Manuel Alvar Ezquerra
Un diccionario particular. El Primer diccionario general etimológico de la lengua española (1880-1883) de Roque Barcia
Si no hace muchos años resultaba un lugar común decir que la historia de los diccionarios del español estaba por hacer, hoy una afirmación así no es cierta, por más que quede todavía un largo trecho por andar, y eso que ya hay una considerable cantidad de investigadores dedicados al estudio de nuestros repertorios léxicos, y desde múltiples perspectivas. Particularmente, es una tarea a la que consagro una parte importante de mis esfuerzos con el objeto de dar fin a esa historia de nuestros diccionarios en la que estoy embarcado y que, necesariamente, habrá de ser incompleta. Durante los últimos tiempos veo que el siglo xix está siendo objeto de no pocos trabajos, más sobre las obras de la primera mitad que sobre las de la segunda, pues durante ella apareció una colección de repertorios de una singular importancia, incluido el académico. Arrastrado por la corriente de los diccionarios, yo mismo me he ocupado de varios de ellos, unos extensos, otros de carácter reducido[1]. Y siempre iba dejando de lado a Roque Barcia (1823-1885), pues la mole de su obra me atemorizaba, además de que la crítica no era demasiado favorable a él. Su figura es bien conocida: era radical, anticlerical, participó en la sublevación del cantón de Cartagena, y se le acusó del asesinato de Prim[2].
Roque Barcia había publicado en 1853 un diccionario más de carácter manual que no ha suscitado el interés de los investigadores[3], pese a haberse impreso una y otra vez, el Nuevo diccionario de la lengua castellana[4], del cual me ocupé no hace mucho (Alvar Ezquerra 2012). Y también había publicado un diccionario de sinónimos, la Filosofía de la lengua española. Sinónimos castellanos (1863-1865)[5].
Por lo que me importa ahora, es el autor del titulado Primer diccionario general etimológico de la lengua española (1880-1883). La obra no ha gozado del favor de la crítica, desde su salida, pese al informe favorable de la Academia, en el que se apoyó el Ministerio de Fomento para adquirir doscientos ejemplares con destino a las bibliotecas públicas y demás establecimientos de instrucción, según Real orden del 9 de enero de 1880. La aceptación por parte del público sí que fue notable, lo que llevó a las reediciones, póstumas, de 1894 y de 1902. El prestigio así logrado se ha mantenido a lo largo de los años, y los precios que llega a alcanzar en el mercado de libros viejos es, en ocasiones, elevadísimo. Pero su desprestigio ha ido paralelo a esos éxitos.
Este Primer diccionario general etimológico, pese a la evidencia del título, no es un diccionario etimológico en sentido estricto, sino un diccionario general de la lengua, con abundantísimas informaciones enciclopédicas, en el que se incorporan las etimologías de las voces en un apartado especial para el que no se limita espacio, como tampoco se hace para el resto de su contenido. Resulta llamativo, por la práctica que se sigue habitualmente, que nuestro autor hubiese publicado antes el Nuevo diccionario, de tamaño reducido, y después este, claramente más extenso.
Desde abril de 1879 los periódicos se hacían eco del regreso a Madrid de Roque Barcia, desterrado en 1870, con la intención de publicar el diccionario etimológico, del cual había mandado imprimir en París el prólogo (Barcia 1878)[6]. Muy poco tiempo después ya había conseguido la subvención del Ministerio de Fomento a que me he referido antes, aunque todavía no estaba publicado, por lo que el importe de la ayuda se satisfaría a medida que fuese viendo la luz, en forma de entregas periódicas. La primera de esas entregas apareció en febrero de 1880. Para lograr financiación, y fidelización de los lectores, se recurrió al sistema de suscripción, cuyas bases se hicieron públicas a través de la prensa.
La Administración encargada de gestionar la edición se preocupó en garantizar que la publicación llegaría a buen puerto, habida cuenta de la extensión del diccionario. Pero pronto se presentó el primer contratiempo: el retraso en la aparición del segundo cuaderno, que no se tuvo listo hasta abril de 1880; sin embargo, a finales del mes siguiente se había publicado ya el sexto, a mediados de julio se llegaba a los 14, y así sucesivamente. Habían surgido dificultades en la fundición de algunos tipos necesarios[7], probablemente por la cantidad de ellos o por la diversidad de lenguas utilizadas, que fueron solucionadas con rapidez, y después se mantendría la puntualidad de las entregas[8]. En enero de 1881 se hacía llegar el primer cuaderno (el n.º 38) de la letra D, con el que se abría el t. ii, y pocas semanas después se ponía a la venta el t. i, encuadernado en tela, a un precio de 170 reales, 180 en provincias para cubrir los gastos de envío[9]. En mayo de ese mismo año se comenzaba la impresión de la F[10], y a finales de septiembre se ponía fin a ese tomo con la H, para comenzar el siguiente con la letra I[11]. El t. ii se puso a la venta en noviembre de 1881, a un precio de 180 reales en Madrid, 190 en provincias[12]. En julio de 1882 estaba a disposición de los suscriptores el t. iii[13], aunque en la portada lleva la fecha de 1881, la del comienzo de su publicación, por el precio de 160 reales en Madrid y 170 en provincias. En marzo de 1883, una vez aparecidos todos sus cuadernos, estaba a la venta el t. iv[14], al precio de 168 reales en Madrid y 174 en provincias[15]. Por fin, en octubre de 1883 ya se podía adquirir el quinto y último tomo, que se había venido publicando por entregas como los anteriores, por 144 reales en Madrid y 150 en provincias[16].
La publicación y distribución de los cuadernos fueron acompañadas, durante meses, en la prensa de Madrid y de provincias, de una campaña de publicidad, más o menos directa a través de las notas informativas que se enviaban a distribuidores y periódicos, para obtener las suscripciones necesarias y garantizar su mantenimiento, o como aviso de la llegada de los cuadernos. El objetivo, sin dudas, fue logrado, de ahí la fama de la obra y la opinión que se tenía —y tiene— sobre ella, en alguna ocasión publicada en la prensa, con tino en sus apreciaciones.
Simultáneamente a la aparición de la obra se imprimió un prospecto[17] en el que se incluía una hoja de suscripción. En él se hacían unas consideraciones generales, entre las que puede leerse:
Un libro de esta clase es el asiento necesario de los estudios filológicos, ese gran sentido intelectual de nuestra época, esa gran pasión de nuestros tiempos, ese trabajo portentoso de la generación presente, alimentado por tantos genios de todas las naciones, que abren camino a la marcha del mundo; es la fuente de la filosofía del lenguaje; la razón única y perpetua de la ortografía; el arriesgado arte de escribir sinónimos; el código del idioma; la medida de la erudición nacional; el grande anhelo y la vastísima aspiración de toda nación culta.
Después, Roque Barcia habla de la bondad de las lenguas y de las palabras sin escatimar alabanzas al rey y a la religión, en dos páginas largas, más de creación literaria, poética, que de presentación del diccionario, para, finalmente, dar paso al administrador, si se quiere, el editor de la obra, José María Faquineto de Cantos (¿?-¿?), quien explica las características del contenido del diccionario, y cómo se va a realizar la publicación, con el fin de captar suscriptores.
No cabe duda de que Barcia fue redactando la obra durante su destierro, y que trabajó en solitario, según él mismo nos cuenta en el "Prólogo": "Así lo hice, yo estoy persuadido de que lo hice, ya porque veo la obra, ya también porque no estoy tan alejado de mí mismo que no sepa lo que ocurre en mi casa. Lo hice y lo sé, como es muy natural que sepa lo que hago; pero lo hice, lo sé y no lo creo" (pág. xiv).
Roque Barcia puso al frente de la obra un extenso "Prólogo" de 49 páginas, divido en dos partes. La primera es una "Introducción"[18] (págs. vii-xxx) que comienza con grandes elogios hacia la Academia y los académicos, especialmente los que elaboraron el Diccionario de autoridades, y liga la redacción de su Primer diccionario general etimológico a la actividad inicial de la Institución, como complemento de una obra académica que nunca llegó: "Sin embargo de la importancia de aquellos trabajos, acerca de la cual no podrá nunca decirse bastante, el pensamiento de un Diccionario general etimológico no pasó de ser una valerosa tentativa" (pág. vii).
Continuando con la lectura de la "Introducción" nos encontramos con la expresión manifiesta de su criterio ortográfico (págs. viii-ix), que no es otro que el de seguir a la Academia, indicando cuándo la grafía se ha separado de la etimología. No es la de Barcia una adhesión sin más a los principios, etimológicos, de la Docta Casa, con lo que descarga en ella la responsabilidad en esta cuestión —como hace la mayoría de los lexicógrafos—, sino que razona su determinación, en la que parece primar la idea renacentista[19] según la cual "la lengua más sabia es aquella que más se parece al idioma de donde se deriva", y más bárbara la que más se aleja de la lengua original.
Continúa nuestro autor con sus consideraciones sobre el neologismo, de nuevo con un estilo casi poético. Advierte el incremento de artículos de su diccionario no por la codicia de tener más palabras que ningún otro, sino por poner nuestra lengua al mismo nivel que otras que tienen un léxico erudito, aunque sea histórico. Justifica la inclusión de neologismos, pero no de todos, sino los necesarios:
Las palabras introducidas en una lengua con el objeto de seguir las renovaciones del espíritu humano, porque parece que el espíritu cría pensamientos en cada edad, como los árboles se revisten de hojas, de flores y de frutos en cada una de las estaciones; las novedades introducidas en un idioma con el fin de seguir las novedades operadas ya en el pensamiento de cada época, en la conciencia de cada siglo, en la índole propia de cada civilización, esos anales que siempre se escriben y que nunca se acaban; ese jeroglífico de la vida que siempre se lee, pero que nunca se penetra; ese acento interior y profundo que va a perderse en las grandes estaciones del tiempo, no merece el nombre de neologismo, sino de natural y necesario desarrollo; de natural y necesario crecimiento.
Y si se conviene en que ese crecimiento debe llamarse neologismo, no hay más recurso que convenir en que ese neologismo es de rigor, como lo demuestra un argumento incontestable. Los muertos caminan en nuestra memoria, puesto que pasan de unas a otras generaciones. Pues si el muerto anda, claro es que el vivo debe andar. (Pág. x)
Esa actitud partidaria de la inclusión de neologismos, según García Platero (1998, 139; 2003, 273), choca con la que había expuesto Barcia en el diccionario de sinónimos: "De aquí nace, en fin, que el neologismo ha dejado de ser una figura de retórica, un medio prudente de asimilación, para convertirse en una moda, en un capricho, en una interminable manía. La lengua castellana se va convirtiendo en una especie de botica o elaboratorio, a donde todo hijo de vecino viene con su menjurge"[20]. ¿Qué le pudo hacer cambiar de opinión? Seguramente, la necesidad de acumular voces con el fin de componer la obra más extensa que pudiera, pese a sus excusas. Y, por otra parte, el tiempo transcurrido entre una y otra obra que ha traído, como él mismo explica, voces nuevas, necesarias para la designación de nuevas realidades, unas, y, otras, empleadas por los escritores más modernos. Pero eso es, a la vez, contradictorio con la idea desarrollada en el mismo prólogo, a la que he aludido antes: "la lengua más sabia es aquella que más se parece al idioma de donde se deriva". En definitiva, Roque Barcia se muestra dubitativo ante el problema, y prefiere mantener cierta cautela, sin dar rienda suelta a la entrada de neologismos en el diccionario.
