miliano Battista
Del naturalismo al nacionalismo (1845-1900). Algunas intervenciones filológicas en la Argentina del siglo XIX
1. Introducción
El presente trabajo intenta dar cuenta del primer momento (1845-1900) de un proceso histórico más amplio comprendido por cien años de reflexión lingüística en el escenario intelectual argentino (1845-1945). Los tiempos de la Independencia (1810-1816), los arduos y extensos litigios internos respecto de la conformación del Estado nación (1816-1880), el auge inmigratorio de fines del siglo XIX y principios del XX, el fervor del Centenario (1910) y las diferentes vertientes del nacionalismo que le sucedieron motivaron intervenciones filológicas de distinta naturaleza. A nuestro criterio, el análisis de estas intervenciones —en muchas ocasiones desprovistas de respaldo académico y fruto de indagaciones autodidactas— resulta fundamental para comprender el decurso de la reflexión lingüística previa a la creación del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires (en 1922) y de la Academia Argentina de Letras (en 1931), dos organismos que a partir de entonces dieron cauce a la investigación hegemónica desarrollada en Argentina[1].
El amplio proceso histórico al que referimos encuentra como fechas (simbólicas) de apertura y de cierre la aparición de dos obras que, entendemos, operan como puntos delimitantes de la centuria en cuestión. En un extremo, ubicamos la publicación del Curso de Bellas Letras (1845a), de Vicente Fidel López, un ensayo que buscaba legislar el funcionamiento retórico del lenguaje en el afán de formar a las nuevas clases dirigentes del Estado (Arnoux 2008). En el otro, ubicamos la publicación de la primera edición en español (1945) del Curso de lingüística general (1916) de Ferdinand de Saussure, obra traducida y prologada por Amado Alonso, agente principal del proceso de modernización del saber lingüístico en Argentina y en el mundo hispánico (Toscano y García 2011).
No obstante, según anticipamos, nuestro foco de análisis aquí está puesto sobre el período que identificamos hacia la segunda mitad del siglo XIX, razón por la cual debemos inmediatamente precisar cuál es el acontecimiento —o bien, la publicación— que opera como fecha de cierre del primer momento y, simultáneamente, como fecha de apertura del segundo.
En 1900, aparecieron dos intervenciones fundamentales en relación con aquello que la crítica denominó el debate o la querella acerca de la lengua en Argentina (Del Valle & Stheeman 2004; Ennis 2008; Alfón 2011); específicamente, nos referimos a Idioma nacional de los argentinos (1900), de Luciano Abeille, y El problema del idioma nacional (1900), de Ernesto Quesada, dos obras que, con visiones antagónicas, pusieron de manifiesto la polémica acerca de si la nueva república debía permanecer fiel a la lengua castellana o si, por el contrario, era legítimo postular el surgimiento de una lengua propia que representara la idiosincrasia de la nueva nación (Di Tullio 2010). Resulta difícil hallar intervención lingüística inmediatamente posterior a la fecha que no haya mencionado las obras de Abeille y Quesada, ya sea para reivindicar o rechazar alguna de ellas (Degiovanni 2007).
Para terminar de introducir nuestro trabajo, solo nos resta contestar a una pregunta: ¿Por qué seleccionamos, desde el punto de vista historiográfico, esas obras? ¿Qué nos lleva a tomarlas como acontecimientos claves para la delimitación de períodos? La respuesta justamente se halla en la que constituye una de las principales hipótesis de nuestra contribución. Consideramos que el devenir de la reflexión lingüística en Argentina experimentó una serie de cambios de paradigma; en concreto, advertimos que así como en el primer período (1845-1900) puede registrarse el proceso de consolidación del modelo naturalista, en el segundo período (1900-1945) puede registrarse el desplazamiento paulatino desde un modelo positivista hacia un modelo idealista. Sin embargo, vale aclarar, ni el naturalismo inicial ni el idealismo final (a los que hacemos referencia) fueron nacionalistas. El nacionalismo no era un modelo epistemológico ni disponía de estatuto disciplinar, sino que se trataba de un movimiento intelectual mucho más amplio y general del imaginario cultural argentino y, eventualmente, (latino)americano. Siguiendo la distinción formulada por Devoto (2002, xiv), no tomamos la noción de nacionalismo en un sentido político —restringido— como movimiento antiliberal y autoritario, sino en un sentido identitario —extensivo— como un conjunto de proyectos formulados por las elites políticas de los Estados occidentales para homogeneizar poblaciones heterogéneas dentro de determinados confines. Bajo esta acepción, explica Romero (2016), el nacionalismo puede ser interpretado como una corriente de ideas que en la historia argentina devino una matriz poderosa de pensamiento (no sistemático), en la que había menos de doctrina que de sentimiento valorativo, que disponía de una fuerte pulsión a la acción y de gran capacidad para acomodarse a situaciones cambiantes. Según observaremos, este nacionalismo se caracterizaba por la recurrencia a modelos teóricometodológicos procedentes de diferentes disciplinas en el afán de otorgar estatuto científico a determinados argumentos que buscaban operar una intervención política sobre el imaginario cultural de la época.
En lo que sigue, a través del análisis de la bio-bibliografía de ciertas figuras del escenario intelectual argentino —procedentes de diferentes ámbitos del poder letrado, protagonistas de prácticas discursivas pertenecientes a un amplio movimiento cívico y sociocultural vinculado al proceso de conformación de la nación—, nos proponemos recorrer e interpretar el cambio de paradigma operado por la evolución de las ideas lingüísticas en Argentina durante la segunda mitad del siglo XIX.
2. La incorporación del naturalismo
2.1 Filología y política. Los estudios de López
Entendemos que la publicación del Curso de Bellas Letras (1845a) inaugura el momento de la historia de la reflexión sobre el lenguaje en Argentina que nos proponemos abordar no tanto por la obra en sí, sino más bien por la iniciativa de intervención nacional que caracterizó la actividad intelectual de su autor: Vicente Fidel López (1815-1903). Este hombre de letras, nacido en Buenos Aires, a partir de 1830 tuvo un rol protagónico en diferentes puntos de encuentro de la que posteriormente se consagró bajo el rótulo de "generación del 37 o de los proscritos": primero en la "Asociación de Estudios Históricos y Sociales" en la casa de Miguel Cané, luego en el "Salón literario" de Marcos Sastre y, finalmente, en la "Asociación de la Joven Argentina", una agrupación clandestina, liderada por Esteban Echeverría, que hacia 1846 pasó a denominarse "Asociación de Mayo". Las reuniones libradas por López junto con otros de los llamados "Hijos de la Independencia" —Juan María Gutiérrez, Juan Bautista Alberdi, Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento— concentraban los intereses políticos de un grupo de intelectuales caracterizados como "positivistas sui generis o prepositivistas" (Zea 1949). Estos jóvenes buscaron intervenir directamente en el imaginario cultural argentino en una época de pleno proceso de configuración del Estado nacional.
López completó sus estudios en la Universidad de Buenos Aires, donde se doctoró en jurisprudencia y se recibió de abogado hacia 1839. Sin embargo, por problemas políticos con el gobierno federal de Juan Manuel de Rosas, en 1840 debió marcharse, en principio hacia Córdoba (Argentina), y un tiempo después hacia Santiago (Chile). Durante su exilio en el país transandino, López se acopló a un movimiento cultural que luego fue denominado "generación del 42": un grupo de letrados —entre quienes también se destacaron Andrés Bello y los ya mencionados Sarmiento y Alberdi— cuya producción discursiva (periodística, literaria y/o pedagógica) fue decisiva para la conformación identitaria de las naciones hispanoamericanas del siglo XIX. De este período de la actividad intelectual de López fueron fruto el referido Curso de Bellas Letras y, además, el Manual de Istoria de Chile (1845b) —un trabajo que intentaba entrelazar las representaciones ideológicas de la Ilustración, la Revolución y la Independencia para construir una representación de la "verdadera nación chilena" en el seno de la lucha política— (Arnoux 2010).
Consideramos que la labor de López constituye el punto de partida del período delimitado porque, según advertimos, sus políticas (lingüísticas) encontraron insumo metodológico fundamental en la lingüística histórico-comparativa, una disciplina profundamente signada por el entusiasmo original de los postulados fundacionales del paradigma schleicheriano, aquella perspectiva que supo transpolar el naturalismo darwiniano de las ciencias biológicas al terreno de los estudios sobre el lenguaje (Ennis & Pfänder 2013). Sin embargo, solo un acto de anacronismo (deliberado) o una (caprichosa) historiografía de la anticipación (Kragh 1987) nos permitirían hallar la impronta de las propuestas de Charles Darwin y/o August Schleicher en el referido curso de López. ¿Qué elemento(s) vuelve(n) entonces relevante la obra? Este libro de retórica, el primer gran trabajo de López, escrito desde el exilio en Santiago (Chile), revelaba su notable interés por realizar un aporte al proceso de conformación nacional y, específicamente, por intervenir intelectualmente en la capacitación de la clase dirigente del Estado. Contra lo que señalaría en años subsiguientes, López destacaba la utilidad de estudiar una lengua no tanto desde el punto de vista estrictamente filológico, sino más bien en virtud del desarrollo de modelos literarios, esto es, de su estilo, buscando así comprender la movilidad progresiva del pensamiento humano (1845a, x).
En 1846, ya íntegramente formado en las más variadas manifestaciones del intelecto, López se trasladó a Montevideo (Uruguay); allí transcurrieron su segundo y tercer exilios. En 1852, una vez derrocado el régimen rosista a manos del ejército liderado por Justo José de Urquiza, regresó por un lapso muy breve a Buenos Aires, donde fue Ministro de Instrucción Pública y logró fundar la enseñanza normal en las escuelas, pero pronto emigró nuevamente a Montevideo, ciudad en la que se estableció por casi dos décadas. Desde allí, López continuó trabajando en pos de la organización de una (incipiente) identidad nacional argentina, en particular, y de una (también incipiente) identidad cul-tural de los pueblos latinoamericanos, en general. Así, entre 1865 y 1869, en sucesivas entregas de La Revista de Buenos Aires (1863-1871)[2], López fue publicando una serie de artículos que sirvieron de base para un ampuloso proyecto editorial con el que puso de manifiesto su capacidad de utilización política de la ciencia del lenguaje (Coelho de Souza Rodrigues 2013; Ennis 2016, 2018). En 1868, gracias al financiamiento de Urquiza —entonces gobernador de la provincia de Entre Ríos (Argentina)—, López logró publicar —bajo el sello de una editorial parisina, pero desde tierras uruguayas— en formato libro, en lengua francesa —traducción de Gastón Maspero mediante—, Las razas arias del Perú. Se trató de una obra innovadora y controversial en la que su autor sostenía con audacia la hipótesis del origen ario de la raza peruana y en la que presentaba al quichua como una lengua aria aglutinante, pariente cercana del sánscrito y de otras lenguas de Asia Central.
En la Introducción, López tomaba como punto de partida una distinción efectuada por Max Müller respecto de las lenguas habladas por las razas humanas; de este modo, reconocía, por un lado, los dialectos nómades y/o espontáneos de los pueblos ajenos al desarrollo histórico, y, por otro, los idiomas políticos y/o literarios producto de un movimiento de concentración interior, posteriormente extendidos a diversas naciones (1868, 9). Luego, tanto de unas como de otras, el autor afirmaba:
Las lenguas viven una vida independiente y se desarrollan de igual manera que las sociedades humanas. Los habitantes de un vasto territorio, por más que pertenezcan a una misma raza, se dividen en una multitud casi infinita de pequeñas tribus, casi iguales en fuerza e influencia, sin una comunidad de acción o interés, sin un vínculo entre la política y el comercio que los une; y así, el lenguaje, repartido en tantos dialectos diferentes como tribus haya, varía incesantemente y se renueva casi por completo con el advenimiento de una nueva generación (1868, 10).
La concepción acerca del lenguaje de López correspondía, entonces, al paradigma naturalista (de corte schleicheriano), marco epistemológico hegemónico de la filología histórico-comparativa. Desde esta óptica, el comportamiento de la lengua obedecía a los mismos patrones que el comportamiento de las sociedades. Sin embargo, la visión de López se distanciaba de la posición del referido Müller en un aspecto sobre el que pretendía aventurar su aporte. El argentino, a diferencia del alemán, consideraba que el quichua no era una lengua nómade, aislada, cuyo desarrollo histórico resultaba irrecuperable, sino una lengua emparentada con los idiomas indoeuropeos. Esto se explicaba por haber resultado de un desprendimiento prematuro de las lenguas habladas por las razas pelásgicas. López procuraba demostrarlo tomando el comparativismo como método; se basaba en las semejanzas relevadas entre las raíces y demás formas gramaticales de la lengua quichua con las raíces de las lenguas arias originarias, y así buscaba reconstruir —o bien hipotetizar— su historia.
El quichua y gran cantidad de lenguas americanas (muy probablemente con ella emparentadas) respondían, según López, al mismo patrón de desarrollo que las lenguas antiguas y modernas de Europa y Asia, y debían entonces ser tratadas con el mismo interés. De esta forma, la moderna ciencia filológica proveía al intelectual argentino de las herramientas necesarias a partir de las cuales inducir la procedencia de la lengua de los Incas y conjeturar la historia primitiva del Perú (1868, 17).
La propuesta de López se ajustaba a los términos de la clasificación tipológica vigente, pero ofrecía una apropiación inédita de los mismos. Su particularidad residía en aventurar el osado postulado de considerar al quichua una lengua aria aglutinante. En la asociación de estos dos elementos supuestamente incompatibles radicaba la novedad de la afirmación de López: el origen ario y la propiedad estructural de la aglutinación eran dos características que, según explicaba, resultaban contradictorias, razón por la cual, anticipaba, muchos científicos "aullarían" al ver ambas palabras acopladas (1868, 21). Según los estudiosos, las lenguas arias nunca habían pasado por un período de "relativa imperfección" como el de la aglutinación, y su impronta era, por el contrario, la flexión gramatical (1868, 21). La hipótesis de López era, en definitiva, la planteada a través del siguiente interrogante, que invitaba a pensar el origen del pueblo incaico como una ramificación temprana cuyo antecedente troncal coincidía con el de las razas pelásgicas:
¿No es simple y natural admitir que una lengua cuyas raíces apuntan al origen ario, se separó, por la posibilidad de migraciones, de sus hermanas asiáticas y europeas, se confinó durante siglos en el corazón del sur de América, y se detuvieron sus formas en un período transitivo a causa de una concentración política y social, y por lo tanto hoy se encuentran en ella, con un fondo ariano, accidentes gramaticales que uno está acostumbrado a conocer solo en las lenguas turanas? Este es precisamente el caso del quichua (1868, 23).
López, entonces, buscaba dar respaldo científico, apelando a la lingüística histórico-comparativa, a las ideas de Antonio de Montesinos, para quien el imperio peruano contaba una tradición de cuarenta siglos de antigüedad y no, como para Garcilaso de la Vega, de tan solo cuatro. Por ende, la maniobra desplegada por el intelectual argentino consistía en reivindicar el estudio de ciertas lenguas americanas, pero no por considerarlas valiosas en sí mismas, sino por atribuirles una filiación genética con las lenguas indoeuropeas.
