua rebuscada del Barroco, a la vez que defender a capa y espada un lenguaje puro y castizo basado en autores de prestigio, o que la Institución académica barajara, por un lado, criterios emanados del uso común y, por otro, leyes fundamentadas en la costumbre más antigua. No es de extrañar, pues, que la ironía y el sarcasmo fueran los ingredientes de la crítica, tanto experta como popular, y que los gramáticos fueran, a veces, objeto de burla, como en el siguiente pasaje de Juan Pablo Forner (1769, cap. IV): «Es, pues, de saber, señor lector mío de mi alma, que ha producido nuestra España en nuestro siglo un gramático tan engramaticado que pudiera apostárselas al mismo Aristarco a rayar versos y estrujar autores». Esta fama que tenían los tratadistas gramaticales se la habían ganado a pulso, pues de tanto criticar el rebuscamiento que se llevaba a la lengua, ellos mismos caían en un lenguaje enrevesado y obtuso: «La Academia española hará bien en valerse del idioma turco para comprobar el que se habla en Carabanchel» (op. cit., cap. IV).
Y los propios gramáticos eran conscientes de su escasa popularidad, pues elaboraban sus escritos con la misma altisonancia y pedantería con las que atizaba el uso corriente y poético. Esta idea rondaba, por ejemplo, en autores como Gómez Gayoso (1769, viii), que, en el prólogo de su obra, se quejaba de lo siguiente:
Mas aunque hay muchos, que por ignorancia, ò falta de reflexîon, menosprecian à los Gramáticos, teniéndolos por indignos de todo honór, reputando su trabájo por fútil, y su ocupacion en menudencias de letras, sylabas, y dicciones por cosa mas propia de muchachos, que de hombres; acaso por no habér leído las repetidas alabanzas, que en todos tiempos tributaron à estos Professores los hombres mas eminentes en Artes, y Ciencias...
La reflexión lingüística en el siglo XVIII se dejó contagiar por el virus intelectual de una época, en la que las nuevas cosas arrastraban consigo nuevos nombres; en la que la voz nación se pronunciaba con chovinismo vehemente; en la que la Ilustración dio paso a una literatura más preocupada por el aprender que por el deleite, o en la que lo escrito, gracias al surgimiento de la prensa, extendía sus tentáculos a un paisaje mayor y con una celeridad hasta entonces inusitada.
Los gramáticos de este periodo bendecirán el matrimonio de lengua y nación, igual que en periodos posteriores, aunque por distintas razones. Gómez Gayoso (1769, 2) habla de esta relación en el siguiente pasaje:
Lengua es el conjunto de palabras con que cada Nacion explica sus conceptos. La nuestra se llama Española, porque es general à todas las Provincias de España. Tambien se llama Castellana, por hablarse con mas propiedad en Castilla, que en las demás Provincias.
Este parangón entre el pueblo y el instrumento de hablar se hace más evidente en la gramática de Benito de San Pedro (1769, vii), en cuyo prólogo se lee:
Las lenguas an seguido la condicion de los Pueblos, que las an hablado. Una lengua es tanto mas excelente en riqueza de palabras, variedad i artificio de colocarlas, i en ingeniosas i agradables phrases o maneras de hablar, cuanto a sido la Nacion que la a cultivado mayor en grandeza de animo, fuerza de ingenio, elegancia de costumbres, i extension de imperio. I aunque nuestros Padres se gloriaron mas de ilustrar la Patria con hazañas que con escritos, estimando mejor obrar como Heroes, que hablar como Elocuentes, sin embargo puede con razon decirse, que no fueron aun en este genero inferiores a los Pueblos mas esclarecidos de Europa.
El mismo tono encontramos también en otros pasajes del mismo autor (op. cit., vii-viii):
No a avido jamàs Imperio mas grande i dilatado que el Español en el Siglo decimosexto, i este mismo es el de la grandeza i perfeccion de nuestra lengua. De aqui nace la dificultad de sugetarla a reglas, i de manejarla con la luz que corresponde, para instruir en ella a los que estudian.
[…] Sus maneras propias, i aquel aire de hermosura i gravedad que forman como su caracter, porque nace del genio original de la Nacion: todo aumenta la dificultad de conocer el valor de las voces i la variedad de su construccion o encadenamiento para formar la Oracion. I aun cuando despues de muchas observaciones se quisiessen formar reglas, seria su muchedumbre embarazosa. El Arte consiste en enderzar el hombre acia el fin haciendole el camino mas breve i mas llano.