Una parte de esos neologismos son los pertenecientes al lenguaje técnico, al cual dedica el § vi del "Prólogo". La penuria de tecnicismos que hay en nuestra lengua se debe, según Barcia, no tanto a nuestra ineptitud en esos menesteres sino a que la lengua no ha acudido en su ayuda, y si no hay lengua, no puede hacerse ciencia. La intención de nuestro autor es poner en manos de los estudiosos un instrumento (el léxico de la lengua) para que puedan desarrollar su labor.
En el § viii expone el plan de la obra, explicándonos sus ideas. En él se centra sobre lo que debe ser un diccionario general etimológico, y qué considera como información etimológica:
Mi plan no consiste en derivar los nombres de sus raíces inmediatas, sino de la raíz de origen, sea la que fuere.
Supongamos que nuestro romance tomó una palabra del latín, pero que esta palabra latina se deriva del griego: yo parto de la raíz griega.
Supongamos que nuestro romance tomó una voz del griego, pero que esta voz griega se origina del árabe, del zend, del sánscrito: yo parto del sánscrito, del zend, del árabe. Parto del nombre primitivo que entraña la razón de todos los vocablos de su serie, porque etimología quiere decir razón de la palabra, y la razón universal es el principio.
Mi plan no consiste tampoco en limitarse a derivar las voces de sus raíces elementales u originarias, que son las únicas que merecen la denominación de tales raíces, sino que se extiende a presentar la descendencia de cada término en todas las lenguas en que ha creado alguna forma; es decir, no considero únicamente la palabra en relación con sus orígenes, sino que la refiero a todas sus analogías o concordancias, de donde nace la gradual derivación del nombre, lo que pudiéramos llamar su genealogía. (Pág. xii)
Para acometer su tarea, Barcia dividió las lenguas en seis familias, que explica en el § ix, el referido al método (págs. xiii-xv): 1.ª sánscrito clásico y sánscrito védico, en sus relaciones con el pacriti y con el zend; 2.ª hebreo en sus relaciones con el caldeo, con el ananeo o siriaco, con el fenicio y el samaritano; 3.ª árabe, en sus relaciones con el malayo y con el persa; 4.ª griego clásico y griego del Bajo Imperio, en sus relaciones con el alto y el bajo latín; 5.ª el eslavo, idiomas célticos (bajo bretón, gaélico, cornuliano, kimry) y las ramas del antiguo teutónico (alemán, holandés, inglés, anglo-sajón, escandinavo, lituanio y normándico); y 6.ª las lenguas neolatinas. Después fue asignando a cada una de esas familias las distintas palabras, quehacer que le llevó años. De esa manera tenía el embrión de seis diccionarios diferentes. A continuación pasó a analizar cada voz con las relacionadas con ella, para uniformar el contenido. Una vez terminada esta tarea, fundió en un solo orden alfabético la totalidad de lo recogido y escrito. La ventaja que veía en ello Roque Barcia era notable:
Este procedimiento, aplicado a las voces de una derivación extensa y complicada, hizo posible que despejase la confusión abrumadora que echaba de ver en el todo informe del Diccionario; confusión que se advierte en algunas derivaciones del sabio Littré, porque las raíces y sus derivados andan discordes, como no puede menos de ocurrir cuando una obra de tal magnitud se escribe en conjunto. (Pág. xiv)
Una vez finalizada la redacción le dio un repaso para efectuar las últimas correcciones, pulir el contenido, completar lagunas y comprobar multitud de pormenores. Solo entonces, cuenta nuestro autor, realizó una comparación con los mejores diccionarios "del romance" para tomar de ellos lo que no tiene nuestra lengua, lo que debería tener, aunque no dice cuáles son esos diccionarios, si bien el de Littré es citado frecuentemente, además de los etimológicos románicos.
La segunda parte del "Prólogo"[21], que no aparecía en el parisino de 1878, y después suprimida para la segunda edición (1890), va dirigida "A la ilustre Real Academia Española" (págs. xxxi-lvi), en señal del agradecimiento de Barcia por la ayuda de la Institución para que se le concediera la subvención que hizo posible la publicación de la obra. En esa parte, pretende dar cuenta de las dificultades con las que se ha encontrado para la redacción del diccionario, comenzando por la ortografía, lo que le vale para hacer una larga disertación sobre el origen de los sonidos, de los diferentes alfabetos y sistemas de escritura, desde su particular perspectiva y modo de presentar las cosas. Después pasa exponer el origen de la explicación etimológica, hasta alcanzar el siglo xix, con la llegada de Franz Bopp (1791-1867), por el que sentía una gran admiración como fundador del comparatismo, y de cuya gramática viene una parte del Primer diccionario general etimológico.
Según mis cálculos, este diccionario de Roque Barcia contiene unas 125 800 entradas (30 000 + 35 000 + 23 000 + 23 500 + 14 300 en su reparto en cada uno de los tomos), más unas 4 700 en el "Suplemento", lo que nos lleva a alrededor de 130 500 en su conjunto.
Tal cantidad de entradas se alcanza por la labor de acarreo realizada por nuestro autor, y por la pretensión abarcadora de la totalidad del léxico que manifiesta, aunque se queda corta en no pocas ocasiones.
El punto de partida de Roque Barcia en la elaboración de su Diccionario general etimológico es el diccionario de la Academia, sobre cuyo trabajo no ahorra elogios, como hemos visto en el "Prólogo", especialmente dirigidos a los primeros académicos y el Diccionario de autoridades. Maneja la 11.ª ed. del DRAE (1869), cuya nomenclatura era de 47 000 entradas, bastantes menos que las del Diccionario general etimológico. La copia no fue exacta, pues aunque toma las entradas en su conjunto, ya que reproduce literalmente unos artículos, en otros introduce algunas enmiendas, en algunos unas modificaciones sustanciales, y en otros más acepciones nuevas (Henríquez Salido y Alonso-Misol 2010, 248-249). Los cambios pueden alcanzar al orden de las acepciones, con lo que se reestructuran los artículos en que sucede esto. Pero, sobre todo, añade muchas entradas nuevas para pasar de las 47 000 del diccionario académico a las 130 500, e introduce algunos campos al final del artículo: la etimología, la sinonimia, la información enciclopédica. Debido al carácter desordenado, asistemático, del contenido de la obra, tales informaciones no son ni constantes ni homogéneas.
Los artículos añadidos son de diversa naturaleza. En primer lugar, son numerosos los nombres propios, característicos de las obras enciclopédicas, y que podríamos cifrar en un 20 % del contenido, esto es, en torno a los 25 000 artículos del Primer diccionario general etimológico dan cuenta de nombres propios[22]. Los hay geográficos, fundamentalmente de poblaciones, islas y archipiélagos, regiones, países y continentes. Algunos de esos artículos poseen una extensión considerable, como sucede con los de Granada, Grecia, Inglaterra (alcanza las 49 columnas), Italia (74 columnas), Madrid (106 columnas), París (94 columnas), Roma (41 columnas), etc., ejemplos tomados aleatoriamente.
Entre los nombres de persona los hay en que únicamente se indica que son eso, nombres de persona, como Andrea, Andrés, Emilia, Eusebio, Leoncio, Lope, Mencía… Unos más lo son de personajes de la Antigüedad, otros lo son de personajes modernos, contemporáneos, o más o menos recientes, escritores, pintores, reyes y emperadores… Entre tan abundante colección de nombres se incluyen los de las diversas mitologías, para los que Barcia emplea indistintamente las marcas de Mitología y de Tiempos heroicos[23]. Otros nombres propios lo son de personajes literarios (como Mefistófeles). Entre estos nombres no faltan los que llevan la marca de Astronomía
En el incremento de voces comunes tiene no poco que ver concepción de la etimología expuesta por Barcia y el afán por recoger los compuestos y derivados de una misma raíz. Dolores Igualada ha intentado echar un poco de luz sobre el proceder de nuestro autor, y ve en el interior de su diccionario cómo el aumento de la nomenclatura se debe a[24]:
1.º La multiplicación innecesaria de artículos, cuyos lemas únicamente presentan variantes gráficas, y, en ocasiones, tratándose de verbos, son las formas pronominales y las no pronominales. Ello es consecuencia del rápido expurgo de sus fuentes.
2.º La presencia de derivados regulares, diminutivos y aumentativos, de una misma base léxica. En otros diccionarios, la práctica era poner bajo una sola entrada todas esas variantes.
A esos dos procedimientos se suma la incorporación de no pocos neologismos, sin marca alguna, salvo en raras ocasiones.
Contrasta con esos poco abundantes neologismos, o, al menos, voces o acepciones portadoras de la marca, la ingente cantidad que llevan la calificación de Anticuado, y que pueden verse en cualquier lugar por el que se abra el diccionario, y no solamente las referentes a objetos, actividades, creencias, etc., del pasado, como consecuencia del afán totalizador de Barcia (valgan como ejemplo Abusión, Bandujo, Damnar, Elato, Farón, Incognoscible, Metrista, Noverca, Pinal, Quinao, Redituoso, Talaya, etc.).
También son abundantes los nuevos artículos de la terminología científica y técnica, de la que tan necesitada estaba la lengua, en la consideración del autor, como hemos visto antes. Es tal la cantidad de voces de ese tipo que las de cada uno de los dominios bien pudieran formar un diccionario especializado. Es difícil calcular la cantidad de voces de este tipo que hay en el interior de la obra, aunque podemos efectuar una aproximación: si de los 130 500 artículos de la obra 25 000 son nombres propios, como hemos visto antes, se nos quedan en unos 105 500, de los cuales 47 000 pueden ser los procedentes del diccionario académico, con lo que los artículos de voces nuevas deben ser unos 58 500, una buena parte de ellos de términos de carácter especializado, cuya cantidad no me atrevo a aventurar, aunque bien podrían situarse en torno a los 50 000. A esta última cifra habría que sumar las acepciones nuevas de los ámbitos científicotécnicos que se ponen en artículos que ya había en el diccionario académico. Todas estas cantidades no son sino unas estimaciones superficiales, a la espera de ser corroboradas por cálculos más precisos. De todos modos, esos artículos de voces científicas y técnicas constituyen en el Primer diccionario general etimológico una palpable muestra del papel que desempeñan en la lexicografía: actúan como bisagra, como nexo de unión, como puente entre el diccionario de lengua y lo enciclopédico del diccionario[25].
Uno de los aspectos llamativos del diccionario de Roque Barcia es la ausencia de abreviaturas en el interior del artículo, no constan ni para señalar la categoría gramatical de la voz —o acepción—, ni para los niveles de uso, los lugares de empleo, o la pertenencia del término a algún ámbito científico y técnico. Así, no hay al principio de la obra una lista de las abreviaturas empleadas, por lo que resulta difícil saber de una manera rápida cuáles son los ámbitos restringidos en los que se encuentran las palabras recogidas.
Por lo que se refiere a las marcas diastráticas, la única que parece emplearse es la de familiar, ciertamente muy abundante y a lo largo de la obra, de forma aislada o como parte de la explicación del uso.
En el polo opuesto se encuentra el léxico científico-técnico, muy abundante, y con profusión de marcas. Desde un punto de vista subjetivo, parecen ser copiosas las designaciones de las Ciencias Naturales, en las que no siempre se deslindan los dominios (Botánica, con abundancia de las denominaciones de plantas de América, África, y Oceanía, incluidas las Filipinas, Entomología, Historia Natural, Ictiología, Ornitología, Zoología, etc.).