Hacia 1870, nuevamente establecido en Buenos Aires, López fundó —junto con Juan María Gutiérrez y José Andrés Lamas— y dirigió la Revista del Río de la Plata (1871-1877). En esta publicación apareció en dos entregas "Lingüística y política orgánica" (1871a, 1871b): uno de los primeros intentos del liberalismo argentino por desarrollar una concepción organicista de la sociedad (Lettieri 1995).
En sintonía con los argumentos del paradigma schleicheriano —que hoy en día cualquier analista consideraría sobrecargados de prejuicios y lo obligarían a denunciar la inadecuación de una voluntad de manipulación—, en esta contribución López agudizó la correspondencia entre naturaleza y lenguaje; específicamente, buscó establecer un paralelismo entre el estudio político de las naciones y el estudio filosófico de las lenguas. Para ello, nuevamente consideró pertinente tomar como punto de partida una distinción entre dos tipos de naciones civilizadas: pueblos orgánicos y pueblos inorgánicos. Mientras veía a los primeros conformados por hombres libres, en los segundos no hallaba más que autómatas carentes de conciencia acerca de la individualidad y cuyo accionar obedecía a impulsos únicamente colectivos.
La distinción entre dos categorías de pueblos tenía, a su vez, un correlato idiomático, plasmado en las propiedades morfológicas manifestadas por las clases de palabras de una lengua determinada. Desde esta óptica, según López, las lenguas aislantes correspondían a estadios primitivos del desarrollo evolutivo: una palabra que no flexionaba y que no establecía relaciones de forma gramatical con los demás elementos de la frase a la que pertenecía era, semejante a un hombre en estado salvaje, un individuo desligado de toda asociación. Por el contrario, las lenguas flexivas correspondían a un estadio evolutivo superior en el que se desarrollaban hombres libres en el marco de sociedades orgánicas. De esta manera, la referida diferencia de orden lingüístico tenía severas implicancias de orden sociocultural: para López, las lenguas orgánicas producían "Homeros y Virgilios", los países municipales producían "Romas, Inglaterras y Washington", y por más que quisieran, los chinos o los turcos no podrían desarrollar esas obras o esas ciudades, porque "su inteligencia, manufacturada por su lengua, los hac[ía] ineptos para la libre variedad de la combinación de las ideas, de las palabras y de los colores que producen la libertad de las perspectivas" (1871b, 672).
Luego, López se desempeñó como profesor de Derecho romano y de Economía política en la Universidad de Buenos Aires. Su gran vocación docente y su actividad de gestión lo llevaron a alcanzar el cargo de rector de dicha institución entre 1873 y 1876. También fue diputado nacional (1876-1879) y ministro de Hacienda (1890-1892). En 1880, López presentó el primero de
los doce tomos del Diccionario filológico-comparado de la lengua castellana (1880) de Matías Calandrelli. Si bien se trata de una empresa lexicográfica que resultó inconclusa, fue oportunamente juzgada como "monumental" por Arturo Costa Álvarez y, de haber hallado el financiamiento necesario para su publicación completa, habría sido "un triunfo bibliográfico para la filología nacional" (1922, 247). El diccionario de Calandrelli constituía una "obra de naturaleza híbrida", motivada por un "objetivo doble": no solo brindar un diccionario monolingüe a los usuarios del lenguaje en general, sino también un estudio etimológico a un público más restringido (Campos Souto 2008, 52).
En esta intervención, en la que López presentó el material de su colega, efectuó una exposición de los lineamientos generales de la disciplina de acuerdo con el modelo de la filología de su tiempo. No desperdició la oportunidad de demostrar absoluto conocimiento de los aportes de los "grandes maestros" de la ciencia del lenguaje, entre quienes listaba, además de al ya mencionado Müller, a Friedrich Schlegel, Franz Bopp y Jacob Grimm. El alarde de erudición con el que historizaba el desarrollo de la disciplina y con el que caracterizaba la matriz epistemológica de sus conceptos fundamentales ponía al descubierto una vez más los intereses cívicos y políticos que constituyeron el foco de atención de la labor filológica de López. La comparación, el análisis de las semejanzas, la explicación de las "relaciones de consanguinidad" o de "filiación genética", la postulación de leyes que permitían explicar, con rigor científico, los cambios producidos en diferentes lenguas a partir de un antecedente común, no estaban más que al servicio de su política lingüística. En el discurso de López, la ciencia del lenguaje se ofrecía como una herramienta que con su análisis suplía los huecos de conocimiento a los que el paso del tiempo sometía a los hombres; definía la filología comparada como la "autopsia de las palabras y de las formas gramaticales" (1880, vi).
En líneas generales, el resto de la producción intelectual de López contribuyó a la interpretación del pasado nacional. Resultado de esta tarea fueron su Historia de la República Argentina (1883-1893) y su Manual de la historia argentina (1896), una sinopsis metódica de la anterior, en cuya "Introducción" abiertamente presentaba la lingüística o filología como una de las "siete ciencias históricas cooperativas" que permitían resolver el dificilísimo problema de los tiempos primitivos, siendo las seis restantes la paleontología, la numismática, la etnología, la arqueología, la geografía y la cronología. La filología, explicaba López, permitía llenar el lamentable vacío de la historia, generado por la rapidez con que transcurre el tiempo y la debilidad de la memoria humana: "el estudio comparativo de las lenguas puede esclarecer puntos capitales de la sociabilidad problemática de los tiempos perdidos (1896, 30). Así, López parangonaba la función social de la lengua aria con la de la lengua latina, cada una en su respectivo momento de plenitud, pero el reconocimiento del vínculo estaba en realidad al servicio de la reconstrucción, establecimiento y consolidación de una determinada tradición sociocultural y un linaje específico a partir de los cuales cimentar la identidad nacional:
Tenemos, pues, que el hecho más remoto, el más primitivo a que ha llegado la ciencia histórica de los modernos, es la existencia incontrovertible de un idioma ARIACO que en los tiempos "sin historia" hizo el mismo papel civilizador que la lengua latina ha desempeñado en los tiempos históricos. Los que hablamos español en la América del Sur, somos, pues, por la lengua y por la raza, legítimos descendientes de esa primitiva tradición (1896, 30).
Por último, el discurso de López destacaba el carácter netamente instrumental de la metodología comparatista, en particular, y la auxiliaridad de la ciencia filológica, en general; ambos atributos, pues, resultaban constitutivos de su realidad disciplinar. Esta era la manera en la que, finalmente, el autor explicaba cuáles eran los aportes que podía brindar el análisis lingüístico-gramatical a la hora de (re)interpretar la vida social de los pueblos antiguos, o bien de (re)direccionar el desarrollo integral de una civilización actual.
2.2 Filología y etnografía. Los estudios de Lafone Quevedo
El conocimiento de la filología histórico-comparativa —una de las vastas áreas de investigación de las academias europeas en la que se formaban los jóvenes universitarios, muchos de ellos procedentes de la elite culta que habitaba los grandes centros urbanos de América— se topaba con un territorio absolutamente propicio para su puesta en práctica en la Argentina del siglo XIX. La existencia de innumerables pueblos originarios del "nuevo mundo" era sumamente convocante para los hombres de ciencia, a quienes se les imponía la necesidad de trabajar de manera interdisciplinar. Cualquier intento de estudio aislado de algún aspecto de esas comunidades —un objeto (sociocultural) inherentemente complejo— hubiera arrojado un análisis improcedente. La "reciprocidad científica" entre la antropología, la arqueología, la paleontología, la geografía y la historia, entre otras (De Mauro & Domínguez 2013), resultaba un requerimiento tan fundamental como ineludible para el investigador que pretendiera adentrarse en el conocimiento de estos pueblos.
En el escenario descrito aparecieron los estudios de Samuel Alejandro Lafone Quevedo (1835-1920). Este intelectual, de padre inglés y madre argentina, nacido en Montevideo (Uruguay), estudió en Liverpool y Cambridge (Inglaterra), hasta establecerse por un tiempo en Catamarca (Argentina), donde se abocó al conocimiento de las culturas indígenas del norte argentino, de Bolivia y Perú (Farro 2013). En la Argentina finisecular, el trabajo de Lafone Quevedo encarnó el desarrollo de aquello que luego la crítica identificó como "lingüística antropológica" y/o "etnografía lingüística": ciencia empírica e inductiva dedicada al estudio de las lenguas indígenas a partir del cruce de elementos geográficos, etnográficos y filológicos (De Mauro & Domínguez 2013; Farro & De Mauro 2019).
En la introducción a su Londres y Catamarca (1888), Lafone Quevedo señalaba que al estudiar la historia indígena —y, como parte de ella, las filiaciones de las poblaciones lugareñas— había advertido la necesidad de conocer los fenómenos gramaticales de la lengua del Cuzco, y que esto lo había llevado a comprender también la necesidad de proceder de la misma manera con otras tribus americanas, ampliando entonces en todos los casos el alcance de sus investigaciones hacia lo lingüístico (1888, ix). Luego, dando cuenta de la impronta naturalista de la que se hallaban imbuidas todas las áreas de conocimiento, el autor explicaba la necesidad de proceder conforme lo hacía la botánica, disciplina que no forjaba sus clasificaciones de acuerdo con "las monstruosidades que llamamos flores de jardín", sino de acuerdo con la descripción de "las formas silvestres"; consideraba, pues, que para lograr un estudio científico de las lenguas americanas debíamos "clasificar de monstruosidad el idioma literario y buscar el origen en el dialecto" (1888, x-xi). Observaciones de este tenor ponían al descubierto que, en la concepción del lenguaje de Lafone Quevedo, el comparatismo no estaba al servicio de la reproducción (acrítica) de la "antinomia lengua-dialecto", sumamente establecida en la lingüística hegemónica de su tiempo. Lejos de considerar a los idiomas que carecían de escritura como elementos exentos del estatuto de lengua, el método desarrollado por este arqueólogo confiaba tanto en la palabra del hablante que llegaba a concebirla el insumo primordial del análisis lingüístico.
Hacia 1890, ya trasladado a la ciudad capital de la Argentina, Lafone Quevedo asumió el cargo de profesor de Etnografía de la Universidad de Buenos Aires y director de la sección de "Arqueología y Lenguas Americanas" del Museo de La Plata. A partir de entonces, muchas de sus investigaciones, que contaban con el apoyo de Vicente Fidel López, Bartolomé Mitre y Juan Bautista Ambrosetti, se materializaron en publicaciones de distintas revistas científicas del campo: la Revista Patriótica del Pasado Argentino (1888-1892), la Revista del Museo de La Plata (1890-1934) y, principalmente, el Boletín del Instituto Geográfico Argentino (1881-1911). En estos trabajos, en ocasiones resultantes de un esfuerzo coordinado con otros misioneros y/o investigadores de la región como Juan Pelleschi, Joaquín Remedí o el ya mencionado Calandrelli, Lafone Quevedo practicó el estudio comparativo de las lenguas indígenas de Sudamérica y postuló un esquema de clasificación general centrado en la articulación de las partículas pronominales. En "Las lenguas argentinas" (1896), por ejemplo, dividió las lenguas americanas en tres grupos que, a su criterio, eran fácilmente identificables: uno correspondía a aquellas que sufijaban las partículas pronominales, como el quichua; otro correspondía a las lenguas que prefijaban esas partículas, como el guaraní; y un tercer grupo que se valía de ambos recursos gramaticales, como el mocoví y sus codialectos (1896, 121-122).
Lafone Quevedo avanzó, específicamente, sobre el estudio de las lenguas indígenas del Chaco argentino: el vilela, el lule, la familia mataco-mataguaya (vejoz y noctén) y guaycurú (mbayá, abipón, mocoví y toba). Su labor de catalogación implicó un riguroso proceso de observación, extracción, registro y organización de datos que le llevó a desarrollar, dentro de los parámetros de la época, una metodología propia; el coleccionismo y el trabajo de archivo se conjugaron con el trabajo de campo, en el que el contacto directo con la voz del nativo contaba como prueba de verdad para la confirmación de la interpretación científica (Farro 2013). Las numerosas contribuciones de Lafone Quevedo no solo profundizaron el análisis lingüístico desde la perspectiva naturalista, sino que continuaron manifestando su necesidad de pronunciarse en relación con los dos puntos antes mencionados: en primer lugar, su distanciamiento respecto de las clasificaciones hegemónicas con las que los filólogos europeos habían analizado la matriz de datos que les ofrecían las lenguas del viejo continente; en segunda instancia, su preferencia por el estudio de la lengua en boca de los hablantes como objeto auténtico de la investigación lingüística. En "La lengua Vilela ó Chulupí" (1895), por ejemplo, Lafone Quevedo anunciaba que muchas de las reglas filológicas de Europa —"productos de las aulas, más o menos artificiales, imposiciones de arriba abajo"— no tenían aplicación en América, donde hallábamos un genuino "producto de la naturaleza"; en el nuevo conti-nente, según este arqueólogo, los preceptos del evolucionismo schleicheriano se materializaban en su estado más puro, sin las restricciones y/o los condicionamientos ejercidos por la coerción institucional: "Las lenguas se mezclan, se desarrollan, desaparecen, se modifican de mil maneras, correspondiendo en todo a la hibridación étnica, pero sin un Latín, un Griego, un Sánscrito a que retrotraer los toscos dialectos" (1895, 43).
Si bien fueron los aportes en materia de estudio de lenguas indígenas los que permitieron individualizar su trabajo, en la producción intelectual de Lafone Quevedo encontramos una intervención que resulta singular y que, a la luz del nacionalismo imperante en la Argentina finisecular, motiva su análisis. En "El verbo. Estudio filológico-gramático" (1892), se proponía desenmascarar una filiación diferente —no tradicional y, por tanto, polémica— para la lengua española; específicamente, buscaba "adelantar una jornada" en una "revolución" cuyo inicio le adjudicaba al "gran gramático americano", Andrés Bello, quien, a su criterio, había sido "el primero en levantar el grito de tiranía de las aulas en materia gramatical" (1892, 251). Así, Lafone Quevedo procuraba denunciar la inadecuación de "la idea preconcebida" de que la recuperación de los antecedentes del castellano no conducía sino al latín; y, casi como un desprendimiento de lo anterior, sostenía que la ciencia no admitía el recurso a las irregularidades caprichosas, un fenómeno que había sido inventado, explicaba, "para encubrir la ignorancia o la flojera de los gramáticos" (1892, 252-253). Luego, ilustraba a partir de numerosos recursos lingüísticos que reconocía como eminentemente teutónicos, la lengua castellana desconocía su abolengo exclusivamente latino; y frente a ello, afirmaba:
Colón al descubrir las Américas creyó que eran las Indias; se equivocó, pero descubierto quedó nuestro Continente. Yo creo haber hallado que las supuestas irregularidades del Verbo Castellano desaparecen si les aplicamos un abolengo Bajo-Alemán; podré equivocarme al quererlo emparentar con tal o cual dialecto determinado, pero será siempre alguna rama del árbol teutónico la clave del misterio (1892, 302).