Este mismo criterio que identifica las grandezas de un pueblo con las excelencias de su lengua será usado muchas veces como un arma de doble filo en los gramáticos de las colonias independizadas, pues achacarán la corrupción del idioma a la decadencia de una nación —como en Bello o Sarmiento—, en donde el sentimiento purista no será ahora el filtro de lo ajeno, sino el cuidado por un instrumento deteriorado que provenía de una metrópoli decadente. De resultas, la lengua se convierte en el reflejo de la patria, de manera que la salud de una y otra vendrá tan unida como las dos caras de una moneda, por lo que contribuir a su enseñanza supondría formar en patriotismo:
Pero no solo a èstos que frecuentan las Escuelas de Latinidad se dirige esta Gramatica, pues deseo con ansia que todo buen Español sepa su lengua por principios i por razon en tiempo, en que cada Nacion de la Europa dicta la suya propria por ellos; i se sabe lo mucho que importa al Estado formar sus Ciudadanos en el Patriotismo, i que este es uno de los medios poderosos. [...] Quièn ai que no se vea en la precision de escrivir una Carta? De presentar un discurso un razonamiento ajustado? Toda persona bien nacida de uno i otro sexo, que desea ser util, i tener alguna reputacion de buena crianza, deve saber el Arte de su lengua. (Benito de San Pedro, op. cit., xviii, xix)
Una lengua concebida como desaliñada es, pues, víctima del desaliño de un pueblo, como el que observa Benito de San Pedro (op. cit., 7) en el descuido de los godos —pueblo bárbaro— en torno a la lengua latina:
Con esto [razones políticas por la entrada de los godos] los vencidos lisongeados a los vencedores descuidaron mucho el asseo del Latin, i se acomodaron en gran parte a las maneras desaliñadas de sus Soberanos, i empezò a viciarse prodigiosamente entre Italianos, Franceses, i Españoles.
[…] Se conoce llanamente de todo lo dicho, que el habla vulgar de España en tiempo de los Godos era un Romano-barbaro, o Latino-Godo tanto mas desfigurado, cuanto mas se arraigò el Imperio de los Godos, i se fueron acomodando los Españoles a sus maneras i costumbres.
El mal hacer de estos pueblos bárbaros acabó por transformar el latín en una lengua distinta: «Ya avemos dicho como los Godos contribuyeron por el genio de su lengua, i su barbarie a la fabrica de esta nuestra nueva Gramatica» (Benito de San Pedro op. cit., 31). El contacto lingüístico parecía transformar la lengua madre en otra diferente, pues, según opinaba este mismo autor (op. cit., 33), el genio del sistema comunicativo invasor contribuyó al desarrollo de nuevos elementos ajenos al de aquel hablado en tierras conquistadas:
Aumentòse otro si el numero de estas maneras de hablar por el continuo trato con los Moros i Moros doctos, pues por estos tiempos acia los años 1000. florecieron ellos en todas letras i cultura de su lengua. De aì vino la multiplicacion no necessaria de h, x, z, de que abunda mucho el Arabe: de aì la pronunciacion fuerte de la c, g, j, z en l que se violenta mucho la garganta.
Y en este descuido, la política lingüística de los gobernantes podría verse como detonante para el declive o auge de la lengua:
La conquista de Toledo hecha el año de 1085. por Alonso VI. la estension de dominios en los Reinos de Aragon por Don Sancho, i Don Pedro en el mismo tiempo diò como un nuevo i levantado tono i alma a la afligida España, que tantos años avia estado como cadaverica. I en consecuencia a la lengua se le infundió aun desde la cuna tal espiritu, cual convenia a la que un dia avia de dejarse ver con toda la magnificencia, decoro, i magestad de Reina entre las demàs lenguas sus hermanas. (Benito de San Pedro op. cit, 36)
Por ello, el quehacer del rey se configura en Benito de San Pedro (op. cit., 51-83) como el termómetro que medía el estado en el que una lengua se encontraba. La intervención política se convierte aquí en factor determinante para regular la pureza y bienestar del sistema lingüístico, que, en el caso del español —según él (1769, 93)—, ha pasado por diferentes etapas: 1) Edad Media (un diamante en bruto, sin limar); 2) siglo XV (época de «mocedad»); 3) siglo XVI («edad varonil» o época de perfección); siglo XVII (decadencia), y 4) siglo XVIII (época de «establecimiento»), después de sufrir su gran caída en el reinado de Felipe V:
En el Reinado de Phelipe V. se conociò la grande caida de nuestro idioma, pero como era tan profunda, no fue facil el levantarlo. Se necesitavan fuerzas mui superiores, que le empezaron a aplicar, i desde los fines de su gloriosissimo Imperio se puede contar la Epoca del restablecimiento de las buenas letras, i de la lengua patria, que crece con toda felicidad acia su entera renovacion i lustre bajo el amparo de nuestro grande Monarca, verdadero Padre de sus Pueblos, i gran Restaurador de la antigua grandeza i honor de su Nacion. En primer lugar el establecimiento de una Academia en el Reinado de Phelipe V. que bajo la autoridad, i proteccion real tiene por objeto la restauracion de la lengua a su antigua pureza, i perfeccion mediante la aplicacion i zelo de sus sabios Individuos: Uno de los mas preciosos frutos de esta Assamblea es el Diccionario de la lengua en seis tomos impresso en Madrid año 1726. obra cuyo acierto, junto con el de una Gramatica correspondiente, es capaz de fijar la grandeza i propriedad i elegancia del idioma para siempre.