Las marcas de especialidad que se encuentran en el interior de la obra deben acercarse al centenar. Tal variedad es consecuencia del empeño del autor por acotar los campos, y, probablemente también, a las distintas épocas de la redacción del contenido, así como a las diferencias que puede haber en las fuentes que manejó, sin que procediera a una sistematización, de modo que hay algunas que son escasamente utilizadas —o no me ha sido fácil encontrar artículos en los que las empleara— (por ejemplo, Embriología, Geografía, Hidráulica, Mística, Platería o Tecnología), otras que no hubiera sido difícil unificar, a sabiendas de que no designan lo mismo (pongo por caso Forense y Jurisprudencia, Imprenta y Tipografía o Minas y Mineralogía), pero tampoco hubiera sido difícil encontrar otras que las abarcasen.
Frente a ese cúmulo de especificaciones, llama la atención que los usos restringidos geográficamente no gocen de tanta atención. Van introducidos por un Provincial, seguido habitualmente de la zona a que hace referencia.
Es llamativo el poco espacio concedido a las formas empleadas en América y Filipinas, pese a su presencia en los otros diccionarios generales de la lengua, algunos de los cuales manejó Barcia para la redacción del suyo. Por el contrario, no son pocas las voces pertenecientes al lenguaje germanesco (por ejemplo, Avispedar, Badélico, Bederre, Calcorrear, Charnel, Durlines, Enjaezado, Ibanó, Jacarandina, Longuiso, Muquir, Niebla, ¡Ori!, Parné, Quina o Quinaquina, Remolleron, Sufrida, Turronada, Verruguetar, etc.), en la línea de los diccionarios generales de nuestra lengua, señaladas con la marca de Germanía. Aunque, entre unos repertorios y otros, todas las voces que he utilizado en mis ejemplos ya habían aparecido en nuestra lexicografía, y la totalidad de ellas en el de la Academia, salvo Parné, cuya única documentación lexicográfica anterior al repertorio de Barcia es el Diccionario nacional de Domínguez.
Debido a la extensión de sus largas explicaciones enciclopédicas, se encuentra en ellas, y en las definiciones, la presencia de Roque Barcia, manifestando no poco subjetivismo, lo cual no es de extrañar a la vista de lo que ya había hecho Ramón Joaquín Domínguez en su diccionario, con lo que las definiciones se alargan, y la extensión del artículo también. Las apariciones de su radicalismo tanto político como religioso son continuas, y se producen de forma intencionada con el fin de formar a los lectores de la obra en unos concretos valores morales y sociales, entre los que se encuentran los de la francmasonería, a la que parecía pertenecer[26]. Una muestra de sus inclinaciones políticas bien pudiera ser la inclusión de los artículos dedicados a los revolucionarios franceses Roland de la Platière (Juan María) y su mujer Roland (Manuela Juana Philipon de), que, entre los dos, ocupan cerca de diez columnas). Precisamente, es en los artículos de fondo filosófico, religioso, político, social, etc., en los que interviene con mayor profundidad Barcia, en los que introduce mayores cambios.
He dicho más arriba que el Primer diccionario general etimológico no es un diccionario etimológico en sentido estricto, por más que la etimología estuviese en el centro de las intenciones del autor: es un diccionario general de la lengua, con un amplio componente enciclopédico (en la nomenclatura y en el interior de los artículos), y un notable interés por el origen de las palabras, que ayuda a entenderlas y usarlas con la debida propiedad.
La información etimológica es considerable, y no se presenta tras la entrada como en los demás diccionarios, de manera escueta. Aparece constantemente al final de las explicaciones de los diferentes sentidos recogidos en los artículos en que figura[27], en un apartado especial, el primero de los que hay, bajo el enunciado de Etimología. No consta en aquellos casos en que se trata de palabras relacionadas formalmente con las que rodean al artículo en cuestión, y que el usuario puede colegir de la explicación que se ofrece en una de ellas, por lo general la base léxica a partir de la que se forman las otras voces. Tampoco figura en las palabras procedentes de lenguas americanas o del lejano oriente. Barcia explica en las páginas iniciales que su método es el de ir identificando
las raíces, y agrupando las voces que tienen una común, por lo que se hace innecesario ofrecer la etimología en todas las palabras que tienen esa misma base.
El espacio que se confiere a la etimología en el apartado dedicado a ello es notable, y en algunos casos extraordinario, como puede comprobarse en Adive, Éxito, Hierba o Menaje, por poner solo unos pocos ejemplos entre muchísimos otros; pero de ninguna manera es el núcleo del diccionario o de los artículos. Esa extensión se debe a que se presentan las opiniones de los principales etimologistas (en especial son los romanistas más conocidos). Los españoles pertenecen a todas las épocas, y son bien numerosos, hasta 92 nombra también en el prólogo (pág. viii), pero no todos ellos pueden ser considerados etimologistas según nuestros criterios, ya que una buena parte son autores de diccionarios que en algún momento han tenido que dar cuenta del origen de las palabras que recogían, o en ellos pueden encontrarse las relaciones entre voces (así, por ejemplo, los diccionarios del español y el árabe). De todos modos, en este aspecto "destaca el carácter en exceso rudimentario de sus planteamientos" (García Platero 2003, 273), más patente en las aportaciones propias que en lo procedente de otros autores.
En la exposición etimológica no es raro encontrar el equivalente en otras lenguas de la voz en cuestión, máxime cuando están relacionadas por el étimo, pero no es un empeño por ofrecer la forma equivalente en esas lenguas: no se trata de un diccionario bilingüe o plurilingüe, sino de una ayuda para entender el valor y las transformaciones en nuestra lengua.
Pese al esfuerzo realizado en este apartado, y a las fuentes manejadas, las propuestas de nuestro autor resultan, con frecuencia, extravagantes, al menos examinadas con nuestros conocimientos actuales —y también con los de la época—, por lo que han estado en la base de las críticas que se han hecho al diccionario. En su defensa cabe recordar que no le interesaba la etimología por el mero afán de ofrecer el origen inmediato de la voz, sino que pretendía rastrear la procedencia de la forma para explicar los cambios de significado habidos en su interior y la familia léxica que pudo originar en nuestra lengua, o en otras, lo que empleó en la redacción de los artículos para la ordenación de acepciones, precisar definiciones, etc.
Bastante menos frecuente que la explicación etimológica es el apartado dedicado a la sinonimia, colocado, en los artículos en que se ofrece, tras el de la etimología. Esta es una innovación de Roque Barcia en la historia de nuestra lexicografía, ya que no había aparecido en los diccionarios generales precedentes. Son escasas las líneas que se dedican en el "Prólogo" de la obra a la sinonimia: "A los sinónimos de este Diccionario, óbolo de su autor, se han agregado los de Jonama, Marc[h], Huerta, Cienfuegos, conde de la Cortina y Mora, formando de esta suerte un repertorio de lo más curioso y notable que tiene el castellano en este género de literatura" (pág. viii). Así es, pues Barcia vuelca en el interior del Primer diccionario general etimológico su anterior diccionario de sinónimos, añadiendo, además, el contenido de los repertorios de este tipo publicados hasta el momento, a los cuales cita tras la exposición de lo que toma de ellos, aunque oculta a Pedro M. de Olive (1767-1843) y Santos López Peregín (1800-1845) cuando toma algo de su colección (Igualada Belchí 2002, 145)[28]. En cualquier caso, Barcia solamente reproduce lo que dicen los demás, sin intentar aunar lo que exponen (ibidem), y sin tomar partido ninguno.
Por otra parte, en muchos artículos de voces comunes, tras la explicación lingüística se abre un apartado llamado Reseña histórica o, simplemente, Reseña, donde Barcia aprovecha para proporcionarnos amplias informaciones también de tipo enciclopédico. Sirva de ejemplo la Reseña histórica que aparece en el artículo Fastos, donde se ofrece una larguísima lista de 6 páginas de los fastos consulares desde el año 509 a. C. hasta el año 541. Un artículo que llama la atención por la cantidad de noticias que se proporcionan, de manera no muy ordenada, es el de Don Diego de Día, en el cual, tras la información lingüística se abre una sección titulada El reloj de Flora, donde, entre otras cosas, nos cuenta cómo podemos saber la hora del día en que nos encontramos con observar las flores de qué plantas se abren y se cierran; a continuación, en la Reseña histórica, nos explica quién fue Don Diego de Noche, y cuanto se le ocurre, saliendo a colación el Cid o Don Quijote, y multitud de cosas que nada tienen que ver con la planta, y así durante más de seis páginas.
Tantas informaciones como las que acabo de describir, ciertamente prolijas, hacen que un notable número de artículos del diccionario alcancen una extensión considerable, mucho mayor que la de cualquier otro diccionario de la lengua, incluso prescindiendo de todo lo enciclopédico. Ello nos demuestra el gran interés que puso Roque Barcia por ofrecernos una amplia y copiosa información lingüística, por más que los resultados sean un tanto caóticos, más si están entremezclados con lo enciclopédico.
El Primer diccionario general etimológico puede ser considerado como un gran diccionario, y no solamente por su formato o extensión. El autor quiso aunar un diccionario de lengua con uno enciclopédico, para lo que utilizó la argamasa del vocabulario científico y técnico.
El modo de trabajar de Barcia no parece muy difícil de entrever: partió de la última salida del diccionario académico, de su undécima edición (1869), que fue enriqueciendo con la consulta del Diccionario de autoridades y de los diccionarios de Covarrubias y Terreros, a lo que añadía lo que decían los más conocidos diccionarios de nuestra lengua de los últimos decenios, y los materiales que había ido anotando durante años de sus lecturas de los autores clásicos. Para el léxico especializado hizo acopio del contenido de los tratados de una considerable cantidad de materias. Es una lástima que no nos dejara una relación de todas esas obras, para ver el alcance de su esfuerzo, aunque son citados frecuentemente en el interior del diccionario. Los artículos se presentan por orden alfabético, el más cómodo y asentado para sus pretensiones. En el contenido de ellos cambió todo lo que le pareció conveniente, modificando las definiciones que había en sus fuentes, alargándolas cuando era preciso, y, si no, acortándolas, o redactando unas nuevas. Quiso saber cuál era el origen de las palabras, lo que le debía ayudar a ordenar las acepciones, y hacer refundiciones, o desdoblamientos, llegado el caso. Ello lo llevó a averiguar las etimologías, lo que lo condujo a explicaciones que iban más allá de indicar el étimo inmediato, por lo general del latín. Aquí realizó un esfuerzo enorme, otra cosa es que los resultados fueran atinados, por lo que proporcionó abundante munición para ser atacado por sus detractores.
La parte estrictamente enciclopédica se reduce a entradas dedicadas a personajes históricos, y, sobre todo, a lugares. Además, en no pocos artículos puso apartados especiales de información complementaria sobre lo nombrado, o lo designado, por la palabra. Se trata de una información copiosa en los artículos en que aparece, y desmesurada para los principales países y ciudades.
Una obra de acarreo como esta, realizada por una sola persona, y a lo largo de muchos años, con notables interrupciones durante su redacción, hizo que tuviese muchas inconsistencias internas, pese a la revisión final. Tales inconsistencias se refieren tanto a la estructura del contenido de los artículos, a la manera de exponerlo y a sus partes, como a la selección de las entradas, y no solamente las de términos de especialidad, sino también las de los nombres propios.
En definitiva, la subjetividad que hay en los contenidos y la falta de una estructura rígida en la forma, además de las frecuentes fantasiosas etimologías, es lo que dio pie a las críticas, que han ensombrecido una obra, sin duda, útil si se sabe manejar con la prudencia pertinente. "Pese a sus evidentes defectos, subyace en esta obra una honda preocupación por el lenguaje y una evidente admiración por sus infinitas posibilidades" (García Platero 1998, 141).