Lafone Quevedo sabía que su osada tesis incurría en "herejía contra los dogmas de la filología moderna", y era plenamente consciente también de que "su voz de protesta contra el falseamiento de la verdadera historia del Castellano" procedía de la pluma de un hombre que en los últimos años había escrito desde Andalgalá (Catamarca), un pueblo ubicado en los confines de un continente apenas explorado por los intelectuales europeos (1892, 302). Su ciencia, explicaba Lafone Quevedo, rechazaba todo dogma no fundado en hechos y denunciaba, pues, la "esterilidad de la filología española", principalmente debida a "esa funesta práctica de querer atribuir todo el mecanismo gramatical" del castellano a la lengua latina (1892, 302-303). Finalmente, al retomar la analogía con la situación colombina a la que había referido en lo precedente y al subrayar la dimensión hipotética de sus afirmaciones —no así de su propuesta meto-dológica—, el arqueólogo concluía: "Este estudio es un viaje de descubrimiento, otros, más avisados, que corrijan el derrotero, pero por cualquier camino que andemos al Teutonismo llegaremos" (1892, 303).
3. Lo nacional en cuestión
Si bien la discusión acerca de la lengua nacional nos obligaría a detenernos en no menos de una veintena de intervenciones de la reflexión filológica argentina del siglo XIX, aquí proponemos tomar como punto de inflexión para la cuestión una serie de intervenciones de Alberto del Solar (1859-1921) y Mariano de Vedia (1867-1941), publicadas en 1889 en el periódico porteño La Nación. El primero, nacido en Chile, de origen militar, se desempeñó como diplomático en España y Francia antes de radicarse definitivamente en Argentina. El segundo, nacido en Buenos Aires, era periodista y redactor del mencionado diario desde 1884; en este caso, escribía bajo el seudónimo de Juan Cancio.
Un mes antes de este intercambio discursivo (de carácter casi epistolar) un debate del mismo tenor en relación con la problemática de la lengua nacional se libró —en el mismo diario, aunque en realidad originado por una publica-
ción inicial en La Prensa— entre Rafael Obligado y Juan Antonio Argerich (Rosenblat 1960; Alfón 2011). Aquí optamos por atender exclusivamente la discusión producida entre los dos intelectuales referidos en primera instancia porque, según entendemos, permite registrar el modo en que el naturalismo lingüístico se puso al servicio de la querella idiomática, independientemente de cuál fuera la posición a la que sirviera; en otras palabras, advertimos que los argumentos en favor o en contra de alguna de las versiones del nacionalismo (aun cuasi romántico) —la hispanófila o la hispanofóbica— estaban profundamente marcados por el biologismo (darwiniano) imperante en la ciencia del período.
En el intercambio de intervenciones que nuestro trabajo selecciona, mientras del Solar se pronunciaba en favor de la consolidación de la Academia correspondiente en territorio argentino, de Vedia negaba la utilidad de dicha institución, pues consideraba que venía a luchar con leyes fatales que impedirían la preservación de la supuesta pureza de la lengua castellana en suelo americano.
La posición de Vedia estribaba en tres argumentos. Primero, en la desigualdad patrimonial entre los pueblos: "No existe —pero ni se concibe que pudiera existir— similitud de propiedad, índole y costumbres entre un pueblo de la vieja Europa y otro pueblo de la joven América" (1889a, 1). Segundo, en la transformación naturalmente experimentada por los idiomas:
Si un idioma se transforma accidentalmente en el mismo pueblo que le habla desde su origen, ¿cómo no ha de modificarse totalmente cuando se traslada a enormes distancias, para ser hablado por pueblos nuevos, de índole, costumbre y propiedades diversas, en regiones de una naturaleza distinta? Esa es la suerte fatalmente reservada a los idiomas viajeros, y que debe tocar en mayor razón al español, convertido en idioma museo por la inacción y el desdén de una academia inútil, que se agita por establecer entre nosotros una correspondiente más inútil (1889b, 1).
Y por último, en la inadecuación del lema de la Academia: "¿Qué interés verdaderamente serio podemos tener los americanos en fijar, en inmovilizar, al agente de nuestras ideas, al cooperador en nuestro discurso y raciocinio?" (1889c, 1).
Del Solar (1889a, 1889b, 1889c), en la polémica, desmentía punto por punto lo objetado por de Vedia. Lo acusaba de citar en vano a Schleicher, a August Wolf y a Whilhelm von Humboldt, y de escudarse detrás de un fatalismo a lo Arthur Schopenhauer. Luego lo interpelaba directamente: "¿Y por qué no contribuye usted con todas las fuerzas intelectuales de que goza a evitarlo? ¿Por qué no lucha por poner una barrera a la corruptela? ¿Cree acaso usted que eso es atraso, eso es conservatismo?". Y contestaba: "¡No, Sr, Cancio; eso es progreso!" (1889c, 1).
Del Solar luego decidió publicar el material resultante de sus descargos en forma de librito bajo el título de Cuestión filológica. Suerte de la lengua castellana en América (1889d). En este trabajo, que ampliaba lo expresado en los artículos periodísticos, podía apreciarse la remisión al modelo naturalista, con el que buscaba darle mayor solidez a su nacionalismo hispanófilo, no argentinizante.
Antes de expresar su posición respecto de cuál debía ser la lengua de los argentinos, del Solar revisaba el pasado de la lengua castellana; señalaba las dificultades de acceder al estudio de los idiomas primitivos, pero destacaba los avances científicos de los últimos años, gracias a los cuales la disciplina había logrado remontarse hasta el establecimiento de dos ramas madres:
[…] el sánscrito y el arameo, de donde brotan, pasando por otras ramificaciones subalternas, que forman grupos entre sí, las lenguas derivadas, indoeuropeas y semíticas, llamadas de flexión, harto distintas por su forma y estructura de las monosilábicas y aglutinantes, que, en orden de progreso, se han quedado tan atrás (1889d, 11).
Al transitar el pasado de la disciplina y los diferentes hallazgos en materia de evolución lingüística, del Solar lograba jerarquizar el tronco original de la familia indoeuropea y de sus desarrollos ulteriores: en las lenguas flexivas se reconocía una morfología propia de un estadio (evolutivo) superior respecto de las lenguas aislantes y aglutinantes. Al historizar el proceso de romanización de la lengua latina durante el siglo IX, agudizaba su caracterización de la lengua como un organismo —sujeto a un ciclo biológico— que durante su existencia entabla relaciones de fuerza y de lucha por la supervivencia con las otras especies de su entorno:
[...] nos demuestra, una vez más, que los dialectos incompletos tienden siempre a completarse, en una especie de lucha por la vida, que sigue su marcha ascendente hacia el perfeccionamiento, en su continuo contacto con una lengua sabia: al revés de lo que sucede si esa lengua sabia se contagia con dialectos inferiores o elementos extraños, pues entonces degenera, se corrompe y decae (1889d, 19).
De esta manera, así como una lengua tenía, por naturaleza, la capacidad de perfeccionarse, un entorno nocivo podía inocular en ella elementos degenerativos; esta era la razón por la que las instituciones modernas debían obrar en virtud de la preservación de lenguas como el español, cuyas propiedades la hacían de las más evolucionadas.
Luego, del Solar continuaba su cronología remitiéndose al siglo XVII. Presentaba, a partir de los estudios de los eruditos europeos que habían visitado América, los idiomas (aglutinantes) hablados por los pobladores originarios del continente. A diferencia de la caracterización antes propuesta por López, quien presentaba a determinadas lenguas americanas como lenguas con historia y no como meros dialectos nómades y aislados, del Solar las evaluaba despectivamente, considerándolas lenguas en estado embrionario: "simples idiomas locales anti-artísticos, pobres en formas y en leyes gramaticales" (1889d, 24). Con el argumento de la supervivencia del más apto intentaba justificar el proceso de desplazamiento o absorción de una lengua con respecto a otra como una consecuencia (inalienable) del decurso (natural) de los acontecimientos:
El predominio del castellano tenía, pues, que producirse con el tiempo y a medida que la absorción de una raza inferior por otra superior fuera verificándose. De Norte a Sud del continente austral triunfaría algún día el español, y sentaría sus reales en las comarcas conquistadas (1889d, 24).
Para del Solar, entonces, en una sociedad civilizada era necesario ordenar y vigilar el desarrollo del idioma, motivo por el que devenía efectivamente legítima la intervención institucional. La manera de hacer frente al eventual proceso de babelización y/o corrupción del castellano en América consistía en acercarse nuevamente a España y en otorgarle la tutela idiomática sin que ello conllevara ir a contramano del desarrollo de la soberanía nacional (Rosenblat 1960).
La consolidación de las naciones libres y autónomas en territorio americano no requería del distanciamiento de lo español en términos de legislación idiomática ni, mucho menos, del desarrollo de una lengua diferente al castellano. A criterio de del Solar, el principal rector del desarrollo lingüístico debía ser el "uso", pero no el uso del vulgo, sino el "uso de las inteligencias cultivadas", el "uso de los autores consagrados". ¿Y quién se encargaría de estimular ese uso y, consecuentemente, el "crecimiento progresivo" del idioma? Un "eterno regulador" que, en sintonía con la metáfora biologicista de la lengua como organismo y de las familias lingüísticas como árboles que se desprendían de un tronco común, actuaba como un "podador inteligente" (1889d, 32).
La posición de del Solar respecto de la realidad lingüística, por ende, era netamente prescriptiva; su modelización contemplaba, no obstante, el cambio como posibilidad de crecimiento, pero lo hacía censurando el "capricho" individual y velando porque la transformación se verificara en condiciones que no alteraran la "substancia del idioma" (1889d, 32). Por último, contra la fobia a lo hispánico, expresaba su sentencia:
La lengua que hablen nuestros biznietos deberá ser siempre la bella y rica lengua castellana o española, enriquecida con elementos nuevos; pero no adulterada, hasta el punto de formar un nuevo idioma. Razones de orden histórico, de orden lógico y de orden patriótico se oponen a que se autorice lo contrario (1889d, 43).
4. La consagración del naturalismo en manos del nacionalismo
La Argentina de 1890 recibía un fuerte aluvión inmigratorio. El temor a la fragmentación interna ponía en el centro de la escena la cuestión de la nacionalidad (Bertoni 2001). La situación de (presunto) riesgo cultural resultaba convocante y motivaba, pues, intervenciones de diferente naturaleza. Mientras algunas posiciones intentaban que el imaginario social cimentara su identidad aferrándose a la idea de preservación y reivindicación del hispanismo, otras buscaban capitalizar la mixtura finisecular y construir la idiosincrasia nacional en base al cosmopolitismo.
La línea recientemente analizada en la prensa porteña con las contribuciones de del Solar tuvo su continuidad en materia educativa. En 1894, el diputado Indalecio Gómez efectuó una presentación parlamentaria con un proyecto de ley —finalmente reprobado— relativo a la obligatoriedad del idioma nacional en las escuelas (Ennis 2019). En 1898, cuando la legislación comenzó a intervenir directamente sobre los contenidos de los manuales escolares, el Departamento de Instrucción Pública sancionó un decreto sobre la base de lo dictaminado por la Comisión Revisora de Textos, y así estableció que solamente dos gramáticas
—la de Baldmar Dobranich y Ricardo Monner Sans y la de Juan José García Velloso, de 1893 y 1897, respectivamente— eran los libros oficialmente autorizados en la Argentina para su utilización en los cursos de lengua castellana de los colegios nacionales y escuelas normales (Lidgett 2015; Arnoux 2017).
Como contrapartida —aunque también a modo de "defensa preventiva" frente a la oleada inmigratoria—, cierto sector de la comunidad cultural impulsó la gesta de "un fervor nacionalista que fuera capaz de argentinizar a la inmensa población recién llegada" (Rosenblat 1960: 49). Esta "actitud de separatismo o ruptura idiomática" —no purista— encarnaba, en un escenario de conflicto de identidad, un modo de reafirmación de la idiosincrasia nacional (Blanco 1991, 1996).
Las dos posturas velaban por el control del posible proceso de degeneración de la lengua, que necesariamente conllevaba la degeneración del ser nacional; cada una de ellas, sin embargo, partía de criterios de modelización distintos, pues no había acuerdo respecto de cuáles debían ser los elementos constitutivos de dicho ser nacional. Una era de influencia francesa y, anclada en el cosmopolitismo, proponía la adopción de las formas europeas en la literatura y la educación; la otra, de ascendencia española, buscaba que el disciplinamiento institucional evitara la descomposición de la pureza de la lengua castellana (López García 2015). En este marco surgen las publicaciones que a continuación analizamos.
4.1 Naturalismo y argentinidad. La obra de Abeille
Luciano Abeille (1859-1949) nació en Burdeos (Francia) y se licenció en medicina en la Universidad de París. Hacia 1889, se estableció en Buenos Aires, donde pronto logró conectar con las preocupaciones culturales y políticas locales, razón por la cual la crítica actual lo identifica como un "entusiasta de la argentinidad" (Alfón 2011). Fruto de su amistosa relación con Carlos Pellegrini, entonces presidente de la Argentina[3], Abeille fue nombrado profesor de latín en la Escuela Superior de Guerra y profesor de francés en el Colegio Nacional de Buenos Aires (Oviedo 2005). Aunque no fuera un hombre específicamente formado en las letras, este intelectual radicado en el país, filólogo por afición, que contaba con una membresía en la Sociedad Lingüística de París y con el explícito aval de Louis Duvau[4], publicó, bajo el sello de una editorial parisina, su voluminoso Idioma nacional de los argentinos.
La propuesta de Abeille buscaba identificarse con los principales postulados de la filosofía romántica de la primera mitad del siglo XIX; mencionaba a Humboldt, James Darmesteter y Ernest Renan, y sostenía que la lengua no solamente era considerada una "energeia" —"el trabajo del espíritu que convierte el sonido articulado en la expresión del pensamiento"— sino también "el vehículo de la actividad intelectual de una nación" (1900, 2). Luego, al igual que los demás intelectuales anteriormente referidos en este trabajo, conforme al naturalismo dominante en las diferentes áreas del conocimiento de 1860 en adelante, Abeille precisaba su definición: "Las lenguas deben ser consideradas como seres reales de la naturaleza que tienen una existencia casi material"; e indicaba que los rasgos principales de la teoría de Darwin sobre los seres vivos habían encontrado aplicación en la vida de las lenguas gracias a las ideas desarrolladas "magistralmente" por Schleicher (1900, 10). Más adelante, el francés complementaba su caracterización ofreciendo conceptualizaciones naturalistas cada vez más agudas: "La lengua en efecto no es más que el organismo silábico primordial en el cual la raza ha encarnado espontáneamente los productos de su organización intelectual particular" (1900, 28). Siguiendo a E. Haeckel y a Müller —a este último lo consideraba "uno de los campeones de la importancia de las lenguas para la clasificación de las razas"—, Abeille ubicaba a la disciplina entre las ciencias naturales, y en el análisis de los fenómenos lingüísticos reconocía la unión (epistemológica) de la zoología con la etnografía y de la biología con la historia; consideraba evidente la "exacta relación entre la arqueología psicológica de una raza y la estructura particular de las formas de su léxico y gramática" (1900, 29-30).