Se toma como modelo normativo el discurso escrito, pero no toda letra es válida, pues hay autores y épocas más florecientes, que no se distinguen precisamente por el buen decoro en tinta: se rechaza el Barroco y el rebuscamiento que este propone, y se establece como principio la claridad y la capacidad de transmitir conocimientos útiles. En Gómez Gayoso (op. cit., ix-xv) se da a entender esta dicotomía entre lo puro y la época que ha de imitarse:
De aqui era necessario el dar noticia de aquellos escritos, en que devemos egercitarnos para el verdadero conocimiento de la habla, i que devemos mirar como grandes modelos para perfeccionarnos en ella: observando al mismo tiempo la Epoca, a que pertenecen, para notar por ella las diferencias que corresponden.
[…] El hombre ilustrado por las reglas del Arte cogerà a manos llenas los frutos de la elegancia Castellana, tratando noche i dia las preciosisimas Obras de estos Escritores.
El ataque a la floritura acabará por desprestigiar no solo el estilo gongorino, sino también el quevediano, y en esta desafección por lo rebuscado se mueve el concepto de purismo del siglo XVIII, en donde el deseo de devolver a la lengua el estado en el que se encontraba en su etapa de florecimiento (s. XVI) obligaba a establecer una lucha entre el juego artificioso del Barroco y la perfección renacentista, en donde lo extraño, el neologismo, era más la falta de genio cristalizada en el rebuscamiento, que la introducción de nuevas palabras exigidas por las nuevas cosas y justificadas en nombre de la luz que arrojaban las nuevas ciencias:
En Don Luis de Gongora renaciò un Marcial, pero su extremada agudeza le hizo demasiado obscuro, i su excesiva graciosidad le diò ocasion de jugar de la lengua Castellana con tantos equivocos i donaires, que parece la ultrajò en su gravedad i decoro, de que ella tanto se precia: i con esto diò ocasion a otros de ingenio mui inferior al uso desmedido de juegos i graciosidades, de arte que finalmente nos la dejaron vana, i aun ridicula. Pecò tambien Quevedo, i aun acaso con mas excesso que Gongora, de igual ingenio, de vastissima erudicion, profundo estudio de lenguas, i gran conocedor del precio i excelencias de nuestro Romance, i de los vicios con que ya lo avian entonces inficionado aun aquellos que se gloriavan de mas cultos. (Benito de San Pedro 1769, 88-89)
No obstante, la actitud que los gramáticos tenían hacia lo nuevo en los siglos XVIII y XIX parece fundamentarse tan solo en lo que procedía del lenguaje escrito, que, a fin de cuentas, constituía un círculo vicioso: lo nuevo era lo que debía o no introducirse en el diccionario, y este último habría de nutrirse solo de lo que había sido escrito previamente, convertido por el uso en costumbre. Téngase en cuenta, que el neologismo es un fenómeno de apreciación lingüística y que, por tanto, solo cuando la lengua presenta un grado de desarrollo concreto (entendido aquí como evolución hacia un sistema escritural más perfeccionado), es cuando se tiene mayor conciencia de lo nuevo y de lo ajeno y, esencialmente, porque está guardado en papel. Este círculo vicioso que se movía entre lo más antiguo y lo reciente, obligó a autores como Feijoo a justificar la presencia de nuevas palabras no desde las lenguas romances en contacto, sino desde el latín, o como nos comenta José Jesús de Bustos Tovar (Fol. FL. F. 1928, 4):
Cuando la cuestión del neologismo culto se plantea de nuevo en el siglo XVIII se produce el entrecruzamiento de dos perspectivas diferentes: su uso como forma de oscurecimiento del lenguaje, prolongando «ad nauseam» la técnica barroca, y la necesidad de seguir utilizando el latín como fuente de enriquecimiento léxico. La realidad cultural y científica del XVIII imponía la creación de un nuevo vocabulario; por eso, cuando Feijoo desvía sus dardos de la sátira del estilo barroco, se convierte en un encendido defensor del neologismo, llegando a lanzar una velada acusación contra el Diccionario académico, que si ha depurado el léxico español, no ha logrado proveerlo de los nuevos términos necesarios.