Entre 1887 y 1889 apareció un Diccionario general etimológico de la lengua española bajo el nombre de Eduardo de Echegaray (1839-1903). El autor era hermano de nuestro premio nobel de literatura José de Echegaray (1832-1916), ambos ingenieros de caminos y ambos académicos de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, además de ser Eduardo autor de diversas obras de carácter científico. Por otra parte, el editor José María Faquineto, sobrino de Roque Barcia, también compuso un breve diccionario de la lengua (el Vocabulario de la lengua española, 1891) y editó el diccionario de sinónimos de su tío en su segunda salida (1890).
Como ya se anuncia desde el título, el diccionario de Echegaray no pretendía sino ser una versión reducida del de Roque Barcia. Me imagino que Echegaray no encontraría muchas dificultades para hacerlo debido al parentesco de Faquineto y Barcia, fallecido solo dos años antes de que comenzase la publicación de la nueva obra. Además, Faquineto había sido el administrador (o editor) del diccionario de Barcia, por lo que debía conocer muy bien su contenido y los riesgos económicos de la operación.
En el "Prólogo" —que aparece sin firma ninguna, seguramente es de Echegaray, o, en todo caso, de Faquineto— se justifica la necesidad de un diccionario etimológico por las comunicaciones que se establecen entre los pueblos de la Tierra en todas las actividades, "prestándose mutuamente nombres, modismos, frases y giros". Conociendo el origen de las palabras podrá distinguirse lo original de lo falso, lo que nos pertenece de antiguo y lo que ha sido introducido nuevamente por la "vertiginosa confusión de la época presente". A continuación, se pasa a elogiar el diccionario de Roque Barcia, cuyo defecto es el de ser demasiado voluminoso. Por ello, se concibió la idea de hacer "una edición reducida de esta importante obra, que contenga todo lo verdaderamente útil, y en la que solo falte lo que no sea de inmediata aplicación a la ciencia etimológica". Para lograrlo, se dice, se ha suprimido todo lo referente a la sinonimia —que nada tiene que ver con la etimología—, las explicaciones sobre la mitología —aunque dejando ligeras indicaciones—, las descripciones geográficas y las biografías, y las etimologías que Barcia califica de absurdas. Igualmente, se explica que se ha aumentado algo, aunque poco. Tal vez se considere como aumento la incorporación de las voces comunes que había en el "Suplemento", pues no es mucho más lo nuevo en la versión de Echegaray. Continúa el prólogo exponiendo que se ha corregido bastante su contenido, cotejándolo con la última edición del repertorio académico (la 12.ª ed., 1884) y con las últimas investigaciones etimológicas españolas y extranjeras.
Según mis cálculos, el Diccionario general etimológico tiene unas 104 000 entradas, frente a las 130 500 del de Roque Barcia, esto es, un 20 % menos. Es una reducción apreciable, aunque no suficiente para llegar a la mitad de tamaño. ¿En qué consiste, pues? Sin duda, se ha pretendido suprimir toda información de carácter enciclopédico: por un lado las entradas correspondientes a nombres propios, aunque quedaron unos cuantos. Todos estos nombres son más abundantes en el primer tomo, mucho menos en el segundo, y prácticamente inexistentes en los dos últimos, lo que bien podría ser muestra de cómo se iban intensificando las supresiones (o de cómo al principio no se puso tanto celo). Lo cierto es que nada de ello parece responder a un criterio firme.
Por otra parte, al haberse suprimido muchos nombres propios de persona y de lugar, las definiciones de multitud de derivados y gentilicios llevan a pistas perdidas[29]. Así, por ejemplo, el artículo Riojano leemos "Adjetivo. El natural de la Rioja y lo perteneciente a ella. Se usa también como sustantivo en ambas terminaciones", pero al suprimirse Rioja nos quedamos sin saber qué es la Rioja, y lo mismo ocurre con Alemán y Alemania, con Étneo y Etna, con Ruso y Rusia, con Sueco y Suecia, etc.
La supresión de informaciones enciclopédicas afecta igualmente a las que había en el interior de muchos artículos, bajo diferentes formas, como las que llevaban el rótulo de Reseña o Reseña histórica, y otros más particulares.
Por lo que respecta a la parte estrictamente lingüística, se suprimen las informaciones que rodean a la explicación etimológica, quedando reducida a lo esencial, sin prescindir de lo más característico del diccionario de Barcia: la búsqueda del étimo último. De este modo desaparece una multitud de citas, que podrían no interesar al lector no especialista.
En la reducción de la obra se ha prescindido del apartado dedicado a la sinonimia, una de las grandes novedades de Barcia, y que ocupaba un espacio considerable. Cabe pensar que se hiciera porque esa información ya estaba en su diccionario de sinónimos, pero igualmente cabe conjeturar que Faquineto tenía la idea de volver a editar el diccionario de sinónimos y no le convenía que estuviesen en el etimológico, o que la segunda edición del de sinónimos llegó en 1890 debido a los cambios en el diccionario grande. Sea como fuere, no alcanzo a entender muy bien cómo se cedieron los derechos del Primer diccionario general etimológico a Seix para que lo volviese a dar a la luz en 1894, en una impresión idéntica a la primera. ¿Pensaba Faquineto que le sería más rentable mantener el diccionario de Echegaray y el de sinónimos de su tío? Estamos ya de lleno en la etapa de la lexicografía comercial y resulta difícil entrever las razones de algunas decisiones empresariales.
En todo lo demás, el diccionario de Echegaray toma lo que había en el de Barcia, ya que su finalidad, confesada, era hacer una versión abreviada de este. Se mantienen las mismas entradas que había en él, con las mismas explicaciones, con pocos añadidos, y algunas modificaciones para acercar las definiciones al último repertorio académico. La poda es considerable en las etimologías, en las que se reduce a la búsqueda del étimo primero, que es lo que sustentaba la armazón del diccionario de Barcia, y se mantienen los equivalentes en otras lenguas (cfr. Puche Lorenzo 2000, 390).
El Diccionario general etimológico de Echegaray se reimprimió, pasados los años en Argentina (Barcia 1945), y en esa salida se pone como autor a Roque Barcia, con lo que se aumenta la confusión que se ha mantenido durante años sobre la autoría de la obra. El "Prólogo" ahora presenta una ligera diferencia con respecto al de la primera edición abreviada. Comienza dándose como autor, también, a Barcia —lo cual no deja de ser cierto, por más que antes no se hubiera hecho—, y se afirma que es una edición especialmente preparada para el público hispanoamericano, aunque nada se dice del cómo o el porqué, y tampoco se ve, salvo haberse hecho en América. Después se copia el prólogo primitivo, y al final se añade un párrafo en el que la editorial dice creer cumplir con esta edición a la difusión del diccionario entre quienes desean "conocer el origen, el sentido y la belleza del idioma". Por lo demás, es una reproducción a plana y renglón de la edición de 1887-1889.
Referencias bibliográficas
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[1] Véanse, por ejemplo, mis trabajos, publicados en el último lustro (Alvar Ezquerra 2014a; 2014b; 2016; 2018; 2019a; 2019b; 2019c).
[2] Juan Manuel García Platero (1998) hizo un resumen de su actividad, especialmente en las págs. 137-138. También puede verse en Henríquez Salido & Alonso-Misol (2010, 224-227).
[3] Excepción hecha del trabajo pionero de Juan Manuel García Platero, ya citado, y el artículo de Elena Bajo Pérez (2007).
[4] El título completo es Nuevo diccionario de la lengua castellana arreglado sobre la última edición publicada por la Academia Española y aumentado con más de veinte mil voces usuales de ciencias, artes y oficios, por D. R. B., Librería de D. N. Grases, Gerona, y del mismo año e idéntico contenido, Librería de Rosa, Bouret y Cía., París.
[5] Volvió a ser impreso en vida de Barcia (1870), y ya desaparecido el autor tuvo una nueva edición a la que he de referirme más adelante, a la cual siguieron otras en España y en América.
[6] En la Biblioteca Nacional de España, Madrid, se conservan dos ejemplares, de los que he consultado el 1/45280.
[7] El Amigo. Periódico de educación popular (Madrid), año iii, n.º 114, 25 de abril de 1880, pág. 4, col. c.
[8] Y así lo hace constar El Constitucional. Diario liberal, época segunda, año xiv, n.º 3667, 14 de julio de 1880, pág. 3, col. c, y un año después La Paz de Murcia. Diario de noticias y anuncios, año xxiv, n.º 7060, 28 de mayo de 1881, pág. 1, col. d.
[9] La Paz de Murcia. Diario político, de noticias y anuncios, año xxiv, n.º 6987, 26 de febrero de 1881, pág. 1, col. d.
[10] La Paz de Murcia. Diario de noticias y anuncios, año xxiv, n.º 7083, 9 de julio de 1881, pág. 1, col. e.
[11] Tomo la noticia de El Amigo. Periódico de noticias, instrucción y recreo (Madrid), año iv, n.º 189, 2 de octubre de 1881, pág. 3, col. a.
[12] El Eco de la Provincia. Diario conservador-liberal (Alicante), época 2.ª, año iii, n.º 949, 15 de noviembre de 1881, pág. 3, cols. a y b.
[13] La Paz de Murcia. Diario de noticias y anuncios, año xxv, n.º 7384, 14 de julio de 1882, pág. 3, col. c.
[14] Según puede leerse en La Correspondencia de España. Diario universal de noticias (Madrid), año xxxiv, n.º 9136, 28 de marzo de 1883, pág. 4, col. f.
[15] La Paz de Murcia. Diario de noticias, avisos y anuncios, año xxvi, n.º 7602, 4 de abril de 1883, pág. 4, col. a.
[16] Véase el anuncio que publicaba La Lucha. Órgano del Partido Liberal de la provincia de Gerona (Gerona), año xiii, n.º 2240, 10 de octubre de 1883, pág. 4, col. 4, donde también se indican los precios de los tomos precedentes. El anuncio seguiría publicándose en las semanas siguientes, y aparecería en otros periódicos.
[17] Primer diccionario general etimológico de la lengua española, [Establecimiento Tipográfico de Álvarez Hermanos], [Madrid], [1880]; he consultado el ejemplar de la Biblioteca Nacional de España, Madrid, VC/1943/47.
[18] Había sido publicado previamente como "Prólogo" del Primer diccionario general etimológico de la lengua española, publicación a la que me he referido más arriba, fechado el 13 de octubre de 1878.
[19] Véase a este propósito Buceta (1925).
[20] En la "Introducción" de la primera edición (Barcia 1863, 14). El mismo texto se mantuvo para la segunda ed. (Barcia 1890, 7).
[21] Fechado el 18 de mayo de 1879.
[22] Llego a esta estimación a partir de los datos que me proporciona la reducción realizada por Eduardo de Echegaray, obra a la que me refiero más adelante.
[23] Por ejemplo, Ismara e Ismaro llevan la marca de tiempos heroicos, mientras que Ismene, inmediatamente después, lleva la de Mitología.
[24] Véase Igualada Belchí (2002, 137-147, especialmente la pág. 140).
[25] Véase lo que, por otros motivos, expone Guilbert (1969, 4-29, especialmente la pág. 16).
[26] Sobre este último aspecto me remito a la exposición de Henríquez Salido (2015, 31-45).
[27] Sobre las informaciones etimológicas, su contenido y descripción, puede verse Puche Lorenzo (2002, 186-188).
[28] Esos autores compusieron el Diccionario de sinónimos de la lengua castellana (1843), impreso en numerosas ocasiones.
[29] De ello ya se dio cuenta Puche Lorenzo (2000, 379-392, especialmente la pág. 387).