Para Abeille, las nociones de raza e idioma —en este aspecto coincidía con la postura de quienes buscaban intervenir en virtud de la preservación de lo español frente al aluvión inmigratorio— se correspondían y andaban, pues, por caminos paralelos. La nueva raza que se formaba en la Argentina haría que el español o "lengua de los conquistadores" evolucionara hasta formar un "nuevo idioma", pues toda raza poseía, a criterio del autor, junto a los "caracteres fisiológicos permanentes", "caracteres psicológicos fijos", siendo justamente estos últimos los que aparecían en la lengua, "la trama más última de las facultades mentales" (1900, 37).
Estas y otras afirmaciones iban a contramano del (supuesto) alarde de erudición de Abeille, pues, aunque sirvieran al objetivo de pretensión científica de su discurso, exhibían también las carencias de su perspectiva: la teoría de Michel Bréal —a quien citaba incansablemente desde el comienzo de la obra— y de otros miembros de la Sociedad Lingüística de París —como Gaston Paris y Antoine Meillet— había sido enfáticamente crítica con el naturalismo schleicheriano. No obstante, refugiándose en el respaldo que le proporcionaba tan prestigiosa institución, Abeille ofrecía su hipótesis de que el idioma español trasplantado al territorio argentino evolucionaría hasta la constitución de un idioma propio. Y con contundencia, pronunciaba su voto:
Negar la evolución del idioma en la República Argentina es declarar que la raza argentina no llegará a su completo desarrollo […] El idioma nacional argentino provoca principalmente los ataques de muchos españoles porque esa lengua no es el castellano puro. El único valor que tienen semejantes críticas, es probar la exactitud de nuestra teoría, o sea la evolución emprendida ya por el castellano que fue introducido en la RA, evolución que se operará a pesar de la voluntad humana y en virtud de leyes determinadas, según las cuales las lenguas nacen, crecen, se desarrollan, envejecen y mueren (1900, 39).
También a la luz del modelo naturalista, Abeille contrariaba los argumentos esgrimidos por los hispanófilos; tal era el caso de la noción de "pureza del idioma", en la que desconocía "un título de honor para la inteligencia de un pueblo" y en la que hallaba una de las pruebas más contundentes de su "insensibilidad e indiferencia" (1900, 64). Para el francés, el gesto de ruptura de la Argentina con respecto a la nación de la que en algún momento sus tierras habían sido colonia se había consumado en lo político y, según las leyes naturales de la evolución —"bajo la acción de la competencia vital y de la selección natural" (1900, 69)—, se consumaría también en lo lingüístico; el espíritu inicial de la revolución de mayo continuaría su avance sobre la idiosincrasia argentina hasta lograr su independencia en términos idiomáticos. La empresa de Abeille lucía sumamente ampulosa, al punto de que su gimnasia discursiva pretendía posicionar a Buenos Aires —en realidad cometía el error de equiparar la ciudad capital con la totalidad del país— como un polo irradiador de pensamiento similar al de Atenas en la Antigüedad:
La frase argentina es clara porque la claridad constituye uno de los caracteres de la inteligencia argentina. La inteligencia argentina es clara como el sol del escudo nacional; como los colores de la bandera patria; como la superficie de la majestuosa República Argentina; en la cual chispean millones de salpicaduras de un blanco inmaculado; como los paisajes luminosos y azulados que se contemplan en este país; como la Cruz del Sur, aquella admirable constelación que brilla con un resplandor sin igual. Esta transparencia intelectual la República Argentina la refleja en su idioma, porque, nueva Atenas, aspira a ser la propagadora de las ideas nuevas, en esta parte del continente americano, como lo ha sido ya de la libertad y de la independencia política (1900, 390).
4.2 Naturalismo y panhispanismo. La réplica de Quesada
El ánimo republicano de los últimos años del siglo XIX había incrementado en ciertos sectores de la sociedad la "fantasía de forjar una raza típicamente argentina" y, como un desprendimiento natural de ella, el desarrollo de una lengua nacional propia; paralelamente, otros intelectuales y/o funcionarios habían izado la bandera del "panhispanismo", un movimiento político-cultural cuyo objetivo principal era difundir la idea de una España progresista opuesta a la imagen negativa de lo español que circulaba en el ámbito argentino (Biagini 1995). Según del Valle y Stheeman (2004, 24-26), el desarrollo del panhis-panismo se asentaba sobre la premisa de que lo hispanoamericano era simplemente cultura española trasplantada al nuevo mundo, en el que España debía ocupar la posición hegemónica dentro de la jerarquía establecida; la lengua, pues, se convertía en uno de los instrumentos del desarrollo de la nación, cuya planificación respondía al objetivo de homogeneización de la ciudadanía, esto es, de reducción de las diferencias internas en pos del afianzamiento de la identidad colectiva. La intervención que analizamos a continuación avanzaba justamente en esta dirección.
Ernesto Quesada (1858-1934), nacido en Buenos Aires, se crió en una familia porteña; su padre, el prestigioso diplomático Vicente Quesada, impulsó la formación intelectual de su hijo en Europa, pues no solo consideraba que el manejo de lenguas resultaba fundamental para el trabajo científico, sino que además veía el viaje al viejo continente como un signo de distinción social funcional al conocimiento de las clases dirigentes argentinas (Buchbinder 2012). Si bien Ernesto se graduó de abogado, ejerció la profesión por un breve período; fue su labor como historiador y académico —llegó a ser profesor titular de Sociología en la Universidad de Buenos Aires— la que lo consagró entre los hombres de letras de su época.
En 1899, un año antes de que Abeille publicara la obra en cuestión, Ernesto Quesada comenzó a manifestar su opinión respecto de "El problema de la lengua en la América española" (1899-1900); sus sucesivas intervenciones dieron lugar a un artículo fraccionado en cuatro entregas de la Revista Nacional. Aunque creía infundado el temor a que el castellano replicara en América lo ocurrido con el latín en las provincias romanas, el autor juzgaba pertinente la misión de la Academia y del diccionario de la lengua en el continente. Luego, listaba las 33 resoluciones que habían sido fruto del congreso literario hispanoamericano celebrado en Madrid en 1892, en el marco de la conmemoración del cuarto centenario del descubrimiento de América; no obstante, indicaba, estas habían caído en el "vacío".
Hacia fines de 1900, ya con el libro de Abeille en el centro de la discusión, Quesada ofreció su contrapunto: El problema del idioma nacional. En este trabajo, en el que recuperaba también muchas de las observaciones expresadas en las intervenciones previas, valoraba positivamente el opúsculo de del Solar y denunciaba de "equivocada y perniciosa" la tesis del francés: un libro "literalmente malsano y/o inconducente a los fines científicos" (1900, iii). Quesada entendía que debía combatirse con vigor la pretensión de formación de dialectos o idiomas nacionales en las repúblicas americanas; debía velarse, por ende, por la unidad de la lengua en el continente. El intelectual argentino no solo elevaba la lengua castellana a la categoría de "símbolo de la soberanía" y "emblema de nuestro poder", sino que la consideraba el elemento más firme con el que hacer frente a su posible desintegración. Lo curioso era que Quesada, al igual que su antagonista, recurría al soporte naturalista para respaldar sus argumentos:
[…] la tragedia imperante de este final de siglo, el choque desigual de las razas sajona y latina, constituyen una saludable advertencia: conviene no descuidar los lazos que unen a los pueblos con una fuerza superior a los fugaces convenios diplomáticos. Y entre esos lazos ninguno es más poderoso y eficaz que el idioma común, el alma parens de la nación y de la raza. Lengua que se descuida, significa raza en decadencia; lengua que se perfecciona y defiende, representa una raza que avanza y se impone (1900, 14).
Al igual que Abeille, Quesada entendía que el problema de la lengua no era una cuestión superflua y simplemente decorativa, sino que en ella se ponían en juego cuestiones mucho más profundas como la identidad de la nación. No era cosa de "mera tendencia literaria", sino que se trataba de "un problema sociológico"; su preocupación consistía en "mantener la unidad suprema de la raza en países inundados por inmigración de todas procedencias, que principia[ba] por corromper, y concluir[ía] por modificar, el idioma nacional y, por ende, el alma misma de la patria" (1900, 19). Por esta razón, Quesada apoyaba la creación de academias de la lengua en América y la incorporación de académicos correspondientes no peninsulares; la fundación de sucursales de la Real Academia Española —de la que luego, durante la primera década del siglo XX, llegaría a ser miembro- tenía el objetivo, a su criterio, de que "en el suelo americano el idioma español recobrara y conservara, hasta donde fuera posible, su nativa pureza y grandilocuente acento (1900, 40). Finalmente, Quesada interpelaba directamente a las instituciones a implementar una auténtica política educativa que permitiera hacer frente al "estado patológico" de la sociedad (1900, 69); para ello proponía "no renegar de la madre patria" ni "hacer trizas la cuna" o "pegar fuego a la casa paterna", y dejar de sacrificar la enseñanza del latín, del que efectivamente había nacido el castellano (1900, 66-69). Estos eran los lineamientos generales en los que residía, para Quesada, el "verdadero patriotismo" (1900, 19).
5. Consideraciones finales
La lengua, según Anderson (1983), fue un elemento sumamente operativo para la conformación de la nación como comunidad política imaginada. Por esta razón, hemos visto, diversos estudios filológicos de ciertos actantes del escenario intelectual argentino de la segunda mitad del siglo XIX devinieron el soporte científico de las intervenciones con las que buscaron imprimir determinada dirección al desarrollo sociocultural del país. El foco de trabajo de muchos de los hombres de ciencia y de letras cuyas obras hemos revisado, pues, no estaba constituido por preocupaciones de índole estrictamente lingüística; siendo periodistas y/o docentes (en algunos casos, autodidactas de formación), funcionarios públicos, diplomáticos, historiadores o bien investigadores procedentes de otras disciplinas, recurrieron al análisis filológico con el objeto de robustecer sus argumentos, de dotarlos de estatuto científico a la hora de operar una intervención (política) sobre el imaginario cultural de la época.
Además, hemos visto que la consolidación del paradigma darwiniano, en general, y del enfoque schleicheriano, en particular, tuvo lugar en un momento de fuertes posicionamientos en la actividad intelectual argentina finisecular. El proceso de incorporación, establecimiento y consagración del modelo epistemológico naturalista coincidió con el desarrollo de (dos versiones diferentes de) un movimiento cívico y sociocultural mucho más amplio: el nacionalismo. Advertimos, pues, que las diversas intervenciones filológicas de López y de Lafone Quevedo, lejos de ser una mera reproducción acrítica de las teorías hegemónicas, resultaron programáticas en términos de la organización (socio-política) de la incipiente identidad nacional, para el primero, y de la configuración territorial del Estado argentino, para el segundo; el análisis histórico comparativo de las formas gramaticales era, en la producción de estos intelectuales, una herramienta metodológica con la que sustentar las filiaciones culturales y/o étnicas que pretendían reivindicar.
Luego, hemos visto también que el movimiento nacionalista expresó su voto en el debate acerca de la lengua, y que permitió acuñar, específicamente, dos posiciones: una argentinizante, como la ilustrada con las contribuciones de Mariano de Vedia, y otra panhispánica, como la ilustrada con las contribuciones de Alberto del Solar. Ambas, hemos observado, encontraron sustento en los postulados naturalistas, de modo que el mismo marco epistemológico ofreció bases para el desarrollo de los trabajos de Abeille y Quesada, incluso tratándose de visiones antagónicas respecto de cuál debía ser la lengua de los argentinos: mientras en el primero el naturalismo era un argumento en favor de la inevitable aparición de un idioma propio para la nueva república, en el segundo era el más firme motivo de preservación de la unidad de los pueblos españoles y americanos frente a la amenaza del cosmopolitismo generado por la inmigración.
Finalmente, con el cambio de siglo, el nacionalismo, como movimiento intelectual, seguirá su camino, pero ya no recurriendo al naturalismo como modelo epistemológico; esta perspectiva se encontraba ya saturada, desgastada y, por tanto, hundida en el pasado de cualquier disciplina de aspiraciones científicas modernizadoras. A partir de 1900, consideramos, se consumará en Argentina un proceso de cambio de paradigma, ya iniciado en el viejo continente en los últimos años del siglo XIX. Aquí solo podemos adelantar que el positivismo hará su parte hasta que el idealismo le otorgue —parafraseando cierta contribución de Amado Alonso (1945)[5]— mismo título de consagración que al anterior.
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[1] La fundación de las instituciones mencionadas se produjo dentro del proceso histórico citado pero en el período que no se analiza en este trabajo.
[2] La Revista de Buenos Aires, inspirada en la Revista del Pacífico (1858-1861) y la Revista de Lima (1859-1863), fue creada por Vicente Quesada y Miguel Navarro Viola con el objeto de conformar un ámbito orgánico consagrado a la recuperación de la originalidad latinoamericana a través de sus expresiones literarias y culturales (Buchbinder 2012, 85).
[3] Un par de años después, en 1902, Abeille publicó en El País una carta abierta dirigida a Pellegrini en la que ofreció su descargo ante las acusaciones que había recibido de parte de otros intelectuales por su tesis sobre el idioma argentino; al día siguiente, en respuesta a ella, en el mismo periódico, el expresidente confirmaba su apoyo (Rubione 1983).
[4] La primera publicación de la obra de Abeille fue precedida de una “Carta” de Louis Duvau. En distintos pasajes, el autor optó por respaldar sus argumentos repitiendo las palabras de este “sabio lingüista y profesor de Escuela Práctica de Altos Estudios de París”; por ejemplo: “El argentino no debe ser el español de Europa, porque representa bajo todos los puntos de vista una tradición diferente […] Pretender reducir el argentino al español no sería sino querer borrar los caracteres y rasgos que le dan todo su precio. Es como si se redujera el español al latín: tentativa no solamente vana e ilógica, sino también contraria a la historia de la lingüística” (1900, 65).
[5] Cuando Amado Alonso (1896-1952) prologó la primera traducción al español que él mismo efectuó del Curso de lingüística general, presentó la obra como "el mejor cuerpo organizado de doctrinas lingüísticas que ha producido el positivismo; el más profundo y a la vez el más clarificador"; el trabajo de Saussure, no obstante, en la visión de Alonso, era "algo más que el resumen y coronación de una escuela científica superada", pues "se salva[ba] de la liquidación del positivismo, incorporado perdurablemente al progreso de la ciencia" (1945, 7). Esta es la línea de razonamiento que parafraseamos en el último párrafo de nuestro trabajo y bajo la cual terminamos de interpretar lo ocurrido con el naturalismo en 1900 a partir de las obras de Abeille y Quesada.