Con esta situación, no es de extrañar que la evolución de las actitudes ante la lengua en los gramáticos del siglo XVIII estuviera en consonancia con la introducción progresiva de las ideas ilustradas y, por tanto, viniera causada por el cambio de orientación metodológica en el estudio de la lengua, la cual se movería desde el abandono del latín como modelo y sistema de partida y la mayor consideración de las lenguas nacionales. La degradación del romance castellano en el hablar y escribir comenzó a contemplarse a principios del siglo XVIII como un virus indeseable que podría contaminar la belleza de la lengua latina. No en vano, autores como Caro y Cejudo (1705, 3) reprochan el uso de locuciones empleadas fuera del decoro latino, por lo que se insta a los gramáticos a enseñar bien esta lengua y a mantenerla lejos del romance bárbaro hablado:
[…] he procurado con singular estudio corroborar con las mas autoridades que he podido: porque si faltàra el apoyo destas locuciones, pudiera qualquiera no admitirlas, dizeindo [sic], que no se avian sacado en los Autores Latinos, sino que yo los avia inventado, cosa que està prohibida à los Gramaticos; pues ninguno, aunque sea muy docto, y cursado en la Lengua Latina, tiene autoridad para introducir en ella nuevos modos de hablar, sino solamente para vsar de los que contienen los Autores Clasicos, imitandolos siempre en sus locuciones.
En definitiva, el uso corrompe la lengua madre, pues este se aleja del buen quehacer de los autores clásicos (Caro y Cejudo 1705, 3):
Con las quales locuciones barbaras, y otra muchas de que vsan, que no refiero por no ser muy molesto al Lector, tenidas por ellos [los confesores] y sus discipulos por muy elegantes, corrompen y destruyen la propiedad, y elegancia de la lengua Latina, por no aver Autor Clasico que aya usado de ellas, como ello usan para qualquiera Romance.
En esta primera fase, poco importa el cuidado del romance castellano, que ya lo dan por perdido respecto de su pureza, pues es el latín el que trata de salvarse de la villanía de su mal uso, que ha de estar regulado por el criterio de los buenos escritores (Virgilio, Terencio, Cicerón…), con el objeto de seguir manteniendo que esta lengua «es vna de las mas elegantes del mundo» (Caro y Cejudo 1705, 3). Posteriormente, la necesidad de transmitir conocimientos abre la veda a la introducción de términos de otros idiomas, pues estos expresan conceptos entonces inusitados, que, a su vez, eran vistos como esenciales para el acceso a las diferentes materias del saber. Es el momento de defender el español contra el abuso de extranjerismos, mejor recibidos si proceden del latín que del francés o el inglés. Estos hechos permiten crear una actitud de defensa casi bélica en torno al castellano, considerado ahora modelo de decoro frente a sus lenguas vecinas. Esta postura defensiva se deja traslucir en los prólogos de las gramáticas inglesas, francesas o árabes, pues justificaban su enseñanza en el hecho de que también eran lenguas dignas de ser ensalzadas por su belleza. Así, en el manual de Chantreau (1797, iii), se insta a aprender francés, porque no solo es universal en las Cortes, sino porque también «es parte de la buena educación de la juventud, del estudio de los literatos, y de la curiosidad de las demas gentes; siendo muy util para qualquiera carrera que se emprenda, y adorno y gala en los que no se dedicaron á ninguna». Eso sí —y este hecho habrá de ser tenido en cuenta en la proliferación de gramáticas sobre el español—, el cuidado de la lengua materna se privilegia al de las extranjeras, pues para conocer estas últimas es determinante saber muy bien cómo funciona la que se aprendió de pequeño que, en este caso, es el español, el cual debe estudiarse según los principios de la Gramática académica:
En efecto los que aprendan el francés por mi Gramática, conocerán bien presto la utilidad de este sistema de estudio, y notarán la falta que hace el no haber estudiado primeramente los principios de su lengua, quando vean que para suplir este defecto, he sacado todas las definiciones de los principios comunes á todas las lenguas, de la misma Gramática de la Real Academia Española; trabajo que fuera escusado si se practicase el sistema arriba citado; porque la unica tarea de una Gramática, escrita para la enseñanza de una segunda lengua, deberia ser el mero Analisis de las diferencias que se encontrasen en el idioma materno, y el que se tratáre de aprender; y no la enfadosa explicacion de los elementos comunes á todas las lenguas, muy molesta para las personas de cierta edad. (Chantreau 1797, iii-iv)
En un intento de introducir el francés en el ámbito de estudios, Chantreau (1797, iv-v) alaba el cuidado académico del español sobre su fijación gráfica, a la que considera atinada y simple, frente al caos de la ortografía francesa más anclada en la tradición y más desviada del habla real:
Estas dificultades [la grafía distinta a la pronunciación] provienen de que los franceses en el modo de escribir, han conservado siempre el uso primitivo de escribir las voces con atencion á su etimología, sin hacerse cargo de las innovaciones que introducia en el hablar una pronunciacion mas perfecta; la que, sin atender á la etimología, solo miraba á producir sonidos mas suaves. […] Muchos franceses han clamado en vano contra dicha irregularidad, (casi comun á todos los idiomas modernos, excepto el castellano) y han dado medios para remediarla; pero siempre ha prevalecido el uso ya introducido.