Un diccionario particular. El Primer diccionario general etimológico de la lengua española (1880-1883) de Roque Barcia
Si no hace muchos años resultaba un lugar común decir que la historia de los diccionarios del español estaba por hacer, hoy una afirmación así no es cierta, por más que quede todavía un largo trecho por andar, y eso que ya hay una considerable cantidad de investigadores dedicados al estudio de nuestros repertorios léxicos, y desde múltiples perspectivas. Particularmente, es una tarea a la que consagro una parte importante de mis esfuerzos con el objeto de dar fin a esa historia de nuestros diccionarios en la que estoy embarcado y que, necesariamente, habrá de ser incompleta. Durante los últimos tiempos veo que el siglo xix está siendo objeto de no pocos trabajos, más sobre las obras de la primera mitad que sobre las de la segunda, pues durante ella apareció una colección de repertorios de una singular importancia, incluido el académico. Arrastrado por la corriente de los diccionarios, yo mismo me he ocupado de varios de ellos, unos extensos, otros de carácter reducido[1]. Y siempre iba dejando de lado a Roque Barcia (1823-1885), pues la mole de su obra me atemorizaba, además de que la crítica no era demasiado favorable a él. Su figura es bien conocida: era radical, anticlerical, participó en la sublevación del cantón de Cartagena, y se le acusó del asesinato de Prim[2].
Roque Barcia había publicado en 1853 un diccionario más de carácter manual que no ha suscitado el interés de los investigadores[3], pese a haberse impreso una y otra vez, el Nuevo diccionario de la lengua castellana[4], del cual me ocupé no hace mucho (Alvar Ezquerra 2012). Y también había publicado un diccionario de sinónimos, la Filosofía de la lengua española. Sinónimos castellanos (1863-1865)[5].
Por lo que me importa ahora, es el autor del titulado Primer diccionario general etimológico de la lengua española (1880-1883). La obra no ha gozado del favor de la crítica, desde su salida, pese al informe favorable de la Academia, en el que se apoyó el Ministerio de Fomento para adquirir doscientos ejemplares con destino a las bibliotecas públicas y demás establecimientos de instrucción, según Real orden del 9 de enero de 1880. La aceptación por parte del público sí que fue notable, lo que llevó a las reediciones, póstumas, de 1894 y de 1902. El prestigio así logrado se ha mantenido a lo largo de los años, y los precios que llega a alcanzar en el mercado de libros viejos es, en ocasiones, elevadísimo. Pero su desprestigio ha ido paralelo a esos éxitos.
Este Primer diccionario general etimológico, pese a la evidencia del título, no es un diccionario etimológico en sentido estricto, sino un diccionario general de la lengua, con abundantísimas informaciones enciclopédicas, en el que se incorporan las etimologías de las voces en un apartado especial para el que no se limita espacio, como tampoco se hace para el resto de su contenido. Resulta llamativo, por la práctica que se sigue habitualmente, que nuestro autor hubiese publicado antes el Nuevo diccionario, de tamaño reducido, y después este, claramente más extenso.
Desde abril de 1879 los periódicos se hacían eco del regreso a Madrid de Roque Barcia, desterrado en 1870, con la intención de publicar el diccionario etimológico, del cual había mandado imprimir en París el prólogo (Barcia 1878)[6]. Muy poco tiempo después ya había conseguido la subvención del Ministerio de Fomento a que me he referido antes, aunque todavía no estaba publicado, por lo que el importe de la ayuda se satisfaría a medida que fuese viendo la luz, en forma de entregas periódicas. La primera de esas entregas apareció en febrero de 1880. Para lograr financiación, y fidelización de los lectores, se recurrió al sistema de suscripción, cuyas bases se hicieron públicas a través de la prensa.
La Administración encargada de gestionar la edición se preocupó en garantizar que la publicación llegaría a buen puerto, habida cuenta de la extensión del diccionario. Pero pronto se presentó el primer contratiempo: el retraso en la aparición del segundo cuaderno, que no se tuvo listo hasta abril de 1880; sin embargo, a finales del mes siguiente se había publicado ya el sexto, a mediados de julio se llegaba a los 14, y así sucesivamente. Habían surgido dificultades en la fundición de algunos tipos necesarios[7], probablemente por la cantidad de ellos o por la diversidad de lenguas utilizadas, que fueron solucionadas con rapidez, y después se mantendría la puntualidad de las entregas[8]. En enero de 1881 se hacía llegar el primer cuaderno (el n.º 38) de la letra D, con el que se abría el t. ii, y pocas semanas después se ponía a la venta el t. i, encuadernado en tela, a un precio de 170 reales, 180 en provincias para cubrir los gastos de envío[9]. En mayo de ese mismo año se comenzaba la impresión de la F[10], y a finales de septiembre se ponía fin a ese tomo con la H, para comenzar el siguiente con la letra I[11]. El t. ii se puso a la venta en noviembre de 1881, a un precio de 180 reales en Madrid, 190 en provincias[12]. En julio de 1882 estaba a disposición de los suscriptores el t. iii[13], aunque en la portada lleva la fecha de 1881, la del comienzo de su publicación, por el precio de 160 reales en Madrid y 170 en provincias. En marzo de 1883, una vez aparecidos todos sus cuadernos, estaba a la venta el t. iv[14], al precio de 168 reales en Madrid y 174 en provincias[15]. Por fin, en octubre de 1883 ya se podía adquirir el quinto y último tomo, que se había venido publicando por entregas como los anteriores, por 144 reales en Madrid y 150 en provincias[16].
La publicación y distribución de los cuadernos fueron acompañadas, durante meses, en la prensa de Madrid y de provincias, de una campaña de publicidad, más o menos directa a través de las notas informativas que se enviaban a distribuidores y periódicos, para obtener las suscripciones necesarias y garantizar su mantenimiento, o como aviso de la llegada de los cuadernos. El objetivo, sin dudas, fue logrado, de ahí la fama de la obra y la opinión que se tenía —y tiene— sobre ella, en alguna ocasión publicada en la prensa, con tino en sus apreciaciones.
Simultáneamente a la aparición de la obra se imprimió un prospecto[17] en el que se incluía una hoja de suscripción. En él se hacían unas consideraciones generales, entre las que puede leerse:
Un libro de esta clase es el asiento necesario de los estudios filológicos, ese gran sentido intelectual de nuestra época, esa gran pasión de nuestros tiempos, ese trabajo portentoso de la generación presente, alimentado por tantos genios de todas las naciones, que abren camino a la marcha del mundo; es la fuente de la filosofía del lenguaje; la razón única y perpetua de la ortografía; el arriesgado arte de escribir sinónimos; el código del idioma; la medida de la erudición nacional; el grande anhelo y la vastísima aspiración de toda nación culta.
Después, Roque Barcia habla de la bondad de las lenguas y de las palabras sin escatimar alabanzas al rey y a la religión, en dos páginas largas, más de creación literaria, poética, que de presentación del diccionario, para, finalmente, dar paso al administrador, si se quiere, el editor de la obra, José María Faquineto de Cantos (¿?-¿?), quien explica las características del contenido del diccionario, y cómo se va a realizar la publicación, con el fin de captar suscriptores.
No cabe duda de que Barcia fue redactando la obra durante su destierro, y que trabajó en solitario, según él mismo nos cuenta en el "Prólogo": "Así lo hice, yo estoy persuadido de que lo hice, ya porque veo la obra, ya también porque no estoy tan alejado de mí mismo que no sepa lo que ocurre en mi casa. Lo hice y lo sé, como es muy natural que sepa lo que hago; pero lo hice, lo sé y no lo creo" (pág. xiv).
Roque Barcia puso al frente de la obra un extenso "Prólogo" de 49 páginas, divido en dos partes. La primera es una "Introducción"[18] (págs. vii-xxx) que comienza con grandes elogios hacia la Academia y los académicos, especialmente los que elaboraron el Diccionario de autoridades, y liga la redacción de su Primer diccionario general etimológico a la actividad inicial de la Institución, como complemento de una obra académica que nunca llegó: "Sin embargo de la importancia de aquellos trabajos, acerca de la cual no podrá nunca decirse bastante, el pensamiento de un Diccionario general etimológico no pasó de ser una valerosa tentativa" (pág. vii).
Continuando con la lectura de la "Introducción" nos encontramos con la expresión manifiesta de su criterio ortográfico (págs. viii-ix), que no es otro que el de seguir a la Academia, indicando cuándo la grafía se ha separado de la etimología. No es la de Barcia una adhesión sin más a los principios, etimológicos, de la Docta Casa, con lo que descarga en ella la responsabilidad en esta cuestión —como hace la mayoría de los lexicógrafos—, sino que razona su determinación, en la que parece primar la idea renacentista[19] según la cual "la lengua más sabia es aquella que más se parece al idioma de donde se deriva", y más bárbara la que más se aleja de la lengua original.
Continúa nuestro autor con sus consideraciones sobre el neologismo, de nuevo con un estilo casi poético. Advierte el incremento de artículos de su diccionario no por la codicia de tener más palabras que ningún otro, sino por poner nuestra lengua al mismo nivel que otras que tienen un léxico erudito, aunque sea histórico. Justifica la inclusión de neologismos, pero no de todos, sino los necesarios:
Las palabras introducidas en una lengua con el objeto de seguir las renovaciones del espíritu humano, porque parece que el espíritu cría pensamientos en cada edad, como los árboles se revisten de hojas, de flores y de frutos en cada una de las estaciones; las novedades introducidas en un idioma con el fin de seguir las novedades operadas ya en el pensamiento de cada época, en la conciencia de cada siglo, en la índole propia de cada civilización, esos anales que siempre se escriben y que nunca se acaban; ese jeroglífico de la vida que siempre se lee, pero que nunca se penetra; ese acento interior y profundo que va a perderse en las grandes estaciones del tiempo, no merece el nombre de neologismo, sino de natural y necesario desarrollo; de natural y necesario crecimiento.
Y si se conviene en que ese crecimiento debe llamarse neologismo, no hay más recurso que convenir en que ese neologismo es de rigor, como lo demuestra un argumento incontestable. Los muertos caminan en nuestra memoria, puesto que pasan de unas a otras generaciones. Pues si el muerto anda, claro es que el vivo debe andar. (Pág. x)
Esa actitud partidaria de la inclusión de neologismos, según García Platero (1998, 139; 2003, 273), choca con la que había expuesto Barcia en el diccionario de sinónimos: "De aquí nace, en fin, que el neologismo ha dejado de ser una figura de retórica, un medio prudente de asimilación, para convertirse en una moda, en un capricho, en una interminable manía. La lengua castellana se va convirtiendo en una especie de botica o elaboratorio, a donde todo hijo de vecino viene con su menjurge"[20]. ¿Qué le pudo hacer cambiar de opinión? Seguramente, la necesidad de acumular voces con el fin de componer la obra más extensa que pudiera, pese a sus excusas. Y, por otra parte, el tiempo transcurrido entre una y otra obra que ha traído, como él mismo explica, voces nuevas, necesarias para la designación de nuevas realidades, unas, y, otras, empleadas por los escritores más modernos. Pero eso es, a la vez, contradictorio con la idea desarrollada en el mismo prólogo, a la que he aludido antes: "la lengua más sabia es aquella que más se parece al idioma de donde se deriva". En definitiva, Roque Barcia se muestra dubitativo ante el problema, y prefiere mantener cierta cautela, sin dar rienda suelta a la entrada de neologismos en el diccionario.