Del naturalismo al nacionalismo (1845-1900). Algunas intervenciones filológicas en la Argentina del siglo XIX
1. Introducción
El presente trabajo intenta dar cuenta del primer momento (1845-1900) de un proceso histórico más amplio comprendido por cien años de reflexión lingüística en el escenario intelectual argentino (1845-1945). Los tiempos de la Independencia (1810-1816), los arduos y extensos litigios internos respecto de la conformación del Estado nación (1816-1880), el auge inmigratorio de fines del siglo XIX y principios del XX, el fervor del Centenario (1910) y las diferentes vertientes del nacionalismo que le sucedieron motivaron intervenciones filológicas de distinta naturaleza. A nuestro criterio, el análisis de estas intervenciones —en muchas ocasiones desprovistas de respaldo académico y fruto de indagaciones autodidactas— resulta fundamental para comprender el decurso de la reflexión lingüística previa a la creación del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires (en 1922) y de la Academia Argentina de Letras (en 1931), dos organismos que a partir de entonces dieron cauce a la investigación hegemónica desarrollada en Argentina[1].
El amplio proceso histórico al que referimos encuentra como fechas (simbólicas) de apertura y de cierre la aparición de dos obras que, entendemos, operan como puntos delimitantes de la centuria en cuestión. En un extremo, ubicamos la publicación del Curso de Bellas Letras (1845a), de Vicente Fidel López, un ensayo que buscaba legislar el funcionamiento retórico del lenguaje en el afán de formar a las nuevas clases dirigentes del Estado (Arnoux 2008). En el otro, ubicamos la publicación de la primera edición en español (1945) del Curso de lingüística general (1916) de Ferdinand de Saussure, obra traducida y prologada por Amado Alonso, agente principal del proceso de modernización del saber lingüístico en Argentina y en el mundo hispánico (Toscano y García 2011).
No obstante, según anticipamos, nuestro foco de análisis aquí está puesto sobre el período que identificamos hacia la segunda mitad del siglo XIX, razón por la cual debemos inmediatamente precisar cuál es el acontecimiento —o bien, la publicación— que opera como fecha de cierre del primer momento y, simultáneamente, como fecha de apertura del segundo.
En 1900, aparecieron dos intervenciones fundamentales en relación con aquello que la crítica denominó el debate o la querella acerca de la lengua en Argentina (Del Valle & Stheeman 2004; Ennis 2008; Alfón 2011); específicamente, nos referimos a Idioma nacional de los argentinos (1900), de Luciano Abeille, y El problema del idioma nacional (1900), de Ernesto Quesada, dos obras que, con visiones antagónicas, pusieron de manifiesto la polémica acerca de si la nueva república debía permanecer fiel a la lengua castellana o si, por el contrario, era legítimo postular el surgimiento de una lengua propia que representara la idiosincrasia de la nueva nación (Di Tullio 2010). Resulta difícil hallar intervención lingüística inmediatamente posterior a la fecha que no haya mencionado las obras de Abeille y Quesada, ya sea para reivindicar o rechazar alguna de ellas (Degiovanni 2007).
Para terminar de introducir nuestro trabajo, solo nos resta contestar a una pregunta: ¿Por qué seleccionamos, desde el punto de vista historiográfico, esas obras? ¿Qué nos lleva a tomarlas como acontecimientos claves para la delimitación de períodos? La respuesta justamente se halla en la que constituye una de las principales hipótesis de nuestra contribución. Consideramos que el devenir de la reflexión lingüística en Argentina experimentó una serie de cambios de paradigma; en concreto, advertimos que así como en el primer período (1845-1900) puede registrarse el proceso de consolidación del modelo naturalista, en el segundo período (1900-1945) puede registrarse el desplazamiento paulatino desde un modelo positivista hacia un modelo idealista. Sin embargo, vale aclarar, ni el naturalismo inicial ni el idealismo final (a los que hacemos referencia) fueron nacionalistas. El nacionalismo no era un modelo epistemológico ni disponía de estatuto disciplinar, sino que se trataba de un movimiento intelectual mucho más amplio y general del imaginario cultural argentino y, eventualmente, (latino)americano. Siguiendo la distinción formulada por Devoto (2002, xiv), no tomamos la noción de nacionalismo en un sentido político —restringido— como movimiento antiliberal y autoritario, sino en un sentido identitario —extensivo— como un conjunto de proyectos formulados por las elites políticas de los Estados occidentales para homogeneizar poblaciones heterogéneas dentro de determinados confines. Bajo esta acepción, explica Romero (2016), el nacionalismo puede ser interpretado como una corriente de ideas que en la historia argentina devino una matriz poderosa de pensamiento (no sistemático), en la que había menos de doctrina que de sentimiento valorativo, que disponía de una fuerte pulsión a la acción y de gran capacidad para acomodarse a situaciones cambiantes. Según observaremos, este nacionalismo se caracterizaba por la recurrencia a modelos teóricometodológicos procedentes de diferentes disciplinas en el afán de otorgar estatuto científico a determinados argumentos que buscaban operar una intervención política sobre el imaginario cultural de la época.
En lo que sigue, a través del análisis de la bio-bibliografía de ciertas figuras del escenario intelectual argentino —procedentes de diferentes ámbitos del poder letrado, protagonistas de prácticas discursivas pertenecientes a un amplio movimiento cívico y sociocultural vinculado al proceso de conformación de la nación—, nos proponemos recorrer e interpretar el cambio de paradigma operado por la evolución de las ideas lingüísticas en Argentina durante la segunda mitad del siglo XIX.
2. La incorporación del naturalismo
2.1 Filología y política. Los estudios de López
Entendemos que la publicación del Curso de Bellas Letras (1845a) inaugura el momento de la historia de la reflexión sobre el lenguaje en Argentina que nos proponemos abordar no tanto por la obra en sí, sino más bien por la iniciativa de intervención nacional que caracterizó la actividad intelectual de su autor: Vicente Fidel López (1815-1903). Este hombre de letras, nacido en Buenos Aires, a partir de 1830 tuvo un rol protagónico en diferentes puntos de encuentro de la que posteriormente se consagró bajo el rótulo de "generación del 37 o de los proscritos": primero en la "Asociación de Estudios Históricos y Sociales" en la casa de Miguel Cané, luego en el "Salón literario" de Marcos Sastre y, finalmente, en la "Asociación de la Joven Argentina", una agrupación clandestina, liderada por Esteban Echeverría, que hacia 1846 pasó a denominarse "Asociación de Mayo". Las reuniones libradas por López junto con otros de los llamados "Hijos de la Independencia" —Juan María Gutiérrez, Juan Bautista Alberdi, Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento— concentraban los intereses políticos de un grupo de intelectuales caracterizados como "positivistas sui generis o prepositivistas" (Zea 1949). Estos jóvenes buscaron intervenir directamente en el imaginario cultural argentino en una época de pleno proceso de configuración del Estado nacional.
López completó sus estudios en la Universidad de Buenos Aires, donde se doctoró en jurisprudencia y se recibió de abogado hacia 1839. Sin embargo, por problemas políticos con el gobierno federal de Juan Manuel de Rosas, en 1840 debió marcharse, en principio hacia Córdoba (Argentina), y un tiempo después hacia Santiago (Chile). Durante su exilio en el país transandino, López se acopló a un movimiento cultural que luego fue denominado "generación del 42": un grupo de letrados —entre quienes también se destacaron Andrés Bello y los ya mencionados Sarmiento y Alberdi— cuya producción discursiva (periodística, literaria y/o pedagógica) fue decisiva para la conformación identitaria de las naciones hispanoamericanas del siglo XIX. De este período de la actividad intelectual de López fueron fruto el referido Curso de Bellas Letras y, además, el Manual de Istoria de Chile (1845b) —un trabajo que intentaba entrelazar las representaciones ideológicas de la Ilustración, la Revolución y la Independencia para construir una representación de la "verdadera nación chilena" en el seno de la lucha política— (Arnoux 2010).
Consideramos que la labor de López constituye el punto de partida del período delimitado porque, según advertimos, sus políticas (lingüísticas) encontraron insumo metodológico fundamental en la lingüística histórico-comparativa, una disciplina profundamente signada por el entusiasmo original de los postulados fundacionales del paradigma schleicheriano, aquella perspectiva que supo transpolar el naturalismo darwiniano de las ciencias biológicas al terreno de los estudios sobre el lenguaje (Ennis & Pfänder 2013). Sin embargo, solo un acto de anacronismo (deliberado) o una (caprichosa) historiografía de la anticipación (Kragh 1987) nos permitirían hallar la impronta de las propuestas de Charles Darwin y/o August Schleicher en el referido curso de López. ¿Qué elemento(s) vuelve(n) entonces relevante la obra? Este libro de retórica, el primer gran trabajo de López, escrito desde el exilio en Santiago (Chile), revelaba su notable interés por realizar un aporte al proceso de conformación nacional y, específicamente, por intervenir intelectualmente en la capacitación de la clase dirigente del Estado. Contra lo que señalaría en años subsiguientes, López destacaba la utilidad de estudiar una lengua no tanto desde el punto de vista estrictamente filológico, sino más bien en virtud del desarrollo de modelos literarios, esto es, de su estilo, buscando así comprender la movilidad progresiva del pensamiento humano (1845a, x).
En 1846, ya íntegramente formado en las más variadas manifestaciones del intelecto, López se trasladó a Montevideo (Uruguay); allí transcurrieron su segundo y tercer exilios. En 1852, una vez derrocado el régimen rosista a manos del ejército liderado por Justo José de Urquiza, regresó por un lapso muy breve a Buenos Aires, donde fue Ministro de Instrucción Pública y logró fundar la enseñanza normal en las escuelas, pero pronto emigró nuevamente a Montevideo, ciudad en la que se estableció por casi dos décadas. Desde allí, López continuó trabajando en pos de la organización de una (incipiente) identidad nacional argentina, en particular, y de una (también incipiente) identidad cul-tural de los pueblos latinoamericanos, en general. Así, entre 1865 y 1869, en sucesivas entregas de La Revista de Buenos Aires (1863-1871)[2], López fue publicando una serie de artículos que sirvieron de base para un ampuloso proyecto editorial con el que puso de manifiesto su capacidad de utilización política de la ciencia del lenguaje (Coelho de Souza Rodrigues 2013; Ennis 2016, 2018). En 1868, gracias al financiamiento de Urquiza —entonces gobernador de la provincia de Entre Ríos (Argentina)—, López logró publicar —bajo el sello de una editorial parisina, pero desde tierras uruguayas— en formato libro, en lengua francesa —traducción de Gastón Maspero mediante—, Las razas arias del Perú. Se trató de una obra innovadora y controversial en la que su autor sostenía con audacia la hipótesis del origen ario de la raza peruana y en la que presentaba al quichua como una lengua aria aglutinante, pariente cercana del sánscrito y de otras lenguas de Asia Central.
En la Introducción, López tomaba como punto de partida una distinción efectuada por Max Müller respecto de las lenguas habladas por las razas humanas; de este modo, reconocía, por un lado, los dialectos nómades y/o espontáneos de los pueblos ajenos al desarrollo histórico, y, por otro, los idiomas políticos y/o literarios producto de un movimiento de concentración interior, posteriormente extendidos a diversas naciones (1868, 9). Luego, tanto de unas como de otras, el autor afirmaba:
Las lenguas viven una vida independiente y se desarrollan de igual manera que las sociedades humanas. Los habitantes de un vasto territorio, por más que pertenezcan a una misma raza, se dividen en una multitud casi infinita de pequeñas tribus, casi iguales en fuerza e influencia, sin una comunidad de acción o interés, sin un vínculo entre la política y el comercio que los une; y así, el lenguaje, repartido en tantos dialectos diferentes como tribus haya, varía incesantemente y se renueva casi por completo con el advenimiento de una nueva generación (1868, 10).
La concepción acerca del lenguaje de López correspondía, entonces, al paradigma naturalista (de corte schleicheriano), marco epistemológico hegemónico de la filología histórico-comparativa. Desde esta óptica, el comportamiento de la lengua obedecía a los mismos patrones que el comportamiento de las sociedades. Sin embargo, la visión de López se distanciaba de la posición del referido Müller en un aspecto sobre el que pretendía aventurar su aporte. El argentino, a diferencia del alemán, consideraba que el quichua no era una lengua nómade, aislada, cuyo desarrollo histórico resultaba irrecuperable, sino una lengua emparentada con los idiomas indoeuropeos. Esto se explicaba por haber resultado de un desprendimiento prematuro de las lenguas habladas por las razas pelásgicas. López procuraba demostrarlo tomando el comparativismo como método; se basaba en las semejanzas relevadas entre las raíces y demás formas gramaticales de la lengua quichua con las raíces de las lenguas arias originarias, y así buscaba reconstruir —o bien hipotetizar— su historia.
El quichua y gran cantidad de lenguas americanas (muy probablemente con ella emparentadas) respondían, según López, al mismo patrón de desarrollo que las lenguas antiguas y modernas de Europa y Asia, y debían entonces ser tratadas con el mismo interés. De esta forma, la moderna ciencia filológica proveía al intelectual argentino de las herramientas necesarias a partir de las cuales inducir la procedencia de la lengua de los Incas y conjeturar la historia primitiva del Perú (1868, 17).
La propuesta de López se ajustaba a los términos de la clasificación tipológica vigente, pero ofrecía una apropiación inédita de los mismos. Su particularidad residía en aventurar el osado postulado de considerar al quichua una lengua aria aglutinante. En la asociación de estos dos elementos supuestamente incompatibles radicaba la novedad de la afirmación de López: el origen ario y la propiedad estructural de la aglutinación eran dos características que, según explicaba, resultaban contradictorias, razón por la cual, anticipaba, muchos científicos "aullarían" al ver ambas palabras acopladas (1868, 21). Según los estudiosos, las lenguas arias nunca habían pasado por un período de "relativa imperfección" como el de la aglutinación, y su impronta era, por el contrario, la flexión gramatical (1868, 21). La hipótesis de López era, en definitiva, la planteada a través del siguiente interrogante, que invitaba a pensar el origen del pueblo incaico como una ramificación temprana cuyo antecedente troncal coincidía con el de las razas pelásgicas:
¿No es simple y natural admitir que una lengua cuyas raíces apuntan al origen ario, se separó, por la posibilidad de migraciones, de sus hermanas asiáticas y europeas, se confinó durante siglos en el corazón del sur de América, y se detuvieron sus formas en un período transitivo a causa de una concentración política y social, y por lo tanto hoy se encuentran en ella, con un fondo ariano, accidentes gramaticales que uno está acostumbrado a conocer solo en las lenguas turanas? Este es precisamente el caso del quichua (1868, 23).
López, entonces, buscaba dar respaldo científico, apelando a la lingüística histórico-comparativa, a las ideas de Antonio de Montesinos, para quien el imperio peruano contaba una tradición de cuarenta siglos de antigüedad y no, como para Garcilaso de la Vega, de tan solo cuatro. Por ende, la maniobra desplegada por el intelectual argentino consistía en reivindicar el estudio de ciertas lenguas americanas, pero no por considerarlas valiosas en sí mismas, sino por atribuirles una filiación genética con las lenguas indoeuropeas.