Y si la imagen del francés respecto del castellano era la de una lengua elegante y refinada[7], otra será la consideración de un sistema como el árabe, visto por la gente de a pie como rudo y bárbaro y, por tanto, más difícil de defender en su enseñanza y aprendizaje. Será necesario acudir a la impronta arábiga del español de otros tiempos para justificar la necesidad de su cultivo y el estudio de un sistema este al que hay que quitar el sambenito de su rudeza y barbarie, como se deja sentir en el prólogo de la gramática árabe de Francisco Cañes (1775, 3):
Presento pues al público esta gramática arabe, deseoso de contribuír por mi parte, á que se pueda aprender con facilidad una lengua no ruda, bárbara, é inutil, y que algunos por ignorancia desprecian; sino elegante, erudita, y utilisima, como los hombres doctos reconocen: á vista de lo mucho que se escribe en ella, y de las numerosas naciones, que la hablan en Asia, Africa, y parte de Europa. […] Es pues necesaria la lengua arabe, no solo para la inteligencia de tantos códices y escrituras; sino tambien para pronunciar con perfeccion la lengua ebréa, y entender la Sagrada Biblia en sus frases.
Sin embargo, esta suerte de captatio benevolentiae usada por gramáticos respondía esencialmente a los deseos económicos de vender ejemplares de sus obras, en las que se comparaba la lengua en venta con la materna, a la que colmaban de elogios[8]. De otro lado, el destino de la transmisión gramatical al pueblo dependía del tipo de tratados que se publicaban: los teóricos e individuales, conformados por gramáticos bien conocidos, y los más prácticos, que venían a aclarar las reglas de funcionamiento gramatical con una terminología más dulce. Estos últimos, como el de Balbuena y Pérez (1791) ablandaban los duros conceptos teóricos con la excusa del público al que iba destinado su lectura: maestros y, consecuentemente, niños. Aquí, la enseñanza de la ortografía, que debía inculcarse con castigos de repetición, escondía el principio de la pronunciación como promotor de actitudes ante el castellano, pues la escritura debía reflejar una modalidad lingüística que atendiese al buen hablar. El concepto de norma que se traslucía en estas gramáticas escolares presuponía un dardo envenenado contra aquellas variantes que no pronunciaban como debía escribirse. Y este «deber escribir» fomentaba un círculo vicioso, en donde la norma no era otra que la de Castilla, que debía regir el principio ortográfico de pronunciación, por lo que variantes como el andaluz quedaban estigmatizadas, como leemos en Rodríguez de Aumente (1770, 6-7), quien, además de insinuar constantemente que la autoridad política debería actuar con castigos a quienes no escribiesen con buena ortografía, se permitía calificar la modalidad andaluza como «tierna» (en sentido peyorativo)
Y asimismo como a de mover los labios con modestia, y conpostura esterior, no permitiendoles que tuerzan la boca, ò la cabeza: que arqueen las cejas: que encojan los onbros: que saquen la lengua: ni que se frunzan los labios &c. porque si se les deja ir con estos vicios, tarde, ò nunca los dejan. Este cuydado es muy importante, y mucho mas en lo mas de las Andalucìas (que por lo general) son tiernos de lengua, pues oìmos en las voces, la mala pronunciacion: lo qual nace de un descuydado principio, el qual llegò à echar raìces, yzose abito, y no es facil el remedio; porque la enfermedad tiene mas facil curacion á los principios. Porque si al que pronuncia blandamente Sielo, le corrigieran la S, y en su lugar le ycieran, que pusiera la C. una, y muchas veces, pronunciaria con aspereza Cielo. Y al que pronunciàra con aspereza: Cevilla, le corrigieran la C. y le ycieran poner la S, pronunciaria con suavidad bien Sevilla. Y al que pronunciàra con suavidad Saragosa, le corrigieran aciendole poner en lugar de la S, la Z, pronunciaria con aspereza Zaragoza. Esto se consigue con el egercicio de la santa paciencia, y el cuydado de los Maestros.