Una parte de esos neologismos son los pertenecientes al lenguaje técnico, al cual dedica el § vi del "Prólogo". La penuria de tecnicismos que hay en nuestra lengua se debe, según Barcia, no tanto a nuestra ineptitud en esos menesteres sino a que la lengua no ha acudido en su ayuda, y si no hay lengua, no puede hacerse ciencia. La intención de nuestro autor es poner en manos de los estudiosos un instrumento (el léxico de la lengua) para que puedan desarrollar su labor.
En el § viii expone el plan de la obra, explicándonos sus ideas. En él se centra sobre lo que debe ser un diccionario general etimológico, y qué considera como información etimológica:
Mi plan no consiste en derivar los nombres de sus raíces inmediatas, sino de la raíz de origen, sea la que fuere.
Supongamos que nuestro romance tomó una palabra del latín, pero que esta palabra latina se deriva del griego: yo parto de la raíz griega.
Supongamos que nuestro romance tomó una voz del griego, pero que esta voz griega se origina del árabe, del zend, del sánscrito: yo parto del sánscrito, del zend, del árabe. Parto del nombre primitivo que entraña la razón de todos los vocablos de su serie, porque etimología quiere decir razón de la palabra, y la razón universal es el principio.
Mi plan no consiste tampoco en limitarse a derivar las voces de sus raíces elementales u originarias, que son las únicas que merecen la denominación de tales raíces, sino que se extiende a presentar la descendencia de cada término en todas las lenguas en que ha creado alguna forma; es decir, no considero únicamente la palabra en relación con sus orígenes, sino que la refiero a todas sus analogías o concordancias, de donde nace la gradual derivación del nombre, lo que pudiéramos llamar su genealogía. (Pág. xii)
Para acometer su tarea, Barcia dividió las lenguas en seis familias, que explica en el § ix, el referido al método (págs. xiii-xv): 1.ª sánscrito clásico y sánscrito védico, en sus relaciones con el pacriti y con el zend; 2.ª hebreo en sus relaciones con el caldeo, con el ananeo o siriaco, con el fenicio y el samaritano; 3.ª árabe, en sus relaciones con el malayo y con el persa; 4.ª griego clásico y griego del Bajo Imperio, en sus relaciones con el alto y el bajo latín; 5.ª el eslavo, idiomas célticos (bajo bretón, gaélico, cornuliano, kimry) y las ramas del antiguo teutónico (alemán, holandés, inglés, anglo-sajón, escandinavo, lituanio y normándico); y 6.ª las lenguas neolatinas. Después fue asignando a cada una de esas familias las distintas palabras, quehacer que le llevó años. De esa manera tenía el embrión de seis diccionarios diferentes. A continuación pasó a analizar cada voz con las relacionadas con ella, para uniformar el contenido. Una vez terminada esta tarea, fundió en un solo orden alfabético la totalidad de lo recogido y escrito. La ventaja que veía en ello Roque Barcia era notable:
Este procedimiento, aplicado a las voces de una derivación extensa y complicada, hizo posible que despejase la confusión abrumadora que echaba de ver en el todo informe del Diccionario; confusión que se advierte en algunas derivaciones del sabio Littré, porque las raíces y sus derivados andan discordes, como no puede menos de ocurrir cuando una obra de tal magnitud se escribe en conjunto. (Pág. xiv)
Una vez finalizada la redacción le dio un repaso para efectuar las últimas correcciones, pulir el contenido, completar lagunas y comprobar multitud de pormenores. Solo entonces, cuenta nuestro autor, realizó una comparación con los mejores diccionarios "del romance" para tomar de ellos lo que no tiene nuestra lengua, lo que debería tener, aunque no dice cuáles son esos diccionarios, si bien el de Littré es citado frecuentemente, además de los etimológicos románicos.
La segunda parte del "Prólogo"[21], que no aparecía en el parisino de 1878, y después suprimida para la segunda edición (1890), va dirigida "A la ilustre Real Academia Española" (págs. xxxi-lvi), en señal del agradecimiento de Barcia por la ayuda de la Institución para que se le concediera la subvención que hizo posible la publicación de la obra. En esa parte, pretende dar cuenta de las dificultades con las que se ha encontrado para la redacción del diccionario, comenzando por la ortografía, lo que le vale para hacer una larga disertación sobre el origen de los sonidos, de los diferentes alfabetos y sistemas de escritura, desde su particular perspectiva y modo de presentar las cosas. Después pasa exponer el origen de la explicación etimológica, hasta alcanzar el siglo xix, con la llegada de Franz Bopp (1791-1867), por el que sentía una gran admiración como fundador del comparatismo, y de cuya gramática viene una parte del Primer diccionario general etimológico.
Según mis cálculos, este diccionario de Roque Barcia contiene unas 125 800 entradas (30 000 + 35 000 + 23 000 + 23 500 + 14 300 en su reparto en cada uno de los tomos), más unas 4 700 en el "Suplemento", lo que nos lleva a alrededor de 130 500 en su conjunto.
Tal cantidad de entradas se alcanza por la labor de acarreo realizada por nuestro autor, y por la pretensión abarcadora de la totalidad del léxico que manifiesta, aunque se queda corta en no pocas ocasiones.
El punto de partida de Roque Barcia en la elaboración de su Diccionario general etimológico es el diccionario de la Academia, sobre cuyo trabajo no ahorra elogios, como hemos visto en el "Prólogo", especialmente dirigidos a los primeros académicos y el Diccionario de autoridades. Maneja la 11.ª ed. del DRAE (1869), cuya nomenclatura era de 47 000 entradas, bastantes menos que las del Diccionario general etimológico. La copia no fue exacta, pues aunque toma las entradas en su conjunto, ya que reproduce literalmente unos artículos, en otros introduce algunas enmiendas, en algunos unas modificaciones sustanciales, y en otros más acepciones nuevas (Henríquez Salido y Alonso-Misol 2010, 248-249). Los cambios pueden alcanzar al orden de las acepciones, con lo que se reestructuran los artículos en que sucede esto. Pero, sobre todo, añade muchas entradas nuevas para pasar de las 47 000 del diccionario académico a las 130 500, e introduce algunos campos al final del artículo: la etimología, la sinonimia, la información enciclopédica. Debido al carácter desordenado, asistemático, del contenido de la obra, tales informaciones no son ni constantes ni homogéneas.
Los artículos añadidos son de diversa naturaleza. En primer lugar, son numerosos los nombres propios, característicos de las obras enciclopédicas, y que podríamos cifrar en un 20 % del contenido, esto es, en torno a los 25 000 artículos del Primer diccionario general etimológico dan cuenta de nombres propios[22]. Los hay geográficos, fundamentalmente de poblaciones, islas y archipiélagos, regiones, países y continentes. Algunos de esos artículos poseen una extensión considerable, como sucede con los de Granada, Grecia, Inglaterra (alcanza las 49 columnas), Italia (74 columnas), Madrid (106 columnas), París (94 columnas), Roma (41 columnas), etc., ejemplos tomados aleatoriamente.
Entre los nombres de persona los hay en que únicamente se indica que son eso, nombres de persona, como Andrea, Andrés, Emilia, Eusebio, Leoncio, Lope, Mencía… Unos más lo son de personajes de la Antigüedad, otros lo son de personajes modernos, contemporáneos, o más o menos recientes, escritores, pintores, reyes y emperadores… Entre tan abundante colección de nombres se incluyen los de las diversas mitologías, para los que Barcia emplea indistintamente las marcas de Mitología y de Tiempos heroicos[23]. Otros nombres propios lo son de personajes literarios (como Mefistófeles). Entre estos nombres no faltan los que llevan la marca de Astronomía
En el incremento de voces comunes tiene no poco que ver concepción de la etimología expuesta por Barcia y el afán por recoger los compuestos y derivados de una misma raíz. Dolores Igualada ha intentado echar un poco de luz sobre el proceder de nuestro autor, y ve en el interior de su diccionario cómo el aumento de la nomenclatura se debe a[24]:
1.º La multiplicación innecesaria de artículos, cuyos lemas únicamente presentan variantes gráficas, y, en ocasiones, tratándose de verbos, son las formas pronominales y las no pronominales. Ello es consecuencia del rápido expurgo de sus fuentes.
2.º La presencia de derivados regulares, diminutivos y aumentativos, de una misma base léxica. En otros diccionarios, la práctica era poner bajo una sola entrada todas esas variantes.
A esos dos procedimientos se suma la incorporación de no pocos neologismos, sin marca alguna, salvo en raras ocasiones.
Contrasta con esos poco abundantes neologismos, o, al menos, voces o acepciones portadoras de la marca, la ingente cantidad que llevan la calificación de Anticuado, y que pueden verse en cualquier lugar por el que se abra el diccionario, y no solamente las referentes a objetos, actividades, creencias, etc., del pasado, como consecuencia del afán totalizador de Barcia (valgan como ejemplo Abusión, Bandujo, Damnar, Elato, Farón, Incognoscible, Metrista, Noverca, Pinal, Quinao, Redituoso, Talaya, etc.).
También son abundantes los nuevos artículos de la terminología científica y técnica, de la que tan necesitada estaba la lengua, en la consideración del autor, como hemos visto antes. Es tal la cantidad de voces de ese tipo que las de cada uno de los dominios bien pudieran formar un diccionario especializado. Es difícil calcular la cantidad de voces de este tipo que hay en el interior de la obra, aunque podemos efectuar una aproximación: si de los 130 500 artículos de la obra 25 000 son nombres propios, como hemos visto antes, se nos quedan en unos 105 500, de los cuales 47 000 pueden ser los procedentes del diccionario académico, con lo que los artículos de voces nuevas deben ser unos 58 500, una buena parte de ellos de términos de carácter especializado, cuya cantidad no me atrevo a aventurar, aunque bien podrían situarse en torno a los 50 000. A esta última cifra habría que sumar las acepciones nuevas de los ámbitos científicotécnicos que se ponen en artículos que ya había en el diccionario académico. Todas estas cantidades no son sino unas estimaciones superficiales, a la espera de ser corroboradas por cálculos más precisos. De todos modos, esos artículos de voces científicas y técnicas constituyen en el Primer diccionario general etimológico una palpable muestra del papel que desempeñan en la lexicografía: actúan como bisagra, como nexo de unión, como puente entre el diccionario de lengua y lo enciclopédico del diccionario[25].
Uno de los aspectos llamativos del diccionario de Roque Barcia es la ausencia de abreviaturas en el interior del artículo, no constan ni para señalar la categoría gramatical de la voz —o acepción—, ni para los niveles de uso, los lugares de empleo, o la pertenencia del término a algún ámbito científico y técnico. Así, no hay al principio de la obra una lista de las abreviaturas empleadas, por lo que resulta difícil saber de una manera rápida cuáles son los ámbitos restringidos en los que se encuentran las palabras recogidas.
Por lo que se refiere a las marcas diastráticas, la única que parece emplearse es la de familiar, ciertamente muy abundante y a lo largo de la obra, de forma aislada o como parte de la explicación del uso.
En el polo opuesto se encuentra el léxico científico-técnico, muy abundante, y con profusión de marcas. Desde un punto de vista subjetivo, parecen ser copiosas las designaciones de las Ciencias Naturales, en las que no siempre se deslindan los dominios (Botánica, con abundancia de las denominaciones de plantas de América, África, y Oceanía, incluidas las Filipinas, Entomología, Historia Natural, Ictiología, Ornitología, Zoología, etc.).