Hacia 1870, nuevamente establecido en Buenos Aires, López fundó —junto con Juan María Gutiérrez y José Andrés Lamas— y dirigió la Revista del Río de la Plata (1871-1877). En esta publicación apareció en dos entregas "Lingüística y política orgánica" (1871a, 1871b): uno de los primeros intentos del liberalismo argentino por desarrollar una concepción organicista de la sociedad (Lettieri 1995).
En sintonía con los argumentos del paradigma schleicheriano —que hoy en día cualquier analista consideraría sobrecargados de prejuicios y lo obligarían a denunciar la inadecuación de una voluntad de manipulación—, en esta contribución López agudizó la correspondencia entre naturaleza y lenguaje; específicamente, buscó establecer un paralelismo entre el estudio político de las naciones y el estudio filosófico de las lenguas. Para ello, nuevamente consideró pertinente tomar como punto de partida una distinción entre dos tipos de naciones civilizadas: pueblos orgánicos y pueblos inorgánicos. Mientras veía a los primeros conformados por hombres libres, en los segundos no hallaba más que autómatas carentes de conciencia acerca de la individualidad y cuyo accionar obedecía a impulsos únicamente colectivos.
La distinción entre dos categorías de pueblos tenía, a su vez, un correlato idiomático, plasmado en las propiedades morfológicas manifestadas por las clases de palabras de una lengua determinada. Desde esta óptica, según López, las lenguas aislantes correspondían a estadios primitivos del desarrollo evolutivo: una palabra que no flexionaba y que no establecía relaciones de forma gramatical con los demás elementos de la frase a la que pertenecía era, semejante a un hombre en estado salvaje, un individuo desligado de toda asociación. Por el contrario, las lenguas flexivas correspondían a un estadio evolutivo superior en el que se desarrollaban hombres libres en el marco de sociedades orgánicas. De esta manera, la referida diferencia de orden lingüístico tenía severas implicancias de orden sociocultural: para López, las lenguas orgánicas producían "Homeros y Virgilios", los países municipales producían "Romas, Inglaterras y Washington", y por más que quisieran, los chinos o los turcos no podrían desarrollar esas obras o esas ciudades, porque "su inteligencia, manufacturada por su lengua, los hac[ía] ineptos para la libre variedad de la combinación de las ideas, de las palabras y de los colores que producen la libertad de las perspectivas" (1871b, 672).
Luego, López se desempeñó como profesor de Derecho romano y de Economía política en la Universidad de Buenos Aires. Su gran vocación docente y su actividad de gestión lo llevaron a alcanzar el cargo de rector de dicha institución entre 1873 y 1876. También fue diputado nacional (1876-1879) y ministro de Hacienda (1890-1892). En 1880, López presentó el primero de
los doce tomos del Diccionario filológico-comparado de la lengua castellana (1880) de Matías Calandrelli. Si bien se trata de una empresa lexicográfica que resultó inconclusa, fue oportunamente juzgada como "monumental" por Arturo Costa Álvarez y, de haber hallado el financiamiento necesario para su publicación completa, habría sido "un triunfo bibliográfico para la filología nacional" (1922, 247). El diccionario de Calandrelli constituía una "obra de naturaleza híbrida", motivada por un "objetivo doble": no solo brindar un diccionario monolingüe a los usuarios del lenguaje en general, sino también un estudio etimológico a un público más restringido (Campos Souto 2008, 52).
En esta intervención, en la que López presentó el material de su colega, efectuó una exposición de los lineamientos generales de la disciplina de acuerdo con el modelo de la filología de su tiempo. No desperdició la oportunidad de demostrar absoluto conocimiento de los aportes de los "grandes maestros" de la ciencia del lenguaje, entre quienes listaba, además de al ya mencionado Müller, a Friedrich Schlegel, Franz Bopp y Jacob Grimm. El alarde de erudición con el que historizaba el desarrollo de la disciplina y con el que caracterizaba la matriz epistemológica de sus conceptos fundamentales ponía al descubierto una vez más los intereses cívicos y políticos que constituyeron el foco de atención de la labor filológica de López. La comparación, el análisis de las semejanzas, la explicación de las "relaciones de consanguinidad" o de "filiación genética", la postulación de leyes que permitían explicar, con rigor científico, los cambios producidos en diferentes lenguas a partir de un antecedente común, no estaban más que al servicio de su política lingüística. En el discurso de López, la ciencia del lenguaje se ofrecía como una herramienta que con su análisis suplía los huecos de conocimiento a los que el paso del tiempo sometía a los hombres; definía la filología comparada como la "autopsia de las palabras y de las formas gramaticales" (1880, vi).
En líneas generales, el resto de la producción intelectual de López contribuyó a la interpretación del pasado nacional. Resultado de esta tarea fueron su Historia de la República Argentina (1883-1893) y su Manual de la historia argentina (1896), una sinopsis metódica de la anterior, en cuya "Introducción" abiertamente presentaba la lingüística o filología como una de las "siete ciencias históricas cooperativas" que permitían resolver el dificilísimo problema de los tiempos primitivos, siendo las seis restantes la paleontología, la numismática, la etnología, la arqueología, la geografía y la cronología. La filología, explicaba López, permitía llenar el lamentable vacío de la historia, generado por la rapidez con que transcurre el tiempo y la debilidad de la memoria humana: "el estudio comparativo de las lenguas puede esclarecer puntos capitales de la sociabilidad problemática de los tiempos perdidos (1896, 30). Así, López parangonaba la función social de la lengua aria con la de la lengua latina, cada una en su respectivo momento de plenitud, pero el reconocimiento del vínculo estaba en realidad al servicio de la reconstrucción, establecimiento y consolidación de una determinada tradición sociocultural y un linaje específico a partir de los cuales cimentar la identidad nacional:
Tenemos, pues, que el hecho más remoto, el más primitivo a que ha llegado la ciencia histórica de los modernos, es la existencia incontrovertible de un idioma ARIACO que en los tiempos "sin historia" hizo el mismo papel civilizador que la lengua latina ha desempeñado en los tiempos históricos. Los que hablamos español en la América del Sur, somos, pues, por la lengua y por la raza, legítimos descendientes de esa primitiva tradición (1896, 30).
Por último, el discurso de López destacaba el carácter netamente instrumental de la metodología comparatista, en particular, y la auxiliaridad de la ciencia filológica, en general; ambos atributos, pues, resultaban constitutivos de su realidad disciplinar. Esta era la manera en la que, finalmente, el autor explicaba cuáles eran los aportes que podía brindar el análisis lingüístico-gramatical a la hora de (re)interpretar la vida social de los pueblos antiguos, o bien de (re)direccionar el desarrollo integral de una civilización actual.
2.2 Filología y etnografía. Los estudios de Lafone Quevedo
El conocimiento de la filología histórico-comparativa —una de las vastas áreas de investigación de las academias europeas en la que se formaban los jóvenes universitarios, muchos de ellos procedentes de la elite culta que habitaba los grandes centros urbanos de América— se topaba con un territorio absolutamente propicio para su puesta en práctica en la Argentina del siglo XIX. La existencia de innumerables pueblos originarios del "nuevo mundo" era sumamente convocante para los hombres de ciencia, a quienes se les imponía la necesidad de trabajar de manera interdisciplinar. Cualquier intento de estudio aislado de algún aspecto de esas comunidades —un objeto (sociocultural) inherentemente complejo— hubiera arrojado un análisis improcedente. La "reciprocidad científica" entre la antropología, la arqueología, la paleontología, la geografía y la historia, entre otras (De Mauro & Domínguez 2013), resultaba un requerimiento tan fundamental como ineludible para el investigador que pretendiera adentrarse en el conocimiento de estos pueblos.
En el escenario descrito aparecieron los estudios de Samuel Alejandro Lafone Quevedo (1835-1920). Este intelectual, de padre inglés y madre argentina, nacido en Montevideo (Uruguay), estudió en Liverpool y Cambridge (Inglaterra), hasta establecerse por un tiempo en Catamarca (Argentina), donde se abocó al conocimiento de las culturas indígenas del norte argentino, de Bolivia y Perú (Farro 2013). En la Argentina finisecular, el trabajo de Lafone Quevedo encarnó el desarrollo de aquello que luego la crítica identificó como "lingüística antropológica" y/o "etnografía lingüística": ciencia empírica e inductiva dedicada al estudio de las lenguas indígenas a partir del cruce de elementos geográficos, etnográficos y filológicos (De Mauro & Domínguez 2013; Farro & De Mauro 2019).
En la introducción a su Londres y Catamarca (1888), Lafone Quevedo señalaba que al estudiar la historia indígena —y, como parte de ella, las filiaciones de las poblaciones lugareñas— había advertido la necesidad de conocer los fenómenos gramaticales de la lengua del Cuzco, y que esto lo había llevado a comprender también la necesidad de proceder de la misma manera con otras tribus americanas, ampliando entonces en todos los casos el alcance de sus investigaciones hacia lo lingüístico (1888, ix). Luego, dando cuenta de la impronta naturalista de la que se hallaban imbuidas todas las áreas de conocimiento, el autor explicaba la necesidad de proceder conforme lo hacía la botánica, disciplina que no forjaba sus clasificaciones de acuerdo con "las monstruosidades que llamamos flores de jardín", sino de acuerdo con la descripción de "las formas silvestres"; consideraba, pues, que para lograr un estudio científico de las lenguas americanas debíamos "clasificar de monstruosidad el idioma literario y buscar el origen en el dialecto" (1888, x-xi). Observaciones de este tenor ponían al descubierto que, en la concepción del lenguaje de Lafone Quevedo, el comparatismo no estaba al servicio de la reproducción (acrítica) de la "antinomia lengua-dialecto", sumamente establecida en la lingüística hegemónica de su tiempo. Lejos de considerar a los idiomas que carecían de escritura como elementos exentos del estatuto de lengua, el método desarrollado por este arqueólogo confiaba tanto en la palabra del hablante que llegaba a concebirla el insumo primordial del análisis lingüístico.
Hacia 1890, ya trasladado a la ciudad capital de la Argentina, Lafone Quevedo asumió el cargo de profesor de Etnografía de la Universidad de Buenos Aires y director de la sección de "Arqueología y Lenguas Americanas" del Museo de La Plata. A partir de entonces, muchas de sus investigaciones, que contaban con el apoyo de Vicente Fidel López, Bartolomé Mitre y Juan Bautista Ambrosetti, se materializaron en publicaciones de distintas revistas científicas del campo: la Revista Patriótica del Pasado Argentino (1888-1892), la Revista del Museo de La Plata (1890-1934) y, principalmente, el Boletín del Instituto Geográfico Argentino (1881-1911). En estos trabajos, en ocasiones resultantes de un esfuerzo coordinado con otros misioneros y/o investigadores de la región como Juan Pelleschi, Joaquín Remedí o el ya mencionado Calandrelli, Lafone Quevedo practicó el estudio comparativo de las lenguas indígenas de Sudamérica y postuló un esquema de clasificación general centrado en la articulación de las partículas pronominales. En "Las lenguas argentinas" (1896), por ejemplo, dividió las lenguas americanas en tres grupos que, a su criterio, eran fácilmente identificables: uno correspondía a aquellas que sufijaban las partículas pronominales, como el quichua; otro correspondía a las lenguas que prefijaban esas partículas, como el guaraní; y un tercer grupo que se valía de ambos recursos gramaticales, como el mocoví y sus codialectos (1896, 121-122).
Lafone Quevedo avanzó, específicamente, sobre el estudio de las lenguas indígenas del Chaco argentino: el vilela, el lule, la familia mataco-mataguaya (vejoz y noctén) y guaycurú (mbayá, abipón, mocoví y toba). Su labor de catalogación implicó un riguroso proceso de observación, extracción, registro y organización de datos que le llevó a desarrollar, dentro de los parámetros de la época, una metodología propia; el coleccionismo y el trabajo de archivo se conjugaron con el trabajo de campo, en el que el contacto directo con la voz del nativo contaba como prueba de verdad para la confirmación de la interpretación científica (Farro 2013). Las numerosas contribuciones de Lafone Quevedo no solo profundizaron el análisis lingüístico desde la perspectiva naturalista, sino que continuaron manifestando su necesidad de pronunciarse en relación con los dos puntos antes mencionados: en primer lugar, su distanciamiento respecto de las clasificaciones hegemónicas con las que los filólogos europeos habían analizado la matriz de datos que les ofrecían las lenguas del viejo continente; en segunda instancia, su preferencia por el estudio de la lengua en boca de los hablantes como objeto auténtico de la investigación lingüística. En "La lengua Vilela ó Chulupí" (1895), por ejemplo, Lafone Quevedo anunciaba que muchas de las reglas filológicas de Europa —"productos de las aulas, más o menos artificiales, imposiciones de arriba abajo"— no tenían aplicación en América, donde hallábamos un genuino "producto de la naturaleza"; en el nuevo conti-nente, según este arqueólogo, los preceptos del evolucionismo schleicheriano se materializaban en su estado más puro, sin las restricciones y/o los condicionamientos ejercidos por la coerción institucional: "Las lenguas se mezclan, se desarrollan, desaparecen, se modifican de mil maneras, correspondiendo en todo a la hibridación étnica, pero sin un Latín, un Griego, un Sánscrito a que retrotraer los toscos dialectos" (1895, 43).
Si bien fueron los aportes en materia de estudio de lenguas indígenas los que permitieron individualizar su trabajo, en la producción intelectual de Lafone Quevedo encontramos una intervención que resulta singular y que, a la luz del nacionalismo imperante en la Argentina finisecular, motiva su análisis. En "El verbo. Estudio filológico-gramático" (1892), se proponía desenmascarar una filiación diferente —no tradicional y, por tanto, polémica— para la lengua española; específicamente, buscaba "adelantar una jornada" en una "revolución" cuyo inicio le adjudicaba al "gran gramático americano", Andrés Bello, quien, a su criterio, había sido "el primero en levantar el grito de tiranía de las aulas en materia gramatical" (1892, 251). Así, Lafone Quevedo procuraba denunciar la inadecuación de "la idea preconcebida" de que la recuperación de los antecedentes del castellano no conducía sino al latín; y, casi como un desprendimiento de lo anterior, sostenía que la ciencia no admitía el recurso a las irregularidades caprichosas, un fenómeno que había sido inventado, explicaba, "para encubrir la ignorancia o la flojera de los gramáticos" (1892, 252-253). Luego, ilustraba a partir de numerosos recursos lingüísticos que reconocía como eminentemente teutónicos, la lengua castellana desconocía su abolengo exclusivamente latino; y frente a ello, afirmaba:
Colón al descubrir las Américas creyó que eran las Indias; se equivocó, pero descubierto quedó nuestro Continente. Yo creo haber hallado que las supuestas irregularidades del Verbo Castellano desaparecen si les aplicamos un abolengo Bajo-Alemán; podré equivocarme al quererlo emparentar con tal o cual dialecto determinado, pero será siempre alguna rama del árbol teutónico la clave del misterio (1892, 302).