Y este hablar y escribir con corrección no solo afectaba a lo fonético, sino que tocaba el léxico, cuyo caudal debía alejarse de «superfluídades, padrastos, y bastardos escusados», pues estos latinajos nadie los entendía (solo los latinistas) y no hacían más que «oscurecer la noble, y clarisima Lengua Castellana» (op. cit., 13), pues de tanto servirse de letras que no se corresponden con el alma del castellano y, por tanto, inservibles, echaban a perder la hermosura de la lengua madre[9]. La crítica escondida en estas palabras se dirige implícitamente hacia el andaluz, del que luego advierte explícitamente: «Ay muchos, que esta letra [la s] (como son en muchas partes de Andalucìa) no la usan en el lugar que la corresponde, y en su lugar usan la C, diciendo: Ceñor, Cevilla, y en lugar de la C, usan de la S, como es decìr: Sentinela, Saragosa, Sarsuèla, Siruèla, y otros disparates à este tenor, por falta de la correccion de los Maestros, quando los enseñan á los principios» (op. cit, 108). El desprestigio, pues, de aquellas variantes que no escribían como pronunciaban (es decir, de acuerdo a la norma castellana, claro está) fue configurando las pautas para el perfilamiento ortográfico del español, que, a su vez, constituía la envidia de otras lenguas como el francés o el inglés:
La razon dicta, que pues blasonamos, y no sin bastante justicia, de la ventaja que hacemos á todas ó casi todas las naciones en escribir como pronunciamos, debemos observar esta regla en cuanto podamos, sin desfigurar la escritura el sonido de nuestra voz, como lo hacen los Ingleses, Alemanes, Franceses, y otros que nos la envidian. La Ortografia no es otra cosa que una ciencia que enseña con que letras se debe escribir la voz conforme á la pronunciacion que se la dá; de donde se sigue, que todas aquellas letras que no tienen lugar en la pronunciacion de la voz, tampoco le deben tener en su escritura. (Torío de la Riva y Herrero 1802, 375)
Así pues, la confección de las gramáticas a lo largo del siglo XVIII se vio influida por la época de la historia cultural que les tocó vivir a aquellos que las hacían —y que permite valorar las actitudes ante el castellano en contraste con el latín o el francés—, por el perfil del estudioso —si teórico e individualista, o utilitarista (ambos con posiciones distintas ante los principios que emanaban de la Real Academia)—, por la opinión de la gente de a pie sobre los diferentes tipos de estudios gramaticales, por las necesidades de la imprenta y por los condicionantes políticos y económicos del periodo. El impacto de los influjos y las incidencias sobre el cambio lingüístico precisa ser estudiado, pues, desde la consideración de estas variables.
4. Conclusiones
Cuando el gramático se enfrenta con la descripción de la lengua, es inevitable muchas veces que se deje llevar por la impronta de sus sentimientos hacia ella, la cual condiciona el planteamiento de sus hipótesis y reconduce los principios metodológicos que regulan los resultados. El tan ansiado deseo de objetividad que se le exige al gramático se verá ahora obstaculizado por un halo de irracionalidad que nace de la mezcla de múltiples factores: la época que vive, la inclinación política, las necesidades económicas, el nivel de educación o las opiniones generadas por la sociedad en torno a estos creadores de gramáticas. El siglo XVIII fue un periodo de transmisión y recepción de conocimientos varios, y en nombre del saber se justificó que la lengua experimentara aquellos cambios necesarios que la adaptaran a los nuevos acontecimientos. A lo largo de esta centuria, los que se atrevían a describir ese sistema que les permite hablar y escribir experimentaron cambios de parecer sobre él en función de las circunstancias: desde la defensa de las lenguas clásicas en los primeros años de últimos coletazos del rebuscado Barroco, hasta los que abogaban por ensuciar la pureza de la lengua madre a condición de que esta se dotase de nuevos instrumentos para comprender nuevas razones. Y en este intento no ha de menospreciarse el poder de la opinión del pueblo, que parecía preferir los aires prescriptivos que soplaban de instituciones con cuerpo, pero anónimas, a los planteamientos individuales de gramáticos particulares, a los que consideraba soberbios en su saber, enrevesados en sus explicaciones y poco útiles en la aplicación democrática de sus ideas. Quizá las consignas de una institución anónima y autorizada pesaban más sobre la norma, que las disquisiciones poco prácticas de los gramáticos. Así pues, en el acercamiento metodológico al estudio de las gramáticas en el siglo XVIII habrá de considerarse el peso de las opiniones que circulaban en torno a la lengua y al asentamiento de esta en la sociedad y, desde luego, aquellas que rondaban en torno al gramático en general —como ente individual—, y en torno a la gramática en sentido institucional. Muchos de los cambios lingüísticos habría que calibrarlos en función de fobias y filias hacia la consideración de los distintos niveles discursivos: prensa, literatura, política y gramática.