Las marcas de especialidad que se encuentran en el interior de la obra deben acercarse al centenar. Tal variedad es consecuencia del empeño del autor por acotar los campos, y, probablemente también, a las distintas épocas de la redacción del contenido, así como a las diferencias que puede haber en las fuentes que manejó, sin que procediera a una sistematización, de modo que hay algunas que son escasamente utilizadas —o no me ha sido fácil encontrar artículos en los que las empleara— (por ejemplo, Embriología, Geografía, Hidráulica, Mística, Platería o Tecnología), otras que no hubiera sido difícil unificar, a sabiendas de que no designan lo mismo (pongo por caso Forense y Jurisprudencia, Imprenta y Tipografía o Minas y Mineralogía), pero tampoco hubiera sido difícil encontrar otras que las abarcasen.
Frente a ese cúmulo de especificaciones, llama la atención que los usos restringidos geográficamente no gocen de tanta atención. Van introducidos por un Provincial, seguido habitualmente de la zona a que hace referencia.
Es llamativo el poco espacio concedido a las formas empleadas en América y Filipinas, pese a su presencia en los otros diccionarios generales de la lengua, algunos de los cuales manejó Barcia para la redacción del suyo. Por el contrario, no son pocas las voces pertenecientes al lenguaje germanesco (por ejemplo, Avispedar, Badélico, Bederre, Calcorrear, Charnel, Durlines, Enjaezado, Ibanó, Jacarandina, Longuiso, Muquir, Niebla, ¡Ori!, Parné, Quina o Quinaquina, Remolleron, Sufrida, Turronada, Verruguetar, etc.), en la línea de los diccionarios generales de nuestra lengua, señaladas con la marca de Germanía. Aunque, entre unos repertorios y otros, todas las voces que he utilizado en mis ejemplos ya habían aparecido en nuestra lexicografía, y la totalidad de ellas en el de la Academia, salvo Parné, cuya única documentación lexicográfica anterior al repertorio de Barcia es el Diccionario nacional de Domínguez.
Debido a la extensión de sus largas explicaciones enciclopédicas, se encuentra en ellas, y en las definiciones, la presencia de Roque Barcia, manifestando no poco subjetivismo, lo cual no es de extrañar a la vista de lo que ya había hecho Ramón Joaquín Domínguez en su diccionario, con lo que las definiciones se alargan, y la extensión del artículo también. Las apariciones de su radicalismo tanto político como religioso son continuas, y se producen de forma intencionada con el fin de formar a los lectores de la obra en unos concretos valores morales y sociales, entre los que se encuentran los de la francmasonería, a la que parecía pertenecer[26]. Una muestra de sus inclinaciones políticas bien pudiera ser la inclusión de los artículos dedicados a los revolucionarios franceses Roland de la Platière (Juan María) y su mujer Roland (Manuela Juana Philipon de), que, entre los dos, ocupan cerca de diez columnas). Precisamente, es en los artículos de fondo filosófico, religioso, político, social, etc., en los que interviene con mayor profundidad Barcia, en los que introduce mayores cambios.
He dicho más arriba que el Primer diccionario general etimológico no es un diccionario etimológico en sentido estricto, por más que la etimología estuviese en el centro de las intenciones del autor: es un diccionario general de la lengua, con un amplio componente enciclopédico (en la nomenclatura y en el interior de los artículos), y un notable interés por el origen de las palabras, que ayuda a entenderlas y usarlas con la debida propiedad.
La información etimológica es considerable, y no se presenta tras la entrada como en los demás diccionarios, de manera escueta. Aparece constantemente al final de las explicaciones de los diferentes sentidos recogidos en los artículos en que figura[27], en un apartado especial, el primero de los que hay, bajo el enunciado de Etimología. No consta en aquellos casos en que se trata de palabras relacionadas formalmente con las que rodean al artículo en cuestión, y que el usuario puede colegir de la explicación que se ofrece en una de ellas, por lo general la base léxica a partir de la que se forman las otras voces. Tampoco figura en las palabras procedentes de lenguas americanas o del lejano oriente. Barcia explica en las páginas iniciales que su método es el de ir identificando
las raíces, y agrupando las voces que tienen una común, por lo que se hace innecesario ofrecer la etimología en todas las palabras que tienen esa misma base.
El espacio que se confiere a la etimología en el apartado dedicado a ello es notable, y en algunos casos extraordinario, como puede comprobarse en Adive, Éxito, Hierba o Menaje, por poner solo unos pocos ejemplos entre muchísimos otros; pero de ninguna manera es el núcleo del diccionario o de los artículos. Esa extensión se debe a que se presentan las opiniones de los principales etimologistas (en especial son los romanistas más conocidos). Los españoles pertenecen a todas las épocas, y son bien numerosos, hasta 92 nombra también en el prólogo (pág. viii), pero no todos ellos pueden ser considerados etimologistas según nuestros criterios, ya que una buena parte son autores de diccionarios que en algún momento han tenido que dar cuenta del origen de las palabras que recogían, o en ellos pueden encontrarse las relaciones entre voces (así, por ejemplo, los diccionarios del español y el árabe). De todos modos, en este aspecto "destaca el carácter en exceso rudimentario de sus planteamientos" (García Platero 2003, 273), más patente en las aportaciones propias que en lo procedente de otros autores.
En la exposición etimológica no es raro encontrar el equivalente en otras lenguas de la voz en cuestión, máxime cuando están relacionadas por el étimo, pero no es un empeño por ofrecer la forma equivalente en esas lenguas: no se trata de un diccionario bilingüe o plurilingüe, sino de una ayuda para entender el valor y las transformaciones en nuestra lengua.
Pese al esfuerzo realizado en este apartado, y a las fuentes manejadas, las propuestas de nuestro autor resultan, con frecuencia, extravagantes, al menos examinadas con nuestros conocimientos actuales —y también con los de la época—, por lo que han estado en la base de las críticas que se han hecho al diccionario. En su defensa cabe recordar que no le interesaba la etimología por el mero afán de ofrecer el origen inmediato de la voz, sino que pretendía rastrear la procedencia de la forma para explicar los cambios de significado habidos en su interior y la familia léxica que pudo originar en nuestra lengua, o en otras, lo que empleó en la redacción de los artículos para la ordenación de acepciones, precisar definiciones, etc.
Bastante menos frecuente que la explicación etimológica es el apartado dedicado a la sinonimia, colocado, en los artículos en que se ofrece, tras el de la etimología. Esta es una innovación de Roque Barcia en la historia de nuestra lexicografía, ya que no había aparecido en los diccionarios generales precedentes. Son escasas las líneas que se dedican en el "Prólogo" de la obra a la sinonimia: "A los sinónimos de este Diccionario, óbolo de su autor, se han agregado los de Jonama, Marc[h], Huerta, Cienfuegos, conde de la Cortina y Mora, formando de esta suerte un repertorio de lo más curioso y notable que tiene el castellano en este género de literatura" (pág. viii). Así es, pues Barcia vuelca en el interior del Primer diccionario general etimológico su anterior diccionario de sinónimos, añadiendo, además, el contenido de los repertorios de este tipo publicados hasta el momento, a los cuales cita tras la exposición de lo que toma de ellos, aunque oculta a Pedro M. de Olive (1767-1843) y Santos López Peregín (1800-1845) cuando toma algo de su colección (Igualada Belchí 2002, 145)[28]. En cualquier caso, Barcia solamente reproduce lo que dicen los demás, sin intentar aunar lo que exponen (ibidem), y sin tomar partido ninguno.
Por otra parte, en muchos artículos de voces comunes, tras la explicación lingüística se abre un apartado llamado Reseña histórica o, simplemente, Reseña, donde Barcia aprovecha para proporcionarnos amplias informaciones también de tipo enciclopédico. Sirva de ejemplo la Reseña histórica que aparece en el artículo Fastos, donde se ofrece una larguísima lista de 6 páginas de los fastos consulares desde el año 509 a. C. hasta el año 541. Un artículo que llama la atención por la cantidad de noticias que se proporcionan, de manera no muy ordenada, es el de Don Diego de Día, en el cual, tras la información lingüística se abre una sección titulada El reloj de Flora, donde, entre otras cosas, nos cuenta cómo podemos saber la hora del día en que nos encontramos con observar las flores de qué plantas se abren y se cierran; a continuación, en la Reseña histórica, nos explica quién fue Don Diego de Noche, y cuanto se le ocurre, saliendo a colación el Cid o Don Quijote, y multitud de cosas que nada tienen que ver con la planta, y así durante más de seis páginas.
Tantas informaciones como las que acabo de describir, ciertamente prolijas, hacen que un notable número de artículos del diccionario alcancen una extensión considerable, mucho mayor que la de cualquier otro diccionario de la lengua, incluso prescindiendo de todo lo enciclopédico. Ello nos demuestra el gran interés que puso Roque Barcia por ofrecernos una amplia y copiosa información lingüística, por más que los resultados sean un tanto caóticos, más si están entremezclados con lo enciclopédico.
El Primer diccionario general etimológico puede ser considerado como un gran diccionario, y no solamente por su formato o extensión. El autor quiso aunar un diccionario de lengua con uno enciclopédico, para lo que utilizó la argamasa del vocabulario científico y técnico.
El modo de trabajar de Barcia no parece muy difícil de entrever: partió de la última salida del diccionario académico, de su undécima edición (1869), que fue enriqueciendo con la consulta del Diccionario de autoridades y de los diccionarios de Covarrubias y Terreros, a lo que añadía lo que decían los más conocidos diccionarios de nuestra lengua de los últimos decenios, y los materiales que había ido anotando durante años de sus lecturas de los autores clásicos. Para el léxico especializado hizo acopio del contenido de los tratados de una considerable cantidad de materias. Es una lástima que no nos dejara una relación de todas esas obras, para ver el alcance de su esfuerzo, aunque son citados frecuentemente en el interior del diccionario. Los artículos se presentan por orden alfabético, el más cómodo y asentado para sus pretensiones. En el contenido de ellos cambió todo lo que le pareció conveniente, modificando las definiciones que había en sus fuentes, alargándolas cuando era preciso, y, si no, acortándolas, o redactando unas nuevas. Quiso saber cuál era el origen de las palabras, lo que le debía ayudar a ordenar las acepciones, y hacer refundiciones, o desdoblamientos, llegado el caso. Ello lo llevó a averiguar las etimologías, lo que lo condujo a explicaciones que iban más allá de indicar el étimo inmediato, por lo general del latín. Aquí realizó un esfuerzo enorme, otra cosa es que los resultados fueran atinados, por lo que proporcionó abundante munición para ser atacado por sus detractores.
La parte estrictamente enciclopédica se reduce a entradas dedicadas a personajes históricos, y, sobre todo, a lugares. Además, en no pocos artículos puso apartados especiales de información complementaria sobre lo nombrado, o lo designado, por la palabra. Se trata de una información copiosa en los artículos en que aparece, y desmesurada para los principales países y ciudades.
Una obra de acarreo como esta, realizada por una sola persona, y a lo largo de muchos años, con notables interrupciones durante su redacción, hizo que tuviese muchas inconsistencias internas, pese a la revisión final. Tales inconsistencias se refieren tanto a la estructura del contenido de los artículos, a la manera de exponerlo y a sus partes, como a la selección de las entradas, y no solamente las de términos de especialidad, sino también las de los nombres propios.
En definitiva, la subjetividad que hay en los contenidos y la falta de una estructura rígida en la forma, además de las frecuentes fantasiosas etimologías, es lo que dio pie a las críticas, que han ensombrecido una obra, sin duda, útil si se sabe manejar con la prudencia pertinente. "Pese a sus evidentes defectos, subyace en esta obra una honda preocupación por el lenguaje y una evidente admiración por sus infinitas posibilidades" (García Platero 1998, 141).