Lafone Quevedo sabía que su osada tesis incurría en "herejía contra los dogmas de la filología moderna", y era plenamente consciente también de que "su voz de protesta contra el falseamiento de la verdadera historia del Castellano" procedía de la pluma de un hombre que en los últimos años había escrito desde Andalgalá (Catamarca), un pueblo ubicado en los confines de un continente apenas explorado por los intelectuales europeos (1892, 302). Su ciencia, explicaba Lafone Quevedo, rechazaba todo dogma no fundado en hechos y denunciaba, pues, la "esterilidad de la filología española", principalmente debida a "esa funesta práctica de querer atribuir todo el mecanismo gramatical" del castellano a la lengua latina (1892, 302-303). Finalmente, al retomar la analogía con la situación colombina a la que había referido en lo precedente y al subrayar la dimensión hipotética de sus afirmaciones —no así de su propuesta meto-dológica—, el arqueólogo concluía: "Este estudio es un viaje de descubrimiento, otros, más avisados, que corrijan el derrotero, pero por cualquier camino que andemos al Teutonismo llegaremos" (1892, 303).
3. Lo nacional en cuestión
Si bien la discusión acerca de la lengua nacional nos obligaría a detenernos en no menos de una veintena de intervenciones de la reflexión filológica argentina del siglo XIX, aquí proponemos tomar como punto de inflexión para la cuestión una serie de intervenciones de Alberto del Solar (1859-1921) y Mariano de Vedia (1867-1941), publicadas en 1889 en el periódico porteño La Nación. El primero, nacido en Chile, de origen militar, se desempeñó como diplomático en España y Francia antes de radicarse definitivamente en Argentina. El segundo, nacido en Buenos Aires, era periodista y redactor del mencionado diario desde 1884; en este caso, escribía bajo el seudónimo de Juan Cancio.
Un mes antes de este intercambio discursivo (de carácter casi epistolar) un debate del mismo tenor en relación con la problemática de la lengua nacional se libró —en el mismo diario, aunque en realidad originado por una publica-
ción inicial en La Prensa— entre Rafael Obligado y Juan Antonio Argerich (Rosenblat 1960; Alfón 2011). Aquí optamos por atender exclusivamente la discusión producida entre los dos intelectuales referidos en primera instancia porque, según entendemos, permite registrar el modo en que el naturalismo lingüístico se puso al servicio de la querella idiomática, independientemente de cuál fuera la posición a la que sirviera; en otras palabras, advertimos que los argumentos en favor o en contra de alguna de las versiones del nacionalismo (aun cuasi romántico) —la hispanófila o la hispanofóbica— estaban profundamente marcados por el biologismo (darwiniano) imperante en la ciencia del período.
En el intercambio de intervenciones que nuestro trabajo selecciona, mientras del Solar se pronunciaba en favor de la consolidación de la Academia correspondiente en territorio argentino, de Vedia negaba la utilidad de dicha institución, pues consideraba que venía a luchar con leyes fatales que impedirían la preservación de la supuesta pureza de la lengua castellana en suelo americano.
La posición de Vedia estribaba en tres argumentos. Primero, en la desigualdad patrimonial entre los pueblos: "No existe —pero ni se concibe que pudiera existir— similitud de propiedad, índole y costumbres entre un pueblo de la vieja Europa y otro pueblo de la joven América" (1889a, 1). Segundo, en la transformación naturalmente experimentada por los idiomas:
Si un idioma se transforma accidentalmente en el mismo pueblo que le habla desde su origen, ¿cómo no ha de modificarse totalmente cuando se traslada a enormes distancias, para ser hablado por pueblos nuevos, de índole, costumbre y propiedades diversas, en regiones de una naturaleza distinta? Esa es la suerte fatalmente reservada a los idiomas viajeros, y que debe tocar en mayor razón al español, convertido en idioma museo por la inacción y el desdén de una academia inútil, que se agita por establecer entre nosotros una correspondiente más inútil (1889b, 1).
Y por último, en la inadecuación del lema de la Academia: "¿Qué interés verdaderamente serio podemos tener los americanos en fijar, en inmovilizar, al agente de nuestras ideas, al cooperador en nuestro discurso y raciocinio?" (1889c, 1).
Del Solar (1889a, 1889b, 1889c), en la polémica, desmentía punto por punto lo objetado por de Vedia. Lo acusaba de citar en vano a Schleicher, a August Wolf y a Whilhelm von Humboldt, y de escudarse detrás de un fatalismo a lo Arthur Schopenhauer. Luego lo interpelaba directamente: "¿Y por qué no contribuye usted con todas las fuerzas intelectuales de que goza a evitarlo? ¿Por qué no lucha por poner una barrera a la corruptela? ¿Cree acaso usted que eso es atraso, eso es conservatismo?". Y contestaba: "¡No, Sr, Cancio; eso es progreso!" (1889c, 1).
Del Solar luego decidió publicar el material resultante de sus descargos en forma de librito bajo el título de Cuestión filológica. Suerte de la lengua castellana en América (1889d). En este trabajo, que ampliaba lo expresado en los artículos periodísticos, podía apreciarse la remisión al modelo naturalista, con el que buscaba darle mayor solidez a su nacionalismo hispanófilo, no argentinizante.
Antes de expresar su posición respecto de cuál debía ser la lengua de los argentinos, del Solar revisaba el pasado de la lengua castellana; señalaba las dificultades de acceder al estudio de los idiomas primitivos, pero destacaba los avances científicos de los últimos años, gracias a los cuales la disciplina había logrado remontarse hasta el establecimiento de dos ramas madres:
[…] el sánscrito y el arameo, de donde brotan, pasando por otras ramificaciones subalternas, que forman grupos entre sí, las lenguas derivadas, indoeuropeas y semíticas, llamadas de flexión, harto distintas por su forma y estructura de las monosilábicas y aglutinantes, que, en orden de progreso, se han quedado tan atrás (1889d, 11).
Al transitar el pasado de la disciplina y los diferentes hallazgos en materia de evolución lingüística, del Solar lograba jerarquizar el tronco original de la familia indoeuropea y de sus desarrollos ulteriores: en las lenguas flexivas se reconocía una morfología propia de un estadio (evolutivo) superior respecto de las lenguas aislantes y aglutinantes. Al historizar el proceso de romanización de la lengua latina durante el siglo IX, agudizaba su caracterización de la lengua como un organismo —sujeto a un ciclo biológico— que durante su existencia entabla relaciones de fuerza y de lucha por la supervivencia con las otras especies de su entorno:
[...] nos demuestra, una vez más, que los dialectos incompletos tienden siempre a completarse, en una especie de lucha por la vida, que sigue su marcha ascendente hacia el perfeccionamiento, en su continuo contacto con una lengua sabia: al revés de lo que sucede si esa lengua sabia se contagia con dialectos inferiores o elementos extraños, pues entonces degenera, se corrompe y decae (1889d, 19).
De esta manera, así como una lengua tenía, por naturaleza, la capacidad de perfeccionarse, un entorno nocivo podía inocular en ella elementos degenerativos; esta era la razón por la que las instituciones modernas debían obrar en virtud de la preservación de lenguas como el español, cuyas propiedades la hacían de las más evolucionadas.
Luego, del Solar continuaba su cronología remitiéndose al siglo XVII. Presentaba, a partir de los estudios de los eruditos europeos que habían visitado América, los idiomas (aglutinantes) hablados por los pobladores originarios del continente. A diferencia de la caracterización antes propuesta por López, quien presentaba a determinadas lenguas americanas como lenguas con historia y no como meros dialectos nómades y aislados, del Solar las evaluaba despectivamente, considerándolas lenguas en estado embrionario: "simples idiomas locales anti-artísticos, pobres en formas y en leyes gramaticales" (1889d, 24). Con el argumento de la supervivencia del más apto intentaba justificar el proceso de desplazamiento o absorción de una lengua con respecto a otra como una consecuencia (inalienable) del decurso (natural) de los acontecimientos:
El predominio del castellano tenía, pues, que producirse con el tiempo y a medida que la absorción de una raza inferior por otra superior fuera verificándose. De Norte a Sud del continente austral triunfaría algún día el español, y sentaría sus reales en las comarcas conquistadas (1889d, 24).
Para del Solar, entonces, en una sociedad civilizada era necesario ordenar y vigilar el desarrollo del idioma, motivo por el que devenía efectivamente legítima la intervención institucional. La manera de hacer frente al eventual proceso de babelización y/o corrupción del castellano en América consistía en acercarse nuevamente a España y en otorgarle la tutela idiomática sin que ello conllevara ir a contramano del desarrollo de la soberanía nacional (Rosenblat 1960).
La consolidación de las naciones libres y autónomas en territorio americano no requería del distanciamiento de lo español en términos de legislación idiomática ni, mucho menos, del desarrollo de una lengua diferente al castellano. A criterio de del Solar, el principal rector del desarrollo lingüístico debía ser el "uso", pero no el uso del vulgo, sino el "uso de las inteligencias cultivadas", el "uso de los autores consagrados". ¿Y quién se encargaría de estimular ese uso y, consecuentemente, el "crecimiento progresivo" del idioma? Un "eterno regulador" que, en sintonía con la metáfora biologicista de la lengua como organismo y de las familias lingüísticas como árboles que se desprendían de un tronco común, actuaba como un "podador inteligente" (1889d, 32).
La posición de del Solar respecto de la realidad lingüística, por ende, era netamente prescriptiva; su modelización contemplaba, no obstante, el cambio como posibilidad de crecimiento, pero lo hacía censurando el "capricho" individual y velando porque la transformación se verificara en condiciones que no alteraran la "substancia del idioma" (1889d, 32). Por último, contra la fobia a lo hispánico, expresaba su sentencia:
La lengua que hablen nuestros biznietos deberá ser siempre la bella y rica lengua castellana o española, enriquecida con elementos nuevos; pero no adulterada, hasta el punto de formar un nuevo idioma. Razones de orden histórico, de orden lógico y de orden patriótico se oponen a que se autorice lo contrario (1889d, 43).
4. La consagración del naturalismo en manos del nacionalismo
La Argentina de 1890 recibía un fuerte aluvión inmigratorio. El temor a la fragmentación interna ponía en el centro de la escena la cuestión de la nacionalidad (Bertoni 2001). La situación de (presunto) riesgo cultural resultaba convocante y motivaba, pues, intervenciones de diferente naturaleza. Mientras algunas posiciones intentaban que el imaginario social cimentara su identidad aferrándose a la idea de preservación y reivindicación del hispanismo, otras buscaban capitalizar la mixtura finisecular y construir la idiosincrasia nacional en base al cosmopolitismo.
La línea recientemente analizada en la prensa porteña con las contribuciones de del Solar tuvo su continuidad en materia educativa. En 1894, el diputado Indalecio Gómez efectuó una presentación parlamentaria con un proyecto de ley —finalmente reprobado— relativo a la obligatoriedad del idioma nacional en las escuelas (Ennis 2019). En 1898, cuando la legislación comenzó a intervenir directamente sobre los contenidos de los manuales escolares, el Departamento de Instrucción Pública sancionó un decreto sobre la base de lo dictaminado por la Comisión Revisora de Textos, y así estableció que solamente dos gramáticas
—la de Baldmar Dobranich y Ricardo Monner Sans y la de Juan José García Velloso, de 1893 y 1897, respectivamente— eran los libros oficialmente autorizados en la Argentina para su utilización en los cursos de lengua castellana de los colegios nacionales y escuelas normales (Lidgett 2015; Arnoux 2017).
Como contrapartida —aunque también a modo de "defensa preventiva" frente a la oleada inmigratoria—, cierto sector de la comunidad cultural impulsó la gesta de "un fervor nacionalista que fuera capaz de argentinizar a la inmensa población recién llegada" (Rosenblat 1960: 49). Esta "actitud de separatismo o ruptura idiomática" —no purista— encarnaba, en un escenario de conflicto de identidad, un modo de reafirmación de la idiosincrasia nacional (Blanco 1991, 1996).
Las dos posturas velaban por el control del posible proceso de degeneración de la lengua, que necesariamente conllevaba la degeneración del ser nacional; cada una de ellas, sin embargo, partía de criterios de modelización distintos, pues no había acuerdo respecto de cuáles debían ser los elementos constitutivos de dicho ser nacional. Una era de influencia francesa y, anclada en el cosmopolitismo, proponía la adopción de las formas europeas en la literatura y la educación; la otra, de ascendencia española, buscaba que el disciplinamiento institucional evitara la descomposición de la pureza de la lengua castellana (López García 2015). En este marco surgen las publicaciones que a continuación analizamos.
4.1 Naturalismo y argentinidad. La obra de Abeille
Luciano Abeille (1859-1949) nació en Burdeos (Francia) y se licenció en medicina en la Universidad de París. Hacia 1889, se estableció en Buenos Aires, donde pronto logró conectar con las preocupaciones culturales y políticas locales, razón por la cual la crítica actual lo identifica como un "entusiasta de la argentinidad" (Alfón 2011). Fruto de su amistosa relación con Carlos Pellegrini, entonces presidente de la Argentina[3], Abeille fue nombrado profesor de latín en la Escuela Superior de Guerra y profesor de francés en el Colegio Nacional de Buenos Aires (Oviedo 2005). Aunque no fuera un hombre específicamente formado en las letras, este intelectual radicado en el país, filólogo por afición, que contaba con una membresía en la Sociedad Lingüística de París y con el explícito aval de Louis Duvau[4], publicó, bajo el sello de una editorial parisina, su voluminoso Idioma nacional de los argentinos.
La propuesta de Abeille buscaba identificarse con los principales postulados de la filosofía romántica de la primera mitad del siglo XIX; mencionaba a Humboldt, James Darmesteter y Ernest Renan, y sostenía que la lengua no solamente era considerada una "energeia" —"el trabajo del espíritu que convierte el sonido articulado en la expresión del pensamiento"— sino también "el vehículo de la actividad intelectual de una nación" (1900, 2). Luego, al igual que los demás intelectuales anteriormente referidos en este trabajo, conforme al naturalismo dominante en las diferentes áreas del conocimiento de 1860 en adelante, Abeille precisaba su definición: "Las lenguas deben ser consideradas como seres reales de la naturaleza que tienen una existencia casi material"; e indicaba que los rasgos principales de la teoría de Darwin sobre los seres vivos habían encontrado aplicación en la vida de las lenguas gracias a las ideas desarrolladas "magistralmente" por Schleicher (1900, 10). Más adelante, el francés complementaba su caracterización ofreciendo conceptualizaciones naturalistas cada vez más agudas: "La lengua en efecto no es más que el organismo silábico primordial en el cual la raza ha encarnado espontáneamente los productos de su organización intelectual particular" (1900, 28). Siguiendo a E. Haeckel y a Müller —a este último lo consideraba "uno de los campeones de la importancia de las lenguas para la clasificación de las razas"—, Abeille ubicaba a la disciplina entre las ciencias naturales, y en el análisis de los fenómenos lingüísticos reconocía la unión (epistemológica) de la zoología con la etnografía y de la biología con la historia; consideraba evidente la "exacta relación entre la arqueología psicológica de una raza y la estructura particular de las formas de su léxico y gramática" (1900, 29-30).