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* Este trabajo se inscribe dentro del proyecto Corpus diacrónico para el estudio de las actitudes lingüísticas en América y España en los siglos XVIII y XIX (FFI2016-76874-P), concedido por el Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España.
[1] En el mismo sentido, se pronunció Moreno Fernández (1990, 23), que no duda en calificar esta actitud como «metodolotría», la cual, a veces, no se sabe muy bien adónde conduce: «Meter los datos a empellones entre las frías rejas de un análisis factorial o poner los aspectos metodológicos muy por encima de los teóricos o del propio objeto de estudio va en el sentido contrario de lo que debe ser el método, esa cartesiana «marcha racional del espíritu para llegar al conocimiento de la verdad». Porque el culto al método o incluso a la simple técnica de análisis convierte la investigación en un puro ritual inflexible e incapaz de adaptarse a las necesidades concretas de cada uno de los elementos que conforman el objeto. Un cálculo de regresión múltiple o un test de Pearson no dan cuenta por sí mismos de la bondad y la calidad de un trabajo».
[2] Hemos de ser precavidos igualmente en ensalzar los métodos de la Sociolingüística en la descripción del cambio lingüístico. Si bien es cierto que muchos de ellos pueden explicarse desde esta perspectiva, no todos se producen por condicionantes sociales: «It would of course be wrong to claim that all linguistic change is of this kind –organized and politically motivated efforts to alter existing norms and conventions. But some linguistic changes are of this kind, and sociolinguistics should not espouse a concept of language which makes them impossible to account for». (Cameron 1990, 91)
[3] Cameron (1990, 81) trata de desmitificar la importancia de la Sociolingüística en la interrelación de la lengua con la sociedad. En realidad, sus ataques se centran en la productividad del método cuantitativo: «Sociolinguistics does not provide us with anything like a satisfactory explanation. The account which is usually given —or, worse, presupposed— in the quantitative paradigm is some version of the proposition that 'language reflects society'. Thus there exist social categories, structures, divisions, attitudes and identities which are marked or encoded or expressed in language use. By correlating patterns of linguistic variation with these social or demographic features, we have given a sufficient account of them». Es necesario, pues, introducir el concepto de «actitud» en los análisis sociolingüísticos, y siempre siendo precavidos respecto de la descripción cuantitativa. Y la crítica continúa (op. cit., 82): «Two things about this kind of account are particulary problematic. The first problem is its dependence on a naive and simplistic social theory. Concepts like 'norm', 'identity' and so on, and sociological models of structures/divisions like class, ethnicity and gender, are used as a 'bottom line' though they stand in need of explication themselves. Secondly, there is the problem of how to relate the social to the linguistic (however we conceive the social). The 'language reflects society' account implies that social structures somehow exist before language, which simply 'reflects' or 'expresses' the more fundamental categories of the social. Arguably however we need a far more complex that treats language as part of the social, interacting with other modes of behaviour and just as important as any of them». La priorización en el ámbito sociolingüístico del paradigma laboviano constriñe, en cierto modo, algunos objetivos de la Sociolingüística, delimitándolo a lo variacional. El abordamiento de las actitudes debería considerar el estudio de la lengua en la sociedad, una especie de etnografía lingüística. En realidad, este lugar en la investigación había estado reservado tradicionalmente a la Sociología del lenguaje, que Fishman (1968, 6) trata de separar desde un punto de vista metodológico de la Sociolingüística, en tanto que la Sociología del lenguaje la ve como la disciplina puramente científica que tomará los problemas de la sociedad y la teoría social como punto de partida: «Sociology of language concerns itself with macro-social language questions (language choice and planning, for instance) while sociolinguistics deals with the microanalysis of variation». De otro lado, autores como Hudson (1980) o Trudgill (1978) aluden a un matiz menos científico —quizá por el escaso uso de lo cuantitativo— de la Sociología del lenguaje: «All work in this category […] is aimed ultimately at improving linguistic theory and at developing our understanding of the nature of language […] very definitely not «linguistic as a social science» (Trudgill 1978, 3).