Entre 1887 y 1889 apareció un Diccionario general etimológico de la lengua española bajo el nombre de Eduardo de Echegaray (1839-1903). El autor era hermano de nuestro premio nobel de literatura José de Echegaray (1832-1916), ambos ingenieros de caminos y ambos académicos de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, además de ser Eduardo autor de diversas obras de carácter científico. Por otra parte, el editor José María Faquineto, sobrino de Roque Barcia, también compuso un breve diccionario de la lengua (el Vocabulario de la lengua española, 1891) y editó el diccionario de sinónimos de su tío en su segunda salida (1890).
Como ya se anuncia desde el título, el diccionario de Echegaray no pretendía sino ser una versión reducida del de Roque Barcia. Me imagino que Echegaray no encontraría muchas dificultades para hacerlo debido al parentesco de Faquineto y Barcia, fallecido solo dos años antes de que comenzase la publicación de la nueva obra. Además, Faquineto había sido el administrador (o editor) del diccionario de Barcia, por lo que debía conocer muy bien su contenido y los riesgos económicos de la operación.
En el "Prólogo" —que aparece sin firma ninguna, seguramente es de Echegaray, o, en todo caso, de Faquineto— se justifica la necesidad de un diccionario etimológico por las comunicaciones que se establecen entre los pueblos de la Tierra en todas las actividades, "prestándose mutuamente nombres, modismos, frases y giros". Conociendo el origen de las palabras podrá distinguirse lo original de lo falso, lo que nos pertenece de antiguo y lo que ha sido introducido nuevamente por la "vertiginosa confusión de la época presente". A continuación, se pasa a elogiar el diccionario de Roque Barcia, cuyo defecto es el de ser demasiado voluminoso. Por ello, se concibió la idea de hacer "una edición reducida de esta importante obra, que contenga todo lo verdaderamente útil, y en la que solo falte lo que no sea de inmediata aplicación a la ciencia etimológica". Para lograrlo, se dice, se ha suprimido todo lo referente a la sinonimia —que nada tiene que ver con la etimología—, las explicaciones sobre la mitología —aunque dejando ligeras indicaciones—, las descripciones geográficas y las biografías, y las etimologías que Barcia califica de absurdas. Igualmente, se explica que se ha aumentado algo, aunque poco. Tal vez se considere como aumento la incorporación de las voces comunes que había en el "Suplemento", pues no es mucho más lo nuevo en la versión de Echegaray. Continúa el prólogo exponiendo que se ha corregido bastante su contenido, cotejándolo con la última edición del repertorio académico (la 12.ª ed., 1884) y con las últimas investigaciones etimológicas españolas y extranjeras.
Según mis cálculos, el Diccionario general etimológico tiene unas 104 000 entradas, frente a las 130 500 del de Roque Barcia, esto es, un 20 % menos. Es una reducción apreciable, aunque no suficiente para llegar a la mitad de tamaño. ¿En qué consiste, pues? Sin duda, se ha pretendido suprimir toda información de carácter enciclopédico: por un lado las entradas correspondientes a nombres propios, aunque quedaron unos cuantos. Todos estos nombres son más abundantes en el primer tomo, mucho menos en el segundo, y prácticamente inexistentes en los dos últimos, lo que bien podría ser muestra de cómo se iban intensificando las supresiones (o de cómo al principio no se puso tanto celo). Lo cierto es que nada de ello parece responder a un criterio firme.
Por otra parte, al haberse suprimido muchos nombres propios de persona y de lugar, las definiciones de multitud de derivados y gentilicios llevan a pistas perdidas[29]. Así, por ejemplo, el artículo Riojano leemos "Adjetivo. El natural de la Rioja y lo perteneciente a ella. Se usa también como sustantivo en ambas terminaciones", pero al suprimirse Rioja nos quedamos sin saber qué es la Rioja, y lo mismo ocurre con Alemán y Alemania, con Étneo y Etna, con Ruso y Rusia, con Sueco y Suecia, etc.
La supresión de informaciones enciclopédicas afecta igualmente a las que había en el interior de muchos artículos, bajo diferentes formas, como las que llevaban el rótulo de Reseña o Reseña histórica, y otros más particulares.
Por lo que respecta a la parte estrictamente lingüística, se suprimen las informaciones que rodean a la explicación etimológica, quedando reducida a lo esencial, sin prescindir de lo más característico del diccionario de Barcia: la búsqueda del étimo último. De este modo desaparece una multitud de citas, que podrían no interesar al lector no especialista.
En la reducción de la obra se ha prescindido del apartado dedicado a la sinonimia, una de las grandes novedades de Barcia, y que ocupaba un espacio considerable. Cabe pensar que se hiciera porque esa información ya estaba en su diccionario de sinónimos, pero igualmente cabe conjeturar que Faquineto tenía la idea de volver a editar el diccionario de sinónimos y no le convenía que estuviesen en el etimológico, o que la segunda edición del de sinónimos llegó en 1890 debido a los cambios en el diccionario grande. Sea como fuere, no alcanzo a entender muy bien cómo se cedieron los derechos del Primer diccionario general etimológico a Seix para que lo volviese a dar a la luz en 1894, en una impresión idéntica a la primera. ¿Pensaba Faquineto que le sería más rentable mantener el diccionario de Echegaray y el de sinónimos de su tío? Estamos ya de lleno en la etapa de la lexicografía comercial y resulta difícil entrever las razones de algunas decisiones empresariales.
En todo lo demás, el diccionario de Echegaray toma lo que había en el de Barcia, ya que su finalidad, confesada, era hacer una versión abreviada de este. Se mantienen las mismas entradas que había en él, con las mismas explicaciones, con pocos añadidos, y algunas modificaciones para acercar las definiciones al último repertorio académico. La poda es considerable en las etimologías, en las que se reduce a la búsqueda del étimo primero, que es lo que sustentaba la armazón del diccionario de Barcia, y se mantienen los equivalentes en otras lenguas (cfr. Puche Lorenzo 2000, 390).
El Diccionario general etimológico de Echegaray se reimprimió, pasados los años en Argentina (Barcia 1945), y en esa salida se pone como autor a Roque Barcia, con lo que se aumenta la confusión que se ha mantenido durante años sobre la autoría de la obra. El "Prólogo" ahora presenta una ligera diferencia con respecto al de la primera edición abreviada. Comienza dándose como autor, también, a Barcia —lo cual no deja de ser cierto, por más que antes no se hubiera hecho—, y se afirma que es una edición especialmente preparada para el público hispanoamericano, aunque nada se dice del cómo o el porqué, y tampoco se ve, salvo haberse hecho en América. Después se copia el prólogo primitivo, y al final se añade un párrafo en el que la editorial dice creer cumplir con esta edición a la difusión del diccionario entre quienes desean "conocer el origen, el sentido y la belleza del idioma". Por lo demás, es una reproducción a plana y renglón de la edición de 1887-1889.
Referencias bibliográficas
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[1] Véanse, por ejemplo, mis trabajos, publicados en el último lustro (Alvar Ezquerra 2014a; 2014b; 2016; 2018; 2019a; 2019b; 2019c).
[2] Juan Manuel García Platero (1998) hizo un resumen de su actividad, especialmente en las págs. 137-138. También puede verse en Henríquez Salido & Alonso-Misol (2010, 224-227).
[3] Excepción hecha del trabajo pionero de Juan Manuel García Platero, ya citado, y el artículo de Elena Bajo Pérez (2007).
[4] El título completo es Nuevo diccionario de la lengua castellana arreglado sobre la última edición publicada por la Academia Española y aumentado con más de veinte mil voces usuales de ciencias, artes y oficios, por D. R. B., Librería de D. N. Grases, Gerona, y del mismo año e idéntico contenido, Librería de Rosa, Bouret y Cía., París.
[5] Volvió a ser impreso en vida de Barcia (1870), y ya desaparecido el autor tuvo una nueva edición a la que he de referirme más adelante, a la cual siguieron otras en España y en América.
[6] En la Biblioteca Nacional de España, Madrid, se conservan dos ejemplares, de los que he consultado el 1/45280.
[7] El Amigo. Periódico de educación popular (Madrid), año iii, n.º 114, 25 de abril de 1880, pág. 4, col. c.
[8] Y así lo hace constar El Constitucional. Diario liberal, época segunda, año xiv, n.º 3667, 14 de julio de 1880, pág. 3, col. c, y un año después La Paz de Murcia. Diario de noticias y anuncios, año xxiv, n.º 7060, 28 de mayo de 1881, pág. 1, col. d.
[9] La Paz de Murcia. Diario político, de noticias y anuncios, año xxiv, n.º 6987, 26 de febrero de 1881, pág. 1, col. d.
[10] La Paz de Murcia. Diario de noticias y anuncios, año xxiv, n.º 7083, 9 de julio de 1881, pág. 1, col. e.
[11] Tomo la noticia de El Amigo. Periódico de noticias, instrucción y recreo (Madrid), año iv, n.º 189, 2 de octubre de 1881, pág. 3, col. a.
[12] El Eco de la Provincia. Diario conservador-liberal (Alicante), época 2.ª, año iii, n.º 949, 15 de noviembre de 1881, pág. 3, cols. a y b.
[13] La Paz de Murcia. Diario de noticias y anuncios, año xxv, n.º 7384, 14 de julio de 1882, pág. 3, col. c.
[14] Según puede leerse en La Correspondencia de España. Diario universal de noticias (Madrid), año xxxiv, n.º 9136, 28 de marzo de 1883, pág. 4, col. f.
[15] La Paz de Murcia. Diario de noticias, avisos y anuncios, año xxvi, n.º 7602, 4 de abril de 1883, pág. 4, col. a.
[16] Véase el anuncio que publicaba La Lucha. Órgano del Partido Liberal de la provincia de Gerona (Gerona), año xiii, n.º 2240, 10 de octubre de 1883, pág. 4, col. 4, donde también se indican los precios de los tomos precedentes. El anuncio seguiría publicándose en las semanas siguientes, y aparecería en otros periódicos.
[17] Primer diccionario general etimológico de la lengua española, [Establecimiento Tipográfico de Álvarez Hermanos], [Madrid], [1880]; he consultado el ejemplar de la Biblioteca Nacional de España, Madrid, VC/1943/47.
[18] Había sido publicado previamente como "Prólogo" del Primer diccionario general etimológico de la lengua española, publicación a la que me he referido más arriba, fechado el 13 de octubre de 1878.
[19] Véase a este propósito Buceta (1925).
[20] En la "Introducción" de la primera edición (Barcia 1863, 14). El mismo texto se mantuvo para la segunda ed. (Barcia 1890, 7).
[21] Fechado el 18 de mayo de 1879.
[22] Llego a esta estimación a partir de los datos que me proporciona la reducción realizada por Eduardo de Echegaray, obra a la que me refiero más adelante.
[23] Por ejemplo, Ismara e Ismaro llevan la marca de tiempos heroicos, mientras que Ismene, inmediatamente después, lleva la de Mitología.
[24] Véase Igualada Belchí (2002, 137-147, especialmente la pág. 140).
[25] Véase lo que, por otros motivos, expone Guilbert (1969, 4-29, especialmente la pág. 16).
[26] Sobre este último aspecto me remito a la exposición de Henríquez Salido (2015, 31-45).
[27] Sobre las informaciones etimológicas, su contenido y descripción, puede verse Puche Lorenzo (2002, 186-188).
[28] Esos autores compusieron el Diccionario de sinónimos de la lengua castellana (1843), impreso en numerosas ocasiones.
[29] De ello ya se dio cuenta Puche Lorenzo (2000, 379-392, especialmente la pág. 387).