Para Abeille, las nociones de raza e idioma —en este aspecto coincidía con la postura de quienes buscaban intervenir en virtud de la preservación de lo español frente al aluvión inmigratorio— se correspondían y andaban, pues, por caminos paralelos. La nueva raza que se formaba en la Argentina haría que el español o "lengua de los conquistadores" evolucionara hasta formar un "nuevo idioma", pues toda raza poseía, a criterio del autor, junto a los "caracteres fisiológicos permanentes", "caracteres psicológicos fijos", siendo justamente estos últimos los que aparecían en la lengua, "la trama más última de las facultades mentales" (1900, 37).
Estas y otras afirmaciones iban a contramano del (supuesto) alarde de erudición de Abeille, pues, aunque sirvieran al objetivo de pretensión científica de su discurso, exhibían también las carencias de su perspectiva: la teoría de Michel Bréal —a quien citaba incansablemente desde el comienzo de la obra— y de otros miembros de la Sociedad Lingüística de París —como Gaston Paris y Antoine Meillet— había sido enfáticamente crítica con el naturalismo schleicheriano. No obstante, refugiándose en el respaldo que le proporcionaba tan prestigiosa institución, Abeille ofrecía su hipótesis de que el idioma español trasplantado al territorio argentino evolucionaría hasta la constitución de un idioma propio. Y con contundencia, pronunciaba su voto:
Negar la evolución del idioma en la República Argentina es declarar que la raza argentina no llegará a su completo desarrollo […] El idioma nacional argentino provoca principalmente los ataques de muchos españoles porque esa lengua no es el castellano puro. El único valor que tienen semejantes críticas, es probar la exactitud de nuestra teoría, o sea la evolución emprendida ya por el castellano que fue introducido en la RA, evolución que se operará a pesar de la voluntad humana y en virtud de leyes determinadas, según las cuales las lenguas nacen, crecen, se desarrollan, envejecen y mueren (1900, 39).
También a la luz del modelo naturalista, Abeille contrariaba los argumentos esgrimidos por los hispanófilos; tal era el caso de la noción de "pureza del idioma", en la que desconocía "un título de honor para la inteligencia de un pueblo" y en la que hallaba una de las pruebas más contundentes de su "insensibilidad e indiferencia" (1900, 64). Para el francés, el gesto de ruptura de la Argentina con respecto a la nación de la que en algún momento sus tierras habían sido colonia se había consumado en lo político y, según las leyes naturales de la evolución —"bajo la acción de la competencia vital y de la selección natural" (1900, 69)—, se consumaría también en lo lingüístico; el espíritu inicial de la revolución de mayo continuaría su avance sobre la idiosincrasia argentina hasta lograr su independencia en términos idiomáticos. La empresa de Abeille lucía sumamente ampulosa, al punto de que su gimnasia discursiva pretendía posicionar a Buenos Aires —en realidad cometía el error de equiparar la ciudad capital con la totalidad del país— como un polo irradiador de pensamiento similar al de Atenas en la Antigüedad:
La frase argentina es clara porque la claridad constituye uno de los caracteres de la inteligencia argentina. La inteligencia argentina es clara como el sol del escudo nacional; como los colores de la bandera patria; como la superficie de la majestuosa República Argentina; en la cual chispean millones de salpicaduras de un blanco inmaculado; como los paisajes luminosos y azulados que se contemplan en este país; como la Cruz del Sur, aquella admirable constelación que brilla con un resplandor sin igual. Esta transparencia intelectual la República Argentina la refleja en su idioma, porque, nueva Atenas, aspira a ser la propagadora de las ideas nuevas, en esta parte del continente americano, como lo ha sido ya de la libertad y de la independencia política (1900, 390).
4.2 Naturalismo y panhispanismo. La réplica de Quesada
El ánimo republicano de los últimos años del siglo XIX había incrementado en ciertos sectores de la sociedad la "fantasía de forjar una raza típicamente argentina" y, como un desprendimiento natural de ella, el desarrollo de una lengua nacional propia; paralelamente, otros intelectuales y/o funcionarios habían izado la bandera del "panhispanismo", un movimiento político-cultural cuyo objetivo principal era difundir la idea de una España progresista opuesta a la imagen negativa de lo español que circulaba en el ámbito argentino (Biagini 1995). Según del Valle y Stheeman (2004, 24-26), el desarrollo del panhis-panismo se asentaba sobre la premisa de que lo hispanoamericano era simplemente cultura española trasplantada al nuevo mundo, en el que España debía ocupar la posición hegemónica dentro de la jerarquía establecida; la lengua, pues, se convertía en uno de los instrumentos del desarrollo de la nación, cuya planificación respondía al objetivo de homogeneización de la ciudadanía, esto es, de reducción de las diferencias internas en pos del afianzamiento de la identidad colectiva. La intervención que analizamos a continuación avanzaba justamente en esta dirección.
Ernesto Quesada (1858-1934), nacido en Buenos Aires, se crió en una familia porteña; su padre, el prestigioso diplomático Vicente Quesada, impulsó la formación intelectual de su hijo en Europa, pues no solo consideraba que el manejo de lenguas resultaba fundamental para el trabajo científico, sino que además veía el viaje al viejo continente como un signo de distinción social funcional al conocimiento de las clases dirigentes argentinas (Buchbinder 2012). Si bien Ernesto se graduó de abogado, ejerció la profesión por un breve período; fue su labor como historiador y académico —llegó a ser profesor titular de Sociología en la Universidad de Buenos Aires— la que lo consagró entre los hombres de letras de su época.
En 1899, un año antes de que Abeille publicara la obra en cuestión, Ernesto Quesada comenzó a manifestar su opinión respecto de "El problema de la lengua en la América española" (1899-1900); sus sucesivas intervenciones dieron lugar a un artículo fraccionado en cuatro entregas de la Revista Nacional. Aunque creía infundado el temor a que el castellano replicara en América lo ocurrido con el latín en las provincias romanas, el autor juzgaba pertinente la misión de la Academia y del diccionario de la lengua en el continente. Luego, listaba las 33 resoluciones que habían sido fruto del congreso literario hispanoamericano celebrado en Madrid en 1892, en el marco de la conmemoración del cuarto centenario del descubrimiento de América; no obstante, indicaba, estas habían caído en el "vacío".
Hacia fines de 1900, ya con el libro de Abeille en el centro de la discusión, Quesada ofreció su contrapunto: El problema del idioma nacional. En este trabajo, en el que recuperaba también muchas de las observaciones expresadas en las intervenciones previas, valoraba positivamente el opúsculo de del Solar y denunciaba de "equivocada y perniciosa" la tesis del francés: un libro "literalmente malsano y/o inconducente a los fines científicos" (1900, iii). Quesada entendía que debía combatirse con vigor la pretensión de formación de dialectos o idiomas nacionales en las repúblicas americanas; debía velarse, por ende, por la unidad de la lengua en el continente. El intelectual argentino no solo elevaba la lengua castellana a la categoría de "símbolo de la soberanía" y "emblema de nuestro poder", sino que la consideraba el elemento más firme con el que hacer frente a su posible desintegración. Lo curioso era que Quesada, al igual que su antagonista, recurría al soporte naturalista para respaldar sus argumentos:
[…] la tragedia imperante de este final de siglo, el choque desigual de las razas sajona y latina, constituyen una saludable advertencia: conviene no descuidar los lazos que unen a los pueblos con una fuerza superior a los fugaces convenios diplomáticos. Y entre esos lazos ninguno es más poderoso y eficaz que el idioma común, el alma parens de la nación y de la raza. Lengua que se descuida, significa raza en decadencia; lengua que se perfecciona y defiende, representa una raza que avanza y se impone (1900, 14).
Al igual que Abeille, Quesada entendía que el problema de la lengua no era una cuestión superflua y simplemente decorativa, sino que en ella se ponían en juego cuestiones mucho más profundas como la identidad de la nación. No era cosa de "mera tendencia literaria", sino que se trataba de "un problema sociológico"; su preocupación consistía en "mantener la unidad suprema de la raza en países inundados por inmigración de todas procedencias, que principia[ba] por corromper, y concluir[ía] por modificar, el idioma nacional y, por ende, el alma misma de la patria" (1900, 19). Por esta razón, Quesada apoyaba la creación de academias de la lengua en América y la incorporación de académicos correspondientes no peninsulares; la fundación de sucursales de la Real Academia Española —de la que luego, durante la primera década del siglo XX, llegaría a ser miembro- tenía el objetivo, a su criterio, de que "en el suelo americano el idioma español recobrara y conservara, hasta donde fuera posible, su nativa pureza y grandilocuente acento (1900, 40). Finalmente, Quesada interpelaba directamente a las instituciones a implementar una auténtica política educativa que permitiera hacer frente al "estado patológico" de la sociedad (1900, 69); para ello proponía "no renegar de la madre patria" ni "hacer trizas la cuna" o "pegar fuego a la casa paterna", y dejar de sacrificar la enseñanza del latín, del que efectivamente había nacido el castellano (1900, 66-69). Estos eran los lineamientos generales en los que residía, para Quesada, el "verdadero patriotismo" (1900, 19).
5. Consideraciones finales
La lengua, según Anderson (1983), fue un elemento sumamente operativo para la conformación de la nación como comunidad política imaginada. Por esta razón, hemos visto, diversos estudios filológicos de ciertos actantes del escenario intelectual argentino de la segunda mitad del siglo XIX devinieron el soporte científico de las intervenciones con las que buscaron imprimir determinada dirección al desarrollo sociocultural del país. El foco de trabajo de muchos de los hombres de ciencia y de letras cuyas obras hemos revisado, pues, no estaba constituido por preocupaciones de índole estrictamente lingüística; siendo periodistas y/o docentes (en algunos casos, autodidactas de formación), funcionarios públicos, diplomáticos, historiadores o bien investigadores procedentes de otras disciplinas, recurrieron al análisis filológico con el objeto de robustecer sus argumentos, de dotarlos de estatuto científico a la hora de operar una intervención (política) sobre el imaginario cultural de la época.
Además, hemos visto que la consolidación del paradigma darwiniano, en general, y del enfoque schleicheriano, en particular, tuvo lugar en un momento de fuertes posicionamientos en la actividad intelectual argentina finisecular. El proceso de incorporación, establecimiento y consagración del modelo epistemológico naturalista coincidió con el desarrollo de (dos versiones diferentes de) un movimiento cívico y sociocultural mucho más amplio: el nacionalismo. Advertimos, pues, que las diversas intervenciones filológicas de López y de Lafone Quevedo, lejos de ser una mera reproducción acrítica de las teorías hegemónicas, resultaron programáticas en términos de la organización (socio-política) de la incipiente identidad nacional, para el primero, y de la configuración territorial del Estado argentino, para el segundo; el análisis histórico comparativo de las formas gramaticales era, en la producción de estos intelectuales, una herramienta metodológica con la que sustentar las filiaciones culturales y/o étnicas que pretendían reivindicar.
Luego, hemos visto también que el movimiento nacionalista expresó su voto en el debate acerca de la lengua, y que permitió acuñar, específicamente, dos posiciones: una argentinizante, como la ilustrada con las contribuciones de Mariano de Vedia, y otra panhispánica, como la ilustrada con las contribuciones de Alberto del Solar. Ambas, hemos observado, encontraron sustento en los postulados naturalistas, de modo que el mismo marco epistemológico ofreció bases para el desarrollo de los trabajos de Abeille y Quesada, incluso tratándose de visiones antagónicas respecto de cuál debía ser la lengua de los argentinos: mientras en el primero el naturalismo era un argumento en favor de la inevitable aparición de un idioma propio para la nueva república, en el segundo era el más firme motivo de preservación de la unidad de los pueblos españoles y americanos frente a la amenaza del cosmopolitismo generado por la inmigración.
Finalmente, con el cambio de siglo, el nacionalismo, como movimiento intelectual, seguirá su camino, pero ya no recurriendo al naturalismo como modelo epistemológico; esta perspectiva se encontraba ya saturada, desgastada y, por tanto, hundida en el pasado de cualquier disciplina de aspiraciones científicas modernizadoras. A partir de 1900, consideramos, se consumará en Argentina un proceso de cambio de paradigma, ya iniciado en el viejo continente en los últimos años del siglo XIX. Aquí solo podemos adelantar que el positivismo hará su parte hasta que el idealismo le otorgue —parafraseando cierta contribución de Amado Alonso (1945)[5]— mismo título de consagración que al anterior.
Referencias bibliográficas
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[1] La fundación de las instituciones mencionadas se produjo dentro del proceso histórico citado pero en el período que no se analiza en este trabajo.
[2] La Revista de Buenos Aires, inspirada en la Revista del Pacífico (1858-1861) y la Revista de Lima (1859-1863), fue creada por Vicente Quesada y Miguel Navarro Viola con el objeto de conformar un ámbito orgánico consagrado a la recuperación de la originalidad latinoamericana a través de sus expresiones literarias y culturales (Buchbinder 2012, 85).
[3] Un par de años después, en 1902, Abeille publicó en El País una carta abierta dirigida a Pellegrini en la que ofreció su descargo ante las acusaciones que había recibido de parte de otros intelectuales por su tesis sobre el idioma argentino; al día siguiente, en respuesta a ella, en el mismo periódico, el expresidente confirmaba su apoyo (Rubione 1983).
[4] La primera publicación de la obra de Abeille fue precedida de una “Carta” de Louis Duvau. En distintos pasajes, el autor optó por respaldar sus argumentos repitiendo las palabras de este “sabio lingüista y profesor de Escuela Práctica de Altos Estudios de París”; por ejemplo: “El argentino no debe ser el español de Europa, porque representa bajo todos los puntos de vista una tradición diferente […] Pretender reducir el argentino al español no sería sino querer borrar los caracteres y rasgos que le dan todo su precio. Es como si se redujera el español al latín: tentativa no solamente vana e ilógica, sino también contraria a la historia de la lingüística” (1900, 65).
[5] Cuando Amado Alonso (1896-1952) prologó la primera traducción al español que él mismo efectuó del Curso de lingüística general, presentó la obra como "el mejor cuerpo organizado de doctrinas lingüísticas que ha producido el positivismo; el más profundo y a la vez el más clarificador"; el trabajo de Saussure, no obstante, en la visión de Alonso, era "algo más que el resumen y coronación de una escuela científica superada", pues "se salva[ba] de la liquidación del positivismo, incorporado perdurablemente al progreso de la ciencia" (1945, 7). Esta es la línea de razonamiento que parafraseamos en el último párrafo de nuestro trabajo y bajo la cual terminamos de interpretar lo ocurrido con el naturalismo en 1900 a partir de las obras de Abeille y Quesada.