[4] Ya Alvar (1986, 20) insistía en la diferencia entre un tratamiento oral y escrito: «Claro que hablamos de hablas vivas, las que —desde la geografía lingüística— facilitan información a la sociolingüística, porque la lengua escrita tiene otros alcances muy distintos».
[5] Por esta razón, Moreno Fernández (1998, 186) advierte que aunque el modelo conductista (reacción ante un estímulo) es el más usado entre los sociolingüistas (cf. López Morales 1989, que identifica la actitud con lo conativo), muchas veces hay que separarlo del de «creencia», pues aquí confluyen componentes cognoscitivos y afectivos que, se den o no en la realidad, puede generar actitudes. Así, en la investigación de estos hechos es necesario también observar la conducta de las personas para ratificar las conclusiones del análisis. El concepto mentalista de Rona (1966), en donde se correlaciona la creencia con los hechos, es el preferido por la mayor parte de los investigadores, pues aquí se interpreta la actitud como «el estado mental del individuo», o sea, «una categoría intermedia entre un estímulo y el comportamiento o la acción individual» (Moreno Fernández 1998, 152). Como un estado de mental no puede observarse directamente, lo único que nos queda es recurrir al examen de la conducta.
[6] Téngase en cuenta, como señala Lenka Zajícová (2009, 236), que es precisamente en las situaciones de diglosia donde las diferencias entre lo afectivo y lo conativo salen más a la luz. La evolución de contacto entre el español y las lenguas indígenas son un ejemplo para la consideración de estos matices: «Por eso suele haber, sobre todo en situaciones de diglosia, tantas discrepancias entre la valoración declarada sobre una lengua (es decir, la opinión apoyada solo o mayoritariamente en el componente afectivo de la actitud) y el uso real de ella (el comportamiento)».
[7] Sin olvidar a este respecto, las polémicas que causó la obra de Antonio de Capmany (1776, 22), pues su tratado sobre traducción —ampliamente reseñado en las publicaciones periódicas de la época— implicaba una teorización en torno a la lengua como unión entre lo gramatical y lo moral, pues esta reflejaba la idiosincrasia de un pueblo. Desde este pensar, el francés se representa como el abanderado de la Ilustración, como el sistema capaz de dar cuenta conceptualmente de todos los avances técnicos y científicos manifestados a lo largo del siglo XVIII: «Sin embargo desde que el idioma frances se ha hecho en este siglo intérprete de los conocimientos humanos, esto es, de las verdades y errores antiguos y modernos, debemos confesar que la Francia ha hecho sabia su lengua, consagrándola al idioma de las ciencias. El geómetra, el astrónomo, el físico, el crítico, el filósofo no hablan ya el lenguaje del vulgo, con el cual se esplicaba todo cien años atrás». El «genio de la lengua» se despierta por su capacidad de expresar conceptos superiores, los cuales vienen a ser corroborados por el ejercicio de la traducción (op. cit., 16): «Una traduccion será imperfecta, siempre que con ella no podamos conocer, y examinar el carácter de la nacion por el del autor. Cada nacion tiene el suyo, y de resultas de él usa de ciertas comparaciones, imágenes, figuras y locucion, que por su singularidad y novedad chocan con nuestra delicadeza».
[8] Las actitudes ante el inglés, y en contraste con el castellano, se resumen en las cualidades de esta lengua preparada para el intercambio comercial y fundamentada en su elegancia y claridad (cf. Thomas Connelly 1784, 1: «Los doctos y admirables escritos dados á luz en este idioma son y serán siempre testimonio y la prueba mas clara y decisiva de su energía, variedad, riqueza y elegancia. Quien los lea con cuidado es necesario que confiese, que á ninguno de los idiomas modernos de Europa cede el ingles en fuerza, copia y armonía»). De otro lado, para el italiano, gramáticos como Pietro Tomasi (1779, 2), recurrían a la semejanza entre ambas lenguas para inclinarse por su aprendizaje: «Pero si alguna Lengua debe ser menos estrangera para la Nacion Española, lo es sin duda la Italiana, por la grande analogía, y conformidad que tiene con la Castellana».
[9] Esta idea la resume posteriormente Rodríguez de Aumente (1770, 81-82) en un poemita que reproducimos a continuación: «No escribas con presuncion/de Ortografico Latino,/Porque es un gran desatino/Como áblas (en conclusion)/Castellano, as de escribir;/Porque el querer discernir,/Que assi se escribe en Latin,/Te vendrè á decir, al fin,/Que no sabes costruir